En 2014 entrevisté a Emmanuel Carrère, que acaba de ganar el Premio Princesa de Asturias de las Letras. Esta es la conversación.
“He sido escritor durante treinta años: la primera mitad de mi carrera escribí libros de ficción, la segunda he escrito ese tipo peculiar de libros de no ficción. Algunos son memoirs, pero Limónov no se puede considerar una memoria: si hay que meterlo en una caja, es una biografía extraña. Una novela rusa es una auténtica memoir, un libro autobiográfico donde yo no solo soy el narrador sino el protagonista. De vidas ajenas es en parte una memoir, pero no soy el protagonista. No hay reglas. Lo que hay en común es que hablan de personajes y situaciones reales. No ficcionalizo. Y están escritos en primera persona. Aunque no siempre sea un personaje importante, siempre estoy en ellos”, dice Emmanuel Carrère (París, 1957) en su estudio de su casa del distrito 10 de París. En la mesa tiene un ordenador portátil y se sienta dando la espalda a la ventana.
En El adversario, Carrère contaba la historia de Jean-Claude Romand, que mató a su familia después de vivir veinte años en una mentira. Una novela rusa era la investigación de un secreto familiar y la disección de una ruptura amorosa. De vidas ajenas describía la irrupción de la tragedia, en forma de tsunami y cáncer. Limónov, su libro más reciente, cuenta la vida del disidente ruso Eduard Limónov: “a la vez Houellebecq, Lou Reed y Cohn-Bendit”, es un personaje contradictorio y excesivo, que ha sido delincuente juvenil y poeta de provincias, exiliado y sin techo en Nueva York, estrella literaria en París, defensor de los serbios en las guerras de Yugoslavia y opositor de Putin.
“Empecé a hacer este tipo de libros con El adversario, que trataba de una historia terrible. Fue un libro muy difícil, con un proceso psicológico muy exigente. Había ensayado muchas formas de contar la historia. No podía hacer ficción. No sé por qué. El material se negaba, por mucho que lo intentara. Acabé escribiéndolo de esta forma peculiar, a la que hasta ahora he sido bastante fiel.”
¿Qué debe tener una historia para que usted piense que merece ser contada?
Encontrar la historia adecuada para ti es una parte muy importante del trabajo. Tienes la sensación de que, aunque parezca pretencioso, tú eres la persona adecuada para contarla: tú y nadie más. A veces es una historia íntima, donde eres la mejor persona porque estás ahí. Y otras veces, como en El adversario o Limónov, fue una elección. Es un proceso difícil de entender. Debe tener algo que está lejos de mí, debe exigir un movimiento hacia algo que me resulta ajeno: un hombre que mata a su familia después de mentir durante veinte años, o Limónov, cuya vida sucedió en un mundo totalmente distinto al de mi experiencia. Por otro lado, debe haber algo común, algo que puede estar oculto: tengo que encontrar por qué me fascina algo tan alejado. Hay un equilibrio entre lo que está muy lejos de mí y lo que produce un eco muy íntimo y personal. No puedo teorizar, pero poco a poco sientes que puedes hacer algo con esa historia y que eres la persona adecuada para hacerlo.
A veces pienso que si fuera un pintor haría retratos. Cuando voy al museo me interesa todo tipo de cuadros –los paisajes, la naturaleza muerta, la pintura bíblica o no figurativa–, pero lo que más me atrae es el retrato. Si hubiera sido pintor, creo que habría sido retratista. Y en cierto modo eso es lo que hago en mis libros. A veces hay un modelo, otras veces yo formo parte del retrato, pero debo encontrar el modelo y el lugar adecuado para colocarme, la relación correcta a lo largo del tiempo. Es la parte principal del trabajo, la más interesante y a menudo la más inesperada. No sabes lo que va a ocurrir: si el modelo estará decepcionado, si te llevarás bien con él, si habrá amor, odio o una mezcla de ambos. Limónov es claramente un buen modelo: es uno de esos retratos donde hay luces y sombras, donde existen grandes contrastes, como un paisaje con un relieve brusco.
