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Hace poco hablaba con una amiga acerca de los concursos literarios. Esta chica, que no está familiarizada con el mundillo de la literatura, me preguntaba el porqué del requisito de enviar las obras bajo seudónimo. Le expliqué que es una manera de garantizar —en teoría—la transparencia del certamen. Mi amiga opinó que la medida le parecía de poco valor, ya que, si el concurso está arreglado, el obstáculo del seudónimo se puede sortear con mucha facilidad. Le di la razón: hecha la ley, hecha la trampa. Sin embargo, el seudónimo sí sirve —en teoría—para evitar otro problema, algo que no es una trampa pero que puede generar, de forma voluntaria o no, injusticias: la presencia de una firma reconocida en la portada o al pie de un manuscrito.
Es innegable que saber quién es el autor de la obra que leemos siempre ejerce influencia sobre nuestra lectura. Si leemos a un autor reconocido o a quien admiramos, y el texto no nos gusta demasiado, pensamos: “Bueno, no está tan bien, pero hay destellos de su calidad”. Y si encontramos, en un libro así, algo realmente bueno, creemos que “ahí se aprecia el genio”. En cambio, cuando el texto no nos agrada y no conocemos al autor de la obra, veremos los pasajes buenos como meras excepciones afortunadas, siempre y cuando hayamos llegado hasta ellos y no hayamos abandonado antes esa lectura para dedicarla a algo que realmente valga la pena (por ejemplo, el autor reconocido o admirado del primer caso).
Por tal motivo, el seudónimo en los concursos evita —en teoría— no solo la posibilidad de que el jurado favorezca a los amigos o a quienes por motivos comerciales tengan que ganar, sino también la de que sobrevalore (o menosprecie) un texto por conocer el nombre de su autor.
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Son famosos los casos de escritores reconocidos que, quizá cansados de vivir debajo de sus propios nombres, deciden salir de ahí para ver qué pasa. Como una manera de ocultarse de sí mismos, ejecutan una suerte de antiplagio, es decir, lo opuesto al plagio: en lugar de tomar un texto de otro y presentarlo como propio, ofrecen uno propio como si fuera ajeno.
Doris Lessing lo hizo, antes de ser Premio Nobel. Sintió que la publicaban por el prestigio que se había ganado y no por el valor intrínseco de sus nuevos textos. Escribió uno y lo envió a varias editoriales firmado con un seudónimo. Lo rechazaron en todas. Autores supervendedores como Stephen King y J. K. Rowling vivieron experiencias parecidas: sus libros publicados con nombre falso pasaron inadvertidos (hasta que se supo que era de ellos). El periódico Sunday Times hizo el experimento de enviar a más de cuarenta editoriales y agentes literarios dos fragmentos de novelas ganadoras del premio Booker: In a Free State, de V. S. Naipul, y Holiday, de Stanley Middleton. Solo obtuvieron una respuesta positiva: a una agente le interesó la obra de Middleton. Para Naipul, otro Nobel, fueron todos rechazos.
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Estos casos recuerdan a otras personalidades que, en distintas situaciones, ocultaron su identidad para ver cómo se comportaban los demás cuando no saben quiénes eran. Muchos poderosos han elegido este particular recurso para obtener información de primera mano: desde el episodio mitológico en que Zeus se disfraza de peregrino para comprobar si era cierto que el rey Licaón mataba a sus huéspedes como parte de sus sacrificios humanos (y, como castigo, lo convierte en lobo) hasta el actual rey Abdalá II de Jordania, que en los primeros años de su gobierno se hacía pasar por una persona sin recursos o por periodista para comprobar el funcionamiento de centros asistenciales y otras oficinas del estado.
Se trata en estos casos de una impostura descendente. Es decir, personas que fingen tener menos poder del que en realidad tienen, para de esa manera vivir situaciones que, si se presentaran con su verdadera identidad, no podrían vivir. Es lo que también hace, por ejemplo, Superman, cuando se presenta ante todo el mundo bajo el torpe aspecto de Clark Kent.
Sin embargo, la mayoría de las imposturas del mundo en que vivimos son del orden contrario: imposturas ascendentes. Gente que pretende convencer a los otros de que tiene más poder o más dinero o más sabiduría o más felicidad de lo que en realidad tiene. Y más que los demás. Si esta ha sido una práctica habitual desde tiempos inmemoriales, las redes sociales en internet la han multiplicado de manera exponencial. Nunca fue tan fácil fingir que se lleva una vida distinta de la real como en tiempos de Facebook. El caso de Anna Allen, la actriz española que fingió una carrera en Hollywood, es uno de los más paradigmáticos.
Se podría afirmar, entonces, que cuando un escritor de prestigio lleva a una editorial un manuscrito firmado con seudónimo está practicando una impostura descendente. Y que en un concurso entre cuyos requisitos se encuentra el uso de un nombre de fantasía, todos los participantes practican la impostura, descendente para algunos (los reconocidos), horizontal para los demás (es decir, la gran mayoría).
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Witold Gombrowicz se burlaba de cómo la fama de un autor o de un libro modifica nuestra lectura. “¿Quién de nosotros sabría admirar a los grandes genios —se pregunta uno de los personajes de su novela Ferdydurke—si en la escuela no se le hubiese puesto bien en la cabeza que son grandes genios?”. El mismo personaje explica en otro pasaje que “amamos a Juliusz Slowacki y nos encantan sus poesías porque era un gran poeta”. La misma lógica continúa reproduciéndose hoy en día en todos los ámbitos de la cultura, quién podría dudarlo.
Qué bueno sería poder despojarnos ante cada obra de todos nuestros prejuicios acerca del autor, y valorarla solo por lo que en sí misma tiene de buena o de mala. Y que no nos pasara como al narrador del cuento de Borges que ve tan distintos los idénticos textos de Miguel de Cervantes y de Pierre Menard. Borges lo explica con maestría:
“El Quijote —me dijo Menard—fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor”.
Eso mismo —la incomprensión de la gloria—es lo que deben haber sentido, en el momento de su antiplagio, Doris Lessing y Stephen King y V. S. Naipul. Y tal vez el rey Abdalá II de Jordania y Anna Allen. Y quizá la sienta también cualquier escritor reconocido cada vez que participa con seudónimo en un concurso literario y pierde ante un colega ignoto (pero no se lo cuenta a nadie).
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.