Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) ha escrito novelas como El viajero del siglo, Hablar solos y Fractura, todas en Alfaguara; poemarios como Vivir de oído (La Bella Varsovia, Almadía); colecciones de aforismo como El equilibrista (Acantilado); libros de cuentos como El que espera y Hacerse el muerto (Páginas de Espumas). En esta última editorial ha publicado dos libros que combinan la imaginación aplicada a lo cotidiano y un virtuosismo chispeante que no excluye la melancolía: Barbarismos, una especie de diccionario heterodoxo, y Anatomía sensible, un recorrido por el cuerpo, sus formas y sus significados.
Anatomía sensible está escrita a lo largo de siete años. Es un libro muy formal. Me recordaba a Barbarismos.
Tiene mucho que ver con ese libro. Cuando te pones a trabajar en un libro de, por decirlo con Piglia, formas breves, para que el resultado no sea disperso ni tartamudee en todas direcciones, puedes contrapesar la fragmentariedad con una idea eje que articule esa experimentación. Cuanto más micro es la estructura interna del libro más me interesa la sinergia y el concepto de fondo. En el caso de Barbarismos era la reescritura del concepto de diccionario. Podríamos decir que, si Barbarismos es un diccionario heterodoxo sobre ese corpus que es el lenguaje, ahora tenemos una anatomía heterodoxa sobre ese lenguaje que es el cuerpo.
Es un catálogo de partes del cuerpo, de miembros. Y ahí, en cada uno, hay una especie de taxonomía.
Como hay mucho de capricho poético y de juego literario, me divertía la idea de darle una solemnidad satírica: “Como todo el mundo sabe, hay 17 tipos de párpado”, y por supuesto no lo sé, nadie lo ha dicho ni tengo ni idea, pero voy a explicar juguetonamente cómo hay 17 tipos de párpado. Por un lado esa taxonomía ayudaba a denunciar a la contra la objetividad del cuerpo creando clasificaciones y objetividades perfectamente absurdas pero formalmente serias. Hablaba de tipos de movimientos, en la nalga, los semovientes y los inducidos. Y al final hay siete u ocho tipos de movimiento de nalgas que me causaban carcajadas mientras lo escribía. Era absolutamente arbitrario.
También hay una especie de reivindicación de formas, digamos, impopulares.
El pueblo, el populo ha ido fijando su atención y está bien decirlo en latín porque la reducción provenía de Grecia y Roma precisamente, de una idea del cuerpo que privilegiaba determinados tipos físicos digamos, por simplificar, un poco apolíneos, y uno tiene la sensación de que la historia de la cultura, o la cultura que vale la pena, son esos esporádicos intentos de reapropiación dionisíaca de la realidad. Hay algo de cuerpo nietzscheano en este libro, de derrocar la dictadura de lo apolíneo. Ese punto de popular, apolíneo, no se basa en un conocimiento objetivo, anatómico, del cuerpo, sino en un vínculo absolutamente imaginario con él. Me explico. Grecia, que fue la que popularizó el desnudo, lo hizo sin tener ni idea de la anatomía. Nuestra idea de la anatomía, de una cresta ilíaca, unos pectorales, un nunca mejor dicho cinturón de Adonis: todo eso que llamamos un cuerpo perfecto, que debería basarse en el conocimiento objetivo del cuerpo y su optimización, se basaba en una idea no menos arbitraria que la idea de perspectiva de la Edad Media. Era una representación completamente poética del cuerpo y por eso su persecución en los gimnasios no solamente es hilarante sino ilógica. Esos cuerpos griegos ni existen. No es que sean difíciles, que no tengamos una dieta sana: es que esos cuerpos no existen porque Grecia empezó a desnudar mucho antes de conocer bien la anatomía. Hemos llegado tarde culturalmente al cuerpo.
Pero estaba por aquí, ¿no?