Tiene una parte que le fascina y otra que le incomoda.
Eso es lo que hacía interesante escribir el libro. Nunca sabía qué pensar de él. Intentaba que el lector experimentase la sensación que yo tenía: incómoda y estimulante. No podía pararme y decir: es un tipo maravilloso o es un cabrón. Hay veces en las que es un cabrón y otras en las que es un hombre noble y valiente. Es como yo lo veo, y creo que el lector también lo percibe así. Nunca intento hacer una síntesis: detenerme en un momento y decir quién es Limónov, lo que pienso de él.
¿Cómo se documenta para un libro como este?
Nunca lo he entrevistado. He pasado tiempo con él. No grabé las conversaciones, no tomé notas, simplemente hablamos. Desde el principio supe que la principal fuente de información serían sus libros autobiográficos, lo que también es un desafío curioso: escribir la biografía de un autobiógrafo. Por supuesto, no es nuevo: hay biografías de gente que ha escrito su autobiografía. Había periodos de la vida de Limónov sobre los que tenía mucha información y otros sobre los que tenía muy poca. No inventaba. Cuando no sé algo, intento que el lector sea consciente de ello y de que estoy intentando saber qué ocurrió. Parte del desafío es ser muy sincero con el lector. Es como llevarlo a la cocina y decirle: Así es como hago los platos, no escondo nada. No es por sinceridad –bueno, igual sí–, sino porque me gusta que el lector participe en el proceso. De modo que comparte mis dudas, mi desaliento, a veces mi excitación.
En el caso de Limónov, el libro está escrito para un lector natural imaginario. Gente como yo, imagino que como tú, aunque podemos tener opiniones muy distintas y ser muy diferentes. Pero básicamente escribo pensando en un tipo de gente: la clase media culta occidental, que está de acuerdo en una serie cosas como la democracia y los derechos humanos. Aquí escribo sobre un personaje que no siente el menor interés por esas ideas, que cree que son tonterías. Tengo cierta complicidad con un lector ideal, que estadísticamente es el lector de mis libros. Tenemos en común esos elementos al margen de que uno esté más a la izquierda o a la derecha. Escribir sobre un tipo que desprecia todo eso, que lo considera pura basura, es interesante porque intentas ver el mundo que te rodea de otra forma, con gafas distintas. Tienes que ver el mundo con los ojos de un hombre que es inteligente y sincero y que cree sinceramente que Ceaușescu, Gadafi y Bashar al-Assad son buena gente, mejores que la gente que nos gobierna a nosotros. Es una diferencia política, pero también más general: es una posición existencial que está muy alejada de la mía o supongo que de la tuya.
En Limónov habla de la “tiranía de las mentes sutiles”. ¿A qué se refiere?
Es un poco irónico, pero también pertenezco a ese mundo y no finjo no hacerlo. Hablo de esa gente de nuestro mundo que piensa que está más informada y es más inteligente que el lector medio de periódicos, y que está obsesionada por la idea de que no le engañen. Normalmente, esas personas tienen visiones muy paradójicas, contrarias a lo que consideran políticamente correcto. Conozco a muchas de ellas; abundaban especialmente tras la caída del comunismo. Tengo un amigo que me dijo completamente en serio: “En Occidente todo el mundo está equivocado con respecto a Putin. En realidad, a Putin no le gusta el poder, lo aburre. Lo que quiere es retirarse a su dacha, con su familia y su perro”. Y me lo decía con toda sinceridad. Es obviamente falso, pero hay gente que preferiría morir antes que decir lo que dicen Le Monde, El País o La Repubblica. Así que había una broma sobre gente que no odio, que son mis amigos, pero a veces son demasiado sutiles. A veces yo soy uno de ellos.
Uno de los momentos más llamativos del libro es la comparación que establece entre Limónov y Putin.
