Entrevista con Juan Claudio de Ramón: “El único nacionalismo que puede funcionar es el cívico”

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Juan Claudio de Ramón, ensayista y diplomático, vivió cuatro años y cinco inviernos en Canadá. Esa experiencia es la base de su ensayo Canadiana (Debate), que define como una carta de amor a ese país.

Canadiana es un libro híbrido. Tiene algo de libro de viajes, de diario, de reflexión política. A ratos parece un libro del XVIII, también por la idea de hablar de otro país para que los lectores reflexionen sobre el suyo. ¿Cómo elige esa forma?

No la elijo, sencillamente voy agrupando los materiales que tenía a mi disposición y me sale un libro bastante sui generis que mezcla la literatura de viajes con las memorias personales, el ensayo político e incluso un poco de filosofía política, meto por ahí un poema. Quería hacer algo parecido a los libros de Enric González sobre Roma o París, pero salió otra cosa. Mientras lo escribía veía que era una mezcla que podía o no funcionar, todavía no lo sé.

Por una parte está la sensación de inmensidad de la naturaleza: un mundo visto desde la óptica de un observador urbanita y culturalista. Por otra, el análisis de la política.

El tópico es que Canadá tiene más geografía que historia. La geografía es apabullante. Tiene accidentes geográficos espectaculares, como las cataratas del Niágara, las Montañas Rocosas, la gran llanura central, por no hablar de todo lo que es el Polo Norte. El descubrimiento de esa naturaleza es impactante para mí. Yo vengo de Madrid, una ciudad muy poco bucólica donde domina el elemento cultural. Entro, por decirlo de manera un poco pedante, en el periodo rousseauniano de mi vida. Empiezo a descubrir la belleza de pasear durante el invierno, de dejar que el viento golpee tus mejillas, de contemplar una montaña nevada. Pero no estoy de acuerdo con que Canadá no tenga historia. Tiene una historia política muy interesante que contar y cuando la descubrí pensé que debería ser más conocida: la historia de una democracia ejemplar construida en condiciones poco propicias y basada en una cultura de la tolerancia y la moderación política que me parece muy exportable. Para mí es el patrón oro del respeto a la diversidad en la unidad.

¿Cómo se consigue eso? Combina muchos elementos. Las herencias británica y francesa, la de los que huyen de la revolución estadounidense, los inmigrantes de muchos lugares diferentes, una pluralidad religiosa. Todo eso sin contar con un pasado negro o menos favorecedor: el tratamiento a los indígenas o primeras naciones, como los llaman allí, o los mestizos.

A base de prueba y error. Canadá no acertó a la primera. A finales del XIX tuvo la tentación de construirse como un Estado-nación a la europea basado en un nacionalismo de tipo anglosajón. Eso claramente es una vía muerta para ellos, porque descubren que tienen en su seno una comunidad lingüística diferenciada, puramente francófona, y porque descubren que la convivencia con las primeras naciones no es fácil: no basta con pretender una asimilación que, se dan cuenta, no se va a producir. Como dice la vieja filosofía la de la historia, el reto de armonizar esos elementos –la presencia aborigen, la presencia de una comunidad distinta– les hace recapacitar, abandonar la plantilla del Estado-nación. Se convierten una democracia pluricultural y bilingüe, que es el legado de esta persona fantástica que es Pierre Trudeau.

Es uno de los grandes personajes del libro. Es famosa la idea del just watch me, de la defensa del Estado de derecho. Pero aquí retrata otras cosas. Por ejemplo, un componente maquiavélico, con la idea de aprovechar el momento. Y también, en la cuestión de Quebec, es interesante que fuera un hombre que venía del mismo mundo intelectual y político que los independentistas.

Trudeau es el ejemplo más acabado para mí de político de raza e intelectual de fuste que confluyen en una misma persona. Ciertamente es más conocido su papel en la crisis de octubre de 1970, cuando hay una especie de conato de movimiento terrorista en Quebec y sacan el ejército a la calle y sofoca cualquier brote de violencia insurreccional. Es menos conocido, y es muy interesante, cómo es Pierre Trudeau el que consigue darle una nueva constitución a Canadá, la constitución de 1982. Antes era una ley del parlamento de Westminster, Trudeau fue quien consiguió repatriarla: así es como lo llaman. Su obsesión era utilizar la constitución para canalizar las tensiones identitarias de su país. Pensaba que a través de la constitución podía otorgar protección a las distintas culturas que convivían en el país y hacer que se sintieran amparadas. No solo la trae sino que la acompaña de una carta de derechos fundamentales. Y dentro de ella, lo que más le importa son los derechos lingüísticos de los ciudadanos: los derechos de la minoría francófona en todo Canadá y los derechos de la minoría anglófona en la parte francófona.

Dice en el libro que antes de llegar a Canadá era partidario de la visión liberal de la integración, y que allí descubrió las virtudes del multiculturalismo.

Al contrario de lo que predice la teoría, el multiculturalismo no genera guetos ni fragmenta la ciudadanía. No los he visto en Canadá, sí en Estados Unidos o Francia, donde se habla de integración. Lo que he aprendido es que las etiquetas importan poco. Lo que importa es poner una raya y saber qué valores que te traen los inmigrantes vas a tolerar y cuáles no. Es importante elegir qué no vas a tolerar. Lo que no toleras supone al inmigrante un incentivo para no integrarse o no sentirse identificado con el país de acogida. Un ejemplo fácil de explicar es la cuestión de la vestimenta. Hay una cierta renuencia liberal a permitir el uso del velo en las mujeres musulmanas, del turbante en los sijs. Luego ves que mujeres con velo son agentes de la policía montada o que un sij es ministro de defensa. Tengo la impresión de que aquí en Europa pondríamos el grito en el cielo.

En España se utiliza muchas veces el ejemplo de Quebec cuando hablamos del independentismo catalán, tanto desde el lado constitucionalista como desde el lado secesionista. Muchas veces de forma interesada por ambas partes.

La comparación procede. Hay suficientes elementos de tangencia. Canadá es la única otra democracia occidental que ha tenido que afrontar un intento de secesión etnocultural, que se debía a la existencia de una comunidad etnolingüística distinta, y que lo ha superado. Hay una idea equivocada: pensar que se ha superado porque se permitió votar. En ningún caso los referéndums fueron la solución política que el gobierno federal ofreció a Quebec. Fueron referéndums legales pero unilaterales, no acordados. El independentismo los perdió, pero quería otro. No creo que haber votado fuera la clave. Para mí lo fundamental fue la neutralización de la querella lingüística a través de la ley de lenguas oficiales de Canadá, que elimina un sentimiento de agravio, y el paso del tiempo. Las batallas de una generación no siempre se heredan y el tipo de épica que hay que generar para separarte de un país como Canadá no es fácil de producir ni de mantener. Al fin y al cabo es una épica artificial.

Dice que para usted Canadá es el ejemplo de algo que no siempre está claro que exista: el nacionalismo cívico.

Una de las cosas que me chocan al llegar a Canadá es comprobar que el gobierno federal promueve activamente la identidad canadiense, a través de la presencia bastante generosa de la bandera, el himno, de fiestas laicas que se celebran en todo el país, museos, exposiciones, lugares de memoria. Son políticas que no me queda otro remedio que llamar políticas de identidad. Al mismo tiempo, como decía, Canadá es el patrón oro con respecto a la diversidad. Descubro que esas dos cosas son compatibles. Puedes promover un sentimiento de pertenencia cívico y al mismo tiempo promover la mayor cantidad posible de diversidad cultural en el seno del país. Creo que quizá sí es cierto.

La España de Abel (Deusto), el libro que ha editado junto a Aurora Nacarino-Brabo, tiene que ver con esa idea de unidad y diversidad. No sé si la historia española o sus símbolos están más cargados…

Tenemos una circunstancia en común con Canadá. No tenemos una única lengua sobre la cual agrupar nuestra nación. Me gusta decir que España tiene una lengua común, pero no una lengua nacional. En Canadá ni siquiera tienen una lengua común. En ambos casos nos las tenemos que apañar para crear un sentimiento de comunidad que no se basa en un elemento étnico como la lengua. El único nacionalismo que puede funcionar es el cívico. Canadá lo ha conseguido, nosotros estamos en ello.

Pero, al final, ¿no cree que todos los nacionalismos tienen un componente inevitable de autoengaño? Puede que sean necesarios hasta cierto punto para conseguir una determinada cohesión. Pero ¿no tienen algo ineludible de paletada?

No hablaría de autoengaño sino de un cierto encantamiento sobre las bases de tu comunidad, sin el cual yo creo que es muy difícil mantener unida cualquier tipo de comunidad. El patriotismo constitucional es patriotismo constitucional, no administrativo. Brota de un sentimiento de pertenencia y no de un mero asentimiento racional a un conjunto de leyes. Y está bien que haya esa emoción porque solo de la emoción surge el deber de cuidado. Quieres cuidar aquello por lo que sientes afecto.

El embajador de Canadá decía que en los últimos años había aumentado la presencia de símbolos en Canadá.

España no es el único país con problemas para relacionarse con los símbolos nacionales. Es más bien una constante en las democracias occidentales.

La memoria de todos los países es traumática. No es de los temas centrales de su libro, pero hubo injusticias con las primeras naciones y los inuits. Siguen encabezando todas las estadísticas negativas.

El elemento que más tortura a la psique canadiense son las políticas equivocadas y por momentos bastante bestiales que se pusieron en práctica para asimilar a las primeras naciones. Es una discusión viva en Canadá cómo reparar esa deuda y cómo suturar esa herida. De todas maneras es admirable cómo Canadá encara ese episodio oscuro de su pasado, que, sin menospreciar en ningún caso el dolor y sufrimiento que causó a la población aborigen, comparado con los crímenes de otros países no deja de ser un episodio algo menos terrible. En Estados Unidos hubo guerras de exterminio.

Dice que para ellos la frontera no era una cosa tan clara.

Para ellos la frontera entre Estados Unidos y Canadá según dicen cuenta poco, pero lo cierto es que con todas las dificultades es algo objetivo que en Canadá las demandas de los aborígenes encuentran más acogida que en Estados Unidos.

En un momento en el que el rechazo a la migración impulsa movimientos xenófobos y nativistas en buena parte del mundo, Canadá ha sido un ejemplo de acogida. Aunque tiene ciertas ventajas geográficas.

Tiene una única frontera terrestre, con Estados Unidos. Aunque Canadá lleva a cabo una política migratoria bastante humanitaria y liberal no está sometida a las presiones de otros países. Esto les permite seleccionar muy bien el tipo de inmigrantes que quieren. Precisamente esa situación tan cómoda que tienen les permite acoger grandes números de refugiados que buscan en los campos.

En Marginal Revolution Tyler Cowen, cada vez que viaja a un país, hace una lista de sus cosas favoritas. ¿Qué es lo que más le gusta de Canadá y qué es lo que menos?

Mi político preferido es Pierre Trudeau, mi artista preferido es Leonard Cohen, mi paisaje favorito es el otoño en Ottawa, mi comida favorita son las tortitas con sirope de arce. Lo que más me gusta de Canadá es el invierno y lo que menos me gusta es el invierno. En eso soy absolutamente canadiense.

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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