Cuestionar la idea apolínea del cuerpo no es solo liberador para mí sino que es volver al núcleo del conflicto. Nuestra relación con nuestro cuerpo no es materialista, es imaginaria. Siempre intermedia un relato. Ese relato puede ser en algunos casos más trágicos el temor o la expectativa: anorexia, bulimia. Es una relación totalmente emocional. Dejas de ver en el espejo. En los casos más trágicos es autodestructivo o angustioso; en casos más aspiracionales el vínculo puede derivar en la llamada cirugía estética o en fenómenos mucho más interesantes y políticos como lo trans: no quiero corregir mi cuerpo, quiero refundarlo de nuevo, quiero que mi cuerpo renazca. En todos los casos interesantes de la relación de uno con su cuerpo lo que media es el temor, el deseo, el malentendido, el relato ajeno, sobre la propia corporalidad. Lo más difícil de todo es relacionarnos con nuestro cuerpo de un modo inmediatamente psicológico. Creo que la literatura tiene mucho que hacer ahí. El emporio de la imaginación sigue siendo el discurso artístico y, como es mi oficio, el literario en particular para mí. El territorio ideal para desphotoshopear nuestra relación con el cuerpo es el lenguaje literario.
Has hablado contra la cirugía estética.
Mal llamada cirugía estética porque ojalá fuera estética. La estética, en su sentido noble, es una discusión sobre la idea de belleza. La pregunta de qué es la belleza. Por tanto es una discusión muy seria. Pero estas cirugías pasan a ser cosméticas. La cosmética es casi lo contrario. Se componen de maquillaje –de tapar, ocultar, photoshopear– y reproducir acríticamente, mecánicamente, un modelo dado. Salvo en los casos trans trata de evitar el paso de tiempo. Es una pérdida de la memoria histórica del cuerpo –el tiempo no ha pasado por esta cara, por estas tetas–; bien el esfuerzo por parecerte lo más posible a algo que nunca fuiste pero que en el mercado del consumo físico se entiende que es como hay que ser. No hay pregunta sino una acatamiento pasivo de lo que es la belleza. Una cirugía estética debía generar resultados monstruosos, la estética sería por ejemplo tener dos cabezas o tres brazos, porque creo en el número impar o algo así. Si hubiera cirugías estéticas no habría ese acatamiento.
Lo ves como una bisutería.
Sí. La bisutería del cuerpo. Hay un problema democrático. Si ya tenemos un problema de representación política, y más ahora, también sutilmente hay problemas de representación de otro tipo. El noventa y tantos por ciento de la población tienen un cuerpo X y su representación en el ámbito público es Y. Lo que entendemos por cuerpo público está permanentemente negando el cuerpo privado. Esto está en la publicidad, en medios audiovisuales, pero se cuela en la narrativa también. Me acuerdo de cuando leímos Blitz de David Trueba. Muchos encontramos cierto alivio al ver a esa señora mayor, presentada con honestidad, primero con cierta repulsión, luego la atracción o enamoramiento por esa imperfección, una relación de poder inversa a lo habitual, donde ella es mayor.
Si nos sorprendió eso es porque es infrecuente. Es sumamente desalentador que a estas alturas del porno casero, de la deconstrucción de la familia y la desarticulación de la pareja y la identidad sexual todavía seamos tan conservadores en nuestra narración y representación del cuerpo o del erotismo. 99 de cada 100 películas te ponen el culito redondito y la sábana donde responde y la luz bonita… Es tan opresivo. El problema es que eso termina generando incapacidades imaginativas. Cerramos los ojos y no podemos ver un cuerpo sino un discurso cultural en lugar de un cuerpo. Anatomía sensible intenta repasar crítica y satíricamente esos lugares de privilegio físico donde siempre hemos enfocado nuestra atención y hemos exigido ser de cierta manera, y por otra parte es una alabanza y reivindicación de esos lugares que hemos preferido photoshopear: una arruga, una nariz torcida, una estría.