Fue divertido escribirlo. Creo que Limónov la detestó. Hay cosas que son ciertas. Pero no funciona. Básicamente, porque Putin es un hombre de poder, un apparatchik, mientras que Limónov es un rebelde nato y morirá en la piel de un rebelde. Tiene unos setenta años, es pobre, no tiene poder, no está a cargo de nada. Cada vez que ha tenido la oportunidad de llegar a una posición cómoda, ha huido, ha hecho lo peor que se puede hacer para tener una carrera. Eso es algo que respeto por completo. Lo que quiero destacar con ese paralelismo es que lo raro de Limónov, en su paradójica evolución política, es que ahora esté en el lado de los virtuosos, con los demócratas, a quienes ha detestado y desdeñado toda su vida, y que esté denunciando que Putin no sea un demócrata. A Limónov nunca le han interesado la democracia o los derechos humanos. Lo que la gente denuncia de Putin –que es un autócrata, que no quiere que Rusia sea amada sino temida– es, al menos ideológicamente, exactamente lo que cree Limónov. Las circunstancias, los azares de la vida, hicieron de él un opositor de Putin. Pero, si tuviera el poder, creo que sería peor que Putin, que abriría el gulag y mandaría a gente como yo al gulag. Fue divertido escribir esta parte, que sin embargo hay que equilibrar con una completa oposición, que no es política o ideológica sino humana y existencial: Limónov es un rebelde nato, mientras que Putin, obviamente, no lo es. Hay razones para que no te guste Limónov, pero también hay razones para que te guste, para que lo admires. Lo admiro por su coraje, porque siempre paga por lo que piensa y hace, nunca escapa. En ese sentido, aunque no comparta sus ideas, es un hombre respetable.
Dice que es un fascista que siempre está del lado de las minorías.
Eso es lo que hace de él un fascista muy paradójico. En cierto sentido, creo que es un fascista. Al decir eso no pienso en los neonazis, con los que comparte poco. Pero tiene una posición en la vida que es nietzscheana, aunque sea un Nietzsche vulgar y plebeyo. En otro sentido, lo que hace de él un fascista paradójico es que está del lado del pequeño, del pobre, del que no tiene importancia. Eso, según nuestros criterios políticos, podría hacer de él un populista. Con esa palabra siempre soy cauteloso, porque nuestras élites –a las que en cierto modo pertenezco– tienen una tendencia a considerar que la gente no piensa bien y que habría que cambiar al pueblo porque es populista.
El libro también es un panorama de algunos de los grandes acontecimientos de las últimas décadas.
Tenía que repasar todos los acontecimientos históricos de los que yo, que tengo 55 años, he sido contemporáneo: fui testigo desde una distancia enorme, como alguien que no participó. Leía el periódico, veía las noticias y hablaba con gente. Pensar en todos esos acontecimientos desde mi punto de vista, que es el punto de vista de un intelectual burgués, más bien de izquierdas –pero, seamos sinceros, una izquierda muy suave–, y verlos desde el punto de vista de un tipo que no es que esté al otro lado de nuestro tablero de ajedrez, sino en un mundo totalmente distinto, era estimulante. Intento revisar algunos de los momentos más confusos de la historia contemporánea, como las guerras de los Balcanes. Las seguía por los periódicos, pero creo que no entendía nada. En el momento, estaba la historia –que creo que es básicamente cierta– de que los serbios eran los malos y los bosnios eran las víctimas. Es sencillo, pero cierto. Sin embargo, si entras en los detalles, descubres muchas complicaciones y eso es lo interesante: lo complicado que es el mundo, lo difícil que es tener un juicio moral y estar absolutamente seguro de lo que crees. Es una línea muy fina: tienes que intentar hacer justicia a la complejidad del mundo, pero también escapar al relativismo total, que no me gusta nada. Aunque sea cierto que todo el mundo tenga sus razones. No creo que las personas de un lado sean asesinos y las del otro ovejas inocentes. Pero no puedes evitar elegir y escoger un lado, que es algo que no había hecho en la época. Hay que encontrar un equilibrio entre la asunción de la complejidad y el relativismo completo.
