Santo y seña, de Pura López Colomé

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Santo y seña, el último título de Pura López Colomé (ciudad de México, 1952), que le valió el Premio Xavier Villaurrutia 2007 (compartido con Elsa Cross), es un libro en el cual opera una suerte de sacralización de la palabra en el margen de lo pagano; una dignificación del símbolo. En él, las palabras son colocadas en el nivel ontológico de las cosas mismas, mediante oscuras insistencias (fragmentos en cursivas, palabras estrofa que dejan resonar a los fonemas y los multiplican en su ambigüedad) y a través de un extrañamiento del lenguaje que se contagia al lector en forma de nostalgia: añoranza de la materialidad de los símbolos, de la coincidencia entre materia, palabra y pensamiento.

Jugando con la materialidad luminiscente de las palabras, con su ser en la página y en el oído, Santo y seña las distribuye entre el resto de las criaturas del mundo: lo mismo la enigmática “tibuchina” que “memoria”, “meninges” o el preciso adjetivo del bosque “ameno”, prestado del Siglo de Oro. Las palabras son cosas entre las cosas, objetos luminosos que nos llevan a otra parte: como en José Ángel Valente, de la materia a la memoria, en un trayecto de ida y vuelta.

La dicción de los poemas es pausada, regida por la musicalidad plúmbea y vertical del sustantivo solo. Así, el libro alcanza momentos de inusitada violencia, de una exactitud fúnebre (“Un organismo respira/ dentro de una bolsa/ de plástico negra,/ una bolsa de basura./ Se está asfixiando./ Pero así quiere seguir”). Sin embargo, en otros momentos hay una fuerte carga de referencias filosóficas que retarda la entrada en materia, el advenimiento de la imagen; pero cuando esta llega, es otra vez de manera contundente.

Abundan las “fábulas disueltas, ensimismadas” (como reza el título de uno de los poemas) en las que el lenguaje discurre en estructuras arborescentes, siguiendo una línea débil y engarzando las palabras con fragilidad, construyendo una intimidad muy vulnerable. A veces estas “arborescencias”, a las que la propia autora refiere en una de las secciones del libro, ese recorrido casi autónomo del lenguaje, llega a generar largas enumeraciones, juegos periféricos: el centro gravitacional del texto se diluye, se desplaza hacia la copa y a los extremos tenues del poema. Son, en este sentido, poemas excéntricos, rizomáticos. En algunas partes, estos procedimientos también pueden dar pie a una enunciación cercana a la prosa, a la descripción de realidades físicas permeadas de emoción que, sin renunciar a la sensualidad de la imagen, proponen verdaderas tesis (“Amanece el paladar, y en la cúpula de la mente permanece pegado el sabor de las palabras regionales, la sal, el estilo de abordar un tema”, escribe López Colomé en “Agua helada”).

Los poemas de Santo y seña fundan atmósferas naturales atravesadas por un magnetismo antiguo, primigenio, emparentado con la poesía de Georg Trakl. “Carrusel”, uno de los puntos álgidos del poemario, es buen ejemplo de ese tipo de atmósfera:

 

Tres caballos descendieron
                                         [la colina

y entraron, suntuosos,

a la diafanidad del río.

Uno

se fue vadeando junto a mí.

A ratos se detenía a beber.

A ratos me miraba fijamente.

Y entre ambos,

un murmullo antiguo,

peregrino.

[…]

 

Sembrando todo el libro con esporádicas palabras en cursivas (que en un primer momento pueden parecer arbitrarias), la autora va escribiendo un texto paralelo: lenguaje personal o corpus de intimidad críptica. Esta manera de hacer refulgentes ciertas palabras, de dotarlas de un halo místico, ya estaba presente desde Aurora (Ediciones del Equilibrista, 1994), con el que Santo y seña también comparte la preocupación por determinar, ya sea difusamente, los límites de una imago mundi. Pero en Santo y seña la voluntad de destacar esas palabras puerta, esas palabras llave –a las que ha aludido Hernán Bravo Varela–, sobrepasa el recurso tipográfico y se presenta como el motor primero de la creación poética: “Poder decir// sin artilugios,/ filigranas,/ subrayados o cursivas// supremo instante/ de gozo/ sin orillas.”

La intimidad críptica del lenguaje no interpone distancia alguna entre el lector y los poemas; más bien invita al lector a asumir la impenetrabilidad de ciertas palabras, su envés oscuro. De esta forma, en “Almendra” las tres últimas consonantes de la palabra son una puerta hacia su sentido, hacia el “amargor de sangre” de la fruta. La “Almendra”, que también es la “Mandorla” de José Ángel Valente, tiene en sí la nota de su feminidad y, en palabras del poeta español, “simboliza la intersección de los mundos visible e invisible […] donde la separación entre el cuerpo y el espíritu no existe o ya ha dejado de existir”. Palabra puerta, engrane de dos realidades disímiles, la palabra que es santo y seña es la que realiza el “poder decir”, la que trae frente a los sentidos una realidad tangible que es, al mismo tiempo, la carga afectiva que sostiene el discurso poético. ~

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(México DF, 1984) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es La máquina autobiográfica (Bonobos, 2012).


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