Hay un aprecio de lo concreto. Y al mismo tiempo una liberación imaginativa a partir de eso. Dices que el oído es un órgano sexual, comparas el punto G con la utopía (todo el mundo sabe más o menos dónde está, pero nadie sabe cómo llegar exactamente), escribes que la nariz anticipa el futuro. En la forma son catálogos, aforismos, microensayos, con un elemento de desfamiliarización.
En teoría, si hacemos caso a los surrealistas, se supone que el pensamiento metafórico y asociativo sirven para desautomatizar nuestro vínculo con la realidad y liberar fuerzas más inconscientes, blabla, ya lo sabemos. Pero cuando estudiamos la retórica literaria en la escuela no inocentemente se nos enseña: dientes como perlas, cabellos como el oro. Desde el inicio, se desactiva el poder subversivo de la metáfora, se desactiva la comunicación y se embalsama. Te enseñan una metáfora que ya es una metáfora muerta. Igual que hay que ir a Grecia para recordar que un cuerpo perfecto es una abstracción no solamente difícil sino imposible porque es una utopía perversa pero también un acto de liberación imaginaria que no hemos entendido, debemos volver al origen y entender para qué sirven las metáforas, qué hacen las metáforas con el cuerpo. En la escuela, oprimirlo: una piel suave como la seda, todos símiles que se me ocurren sobre el cuerpo son atroces y frustrantes. Me apetecía trabajar metáforas de verdad raras, con su dosis de arbitrariedad y de provocación para recordar que buena parte del cuerpo es metafórico, como lo es la enfermedad, como nos enseñó Sontag. Nuestro cuerpo es un símbolo de un estado cultural. La cultura crea el cuerpo, lo fabrica, lo moldea. Es una paridora de cuerpos.
El humor es importante en Anatomía sensible también.
Hay cosas que solo se pueden decir con humor porque si no suenan doctrinarias, protestonas, panfletarias. Hay críticas que si no se ejercen con ironía, y esto incluye la autoironía, desactivan a tu interlocutor, y con justeza además. A mí que me hagan pensar me encanta, que me adoctrinen me cansa. La ironía genera una bifurcación, hay una libertad. Pero esto se sabe, es el carnaval, hay cosas que solo el humor permite. Podrías decir: no, puedo decir cosas terriblemente escandalosas pero sin humor. Pero nadie te va a escuchar. La aparente amabilidad del humor te permite llegar más lejos en la incomodidad que la escatología áspera y permanente. Pero luego por otro lado, claro, el estado de efervescencia del humor que para mí es de raíz inconformista me interesa sobre todo como tono cuando vas a hablar de algo tan serio y tan de fondo como la política del cuerpo. Se podría haber hecho un ensayo ceñudo sobre eso, pero ni estoy capacitado ni me apetecía. El tono era la franqueza que solo llega después del intercambio físico. Es como si el cuerpo estuviera siempre entre dos momentos del lenguaje. Aunque vayas a un bar de ambiente, o en un baño, siempre hay un poco de lenguaje, desde el punto de vista de la seducción, la exploración o el conocimiento. Pero del cuerpo se sale hacia el lenguaje de nuevo. Ese nuevo lenguaje es mucho más honesto, tiene mucha menos pose. Todo el que no sea virgen sabe de lo que estamos hablando. Esa especie de franqueza lingüística posfísica me interesaba como tono. Te arreglas: perfil bueno, perfil malo. Pero luego todos tus perfiles malos se ponen en juego, tus defectos físicos están engullidos en el intercambio y hay cierto estado de aceptación que dura muy poquito porque luego nos vamos cargando de nuevo de prejuicios colectivos. Pero ese momento de franqueza de alcoba de dos personas normales que están conversando creo que es el grado máximo de aceptación cultural que conocemos en nuestra cultura, ese momento de despelote compartido. Me apetecía escribir sobre el cuerpo desde ahí, solo que quienes están en la cama no son dos personas sino una comunidad, una sociedad que se tumba sobre su barriga y dice: ¿y el cuerpo qué?