Por un lado, se trataba de escribir una novela de aventuras, picaresca, con un personaje que es muy bueno para eso por su energía, su vitalidad. Incluso cuando lo odias sientes cierta indulgencia, como si fuera un niño: ¿qué inventará? Y por otro lado, era una especie de libro de historia de los últimos treinta años. Era un proyecto ambicioso: a veces muy difícil, pero bastante divertido. Y creo que hay algo en la forma en que está escrito que lo transmite. Cada escritor o al menos cada libro tiene una especie de tempo personal. Este no es mi ritmo. Es una especie de allegro stacatto, que se corresponde más con el tempo de Limónov que con el mío. Creo que lo impuso como escritor y como ser humano, y yo me apropié encantado de ese tempo. Mi ritmo es más lento, más introspectivo. En ese sentido, fue una gran experiencia. A veces estaba totalmente perdido y me preguntaba: ¿por qué estoy escribiendo sobre este cabrón? Pero, cuando lo pienso, lo que domina es una sensación de rapidez, de exhilaration. Eso explica algo que me ha sorprendido: el éxito del libro. No lo escribí creyendo que sería un fracaso, pensaba sinceramente que era bueno, que interesaría a los lectores, pero no imaginaba que fuera a leerlo tanta gente. Es un libro sobre política rusa y sobre un personaje que puede parecer un mal tipo. No pensé que fuera muy universal. Pensaba que era interesante pero especializado. Y me sorprendió que tuviese tanto éxito en Francia y otros países.
Ha pasado mucho tiempo en Rusia en los últimos años y ha escrito sobre ese país en varios de sus libros. ¿Cómo analiza la situación política?
Es un país duro y brutal, nada agradable, pero fascinante. Es muy vivo y eléctrico. Y más cuando vienes, como yo, de un lugar que, pese a su pobreza creciente y sus dificultades sociales, frente a Rusia es un país calmo. O lo era. No soy un analista económico o político, pero creo que pronto estaremos en la misma situación que los españoles y cada vez es más difícil considerar que nuestros países son países tranquilos. El creciente empobrecimiento y desempleo harán que estemos cada vez menos protegidos de las vicisitudes de la historia.
¿Cree que Rusia evolucionará hacia la democracia?
Soy muy cauteloso con ese tipo de frases. Tengo buenos amigos rusos. Pero son gente como yo. Básicamente, gente de clase media de las grandes ciudades, culta, periodistas… Es una minoría muy pequeña. En diciembre de 2012, cuando se produjeron las manifestaciones después de que Putin y Medvevev intercambiaran sus puestos, sin tomar siquiera la precaución de fingir que pareciera un poco decente y diciendo a la gente: es cosa nuestra, somos los jefes, mucha gente estaba escandalizada. En ese momento, no lo esperaba en absoluto. Fui a las manifestaciones. Y pensé que cambiaría algo. Sabía perfectamente que la gente que se manifestaba no era la Rusia profunda. Pensaba que era la parte más dinámica y activa del país. También pensé que no era tan peligroso para el poder, porque esa gente no quería la revolución. Limónov es el único que desea una revolución, y está muy solo. Las personas que se manifiestan en Rusia no quieren una revolución. Tuvieron una y no quieren otra. Quieren reformas muy razonables: más libertad –no necesariamente de expresión, porque hay mucha libertad de expresión en Rusia–, instituciones más decentes. Son cosas que el poder podría permitirse. Hay un terrible retraso: el poder va muy por detrás de la sociedad y, curiosamente, creo que al poder no le costaría dar lo que la sociedad pide. No es un problema tan grande. Pero el poder es cada vez más fuerte o al menos más duro. Eso me parece absurdo: actúa contra sus intereses. Quizá subestimo el peso de la tradicional paranoia del poder, la sensación de que tienes que controlarlo todo, de que cada voz disidente es una amenaza. Lo extraