¿Qué habrá pensado el autor de Monstruario a la hora de entregar los nueve relatos de Cortejo de sombras, recién aparecidos pero escritos cuarenta años atrás? En 1970, bajo el franquismo, aún titubeaba entre publicarlos o no. Sin embargo, el ojo ubicuo de la censura quizá no fue tan importante para su demora como el hecho de que, por aquellas fechas, estaba embarcado ya en la serie de Larva, sin duda una de los proyectos narrativos más extremos en la historia de nuestra lengua. En este sentido, ¿por qué publicar esos nueve relatos, tan distantes en tiempo y en forma? Tiene razón Julián Ríos: sólo quienes leemos la realidad con etiquetas advertimos con desconcierto que el escritor “experimental” aparece ahora exponiendo, sin más, su lado apenas heterodoxo. No obstante, creo que cuarenta años de explorar el idioma como un universo susceptible de inagotables cruces no es para menos, de modo que la sorpresa que experimentamos algunos de sus lectores ante Cortejo de sombras tiene sus causas.
Como sabemos, todo el ciclo de Larva (Babel de una noche de san Juan, Poundemonium, Monstruario, La vida sexual de las palabras) está determinado por una dimensión en donde las palabras desempeñan un papel plenamente autónomo, creando constelaciones de sonido y sentido vivas que discurren al parejo de la línea argumental. Contrariamente, en Cortejo… la lógica del relato mantiene aparte todo desplazamiento que atente contra el perfil nítido de los personajes y su historia. Tal divergencia me parece innegable. Incluso el mismo Ríos señala en el prólogo que, al acercarse a los textos con la idea de preparar su edición, apenas pudo ser su lector; uno más, como cualquiera de nosotros. Y no modificó nada porque el gesto pesaría sobre el texto como una intervención.
Recuerdo que en Solo a dos voces, esa larga conversación entre Octavio Paz y Julián Ríos firmada en 1972, aquél decía: “Si un escritor mata a los otros escritores que lo habitan y que lo contradicen, comete algo peor que un asesinato. Cuando reprimimos la pluralidad y la contradicción dentro de nosotros mismos, la reprimimos también afuera; suprimimos a los otros, atentamos contra la realidad”. En este orden y en tanto lector de Cortejo de sombras, Julián Ríos no duda en afirmar: “Yo es otro, otro autor”. Sin embargo, creo que sería erróneo ver en esta advertencia sólo una extrañeza –la del narrador y la nuestra– y no otra forma de reconocimiento: la certeza de que detrás del nombre de Julián Ríos habita no uno sino varios autores. En efecto, un rápido recorrido por sus títulos basta para advertir que el de Sombreros para Alicia no es aquél que encontramos en Amores que atan y, ambos, contrastan con la espiral que invoca el sésamo de la multiplicidad en Poundemonium o La vida sexual de las palabras. Asimismo, qué decir de Casa Ulises o de la “novela pintada” que dedicó a una de sus obsesiones gráficas y plásticas: R. B. Kitaj, sin olvidar el memorable Ulises ilustrado por Eduardo Arroyo. Así Cortejo de sombras vendría a ser, en efecto, la pieza que nos faltaba: el boomerang que vuelve para reanimar la fiesta.
Novela de Tamoga es el subtítulo de estos nueve relatos que Ríos nos ofrece como una novela coral. Puede ser. En lo personal me gusta más la unidad que conserva cada uno de ellos, independientemente del espacio real (Galicia) o imaginario que pudieran compartir. Así he seguido los ecos que se suceden de una a otra historias (particularmente entre “Cacería en Julio” y el texto que cierra el volumen, “Río sin orillas”), intuyendo que sus entrecruzamientos se asemejan, más bien, a las páginas de aquellos primeros libros con los que un autor realiza la cuenta ritual de su pasado inmediato. Es el mismo caso de Dublineses… Sólo como un guiño podríamos decir que se trata de una novela. Como quiera que sea, Cortejo de sombras es una reunión que sin negarse a la necesidad de fabulación que subyace a todo lector, cuenta varias historias bajo la bandera –con palabras del mismo Ríos– de ciertas epifanías joyceanas: “una historia sólo merece ser contada cuando las palabras no pueden agotar su sentido”. En efecto, relatos como “Historia de Mortes”, “Palonzo”, “La segunda persona” o “Polvo enamorado”, dan para múltiples lecturas, sostenidas siempre por el trazo limpio de un estilo enamorado de la forma.
Al comentar el Tristam Shandy, E. M. Forster –tan malquerido por Fuentes en Geografía de la novela– ofrece una de las claves para entender a Sterne. Tal vez esas palabras dedicadas a uno de los maestros de Julián Ríos podrían encabezar, también, una aproximación a Larva. Dice Forster: “Es evidente que tras Tristam Shandy se esconde un dios, un dios que se llama Caos y que algunos lectores no saben aceptar.” De acuerdo con esto, Cortejo de sombras parece una provocación. Y eso me gusta. ~
(ciudad de México, 1963) es poeta, ensayista y editor. Actualmente es editor-in-chief de la revista bilingüe Literal: Latin American Voices.