Hay una cita de Edna O’Brien que empleaba Philip Roth: “El cuerpo contiene la biografía tanto como el cerebro”. Aquí hay algo de eso, y también cierta sociología del cuerpo.
Total. No como software sino como fetiche cultural. El tema es el daño narrativo que se produce al cuerpo. Alguien de 50 años que mediante métodos audiovisuales o quirúrgicos quiere parecer de 20 se está quitando 30 años de narrativa de encima. Nadie quiere estar mal. Pero una cosa es estar bien y otra intentar borrar, lo que me parece siniestro. Si no creemos que nuestra idea del mundo, del lenguaje, de los afectos, era más sabia o interesantes a los 20 que a los 40, ¿por qué el cuerpo es necesariamente más interesante a los 20 que a los 40? ¿Dónde está escrito? Si el cuerpo es un libro y la piel es una página, abusar del Photoshop te conduce al silencio, no a la belleza.
Has escrito novelas largas y novelas breves, y libros tan peculiares como este o Barbarismos, tus colecciones de relatos, aforismos…
Hay autores que admiro mucho que parecen encaminarse hacia el perfeccionamiento de una voz o un estilo como si siempre fuera el mismo libro pero optimizado en la consecución de una voz ideal. Cuando no es así la historiografía literaria se encarga de simplificarlo, como en el caso de Borges. Parece que escribió siempre el mismo libro y te pones a leer sus obras completas y no es ni mucho menos así. En fin, lo que queda en el canon es una de sus voces. Pero supongamos que hay autores de una sola voz. Yo prefiero quemar puentes. Yo prefiero no saber escribir el libro que estoy escribiendo. Quiero ser un principiante. No quiero apoyarme en mi experiencia anterior para sentirme más seguro escribiendo, porque para mí todos mis libros son el primero y el último. Si en el camino arrastro hábitos de oficio, que sean inevitables. Que la experiencia sea inevitable, no deliberada. Cambiar de novela larga a novela breve, de estructura más clásica a otra más revolucionada me sirve precisamente para perder la sensación de seguridad. Pero hay una constante que ahora pienso que tenía que conducir inevitablemente a este libro. El viajero del siglo tiene apariencia de novela clásica. En realidad lo que hay es una historia de amor que amaga, juega en sus primeras páginas con ser janeusteniana, pudorosa, y los personajes de pronto se despelotan y resulta que la heroína tiene estrías, que al tipo le salen pelos del ombligo, que tiene los pies muy gordos, son cuerpos que huelen. Lo que hace El viajero del siglo es reparar el virgo durante unas páginas, donde el sexo no se puede esperar, donde el desnudo es impensable. Regresar a una inocencia preoporno para luego desordenarla. Está la irrupción perturbadora del cuerpo imperfecto en un marco que amagaba con la historia de amor romántica. Hablar solos está protagonizada por una mujer que cuida a un ser querido y que le cambia radicalmente la idea del cuerpo y de su belleza porque tenía una serie de conflictos e incomodidades como todos con su cuerpo. Cuando empieza a convivir con un cuerpo que se está deteriorando y consumiendo, empieza a ver esos kilos de más como una bendición y una señal de que ella está sana y eso revoluciona su vida erótica. Y hace un par de años, Fractura hablaba de cómo podemos photoshopear las grietas, cómo hay objetos, espacios, personas que están rotos y hay modos de negar esa fractura y otros modos de reincorporarla a la historia y a la belleza de esa persona y objeto. En lugar de presentar episodios donde la irrupción de un físico perturbador altera el devenir narrativo del relato, esto es una monografía sobre esos momentos que me venían ocurriendo en mis libros. Me daba cuenta de que necesitaba pararme y repoetizar el cuerpo de nuevo y hacer de esos momentos el centro del libro, no escenas o momentos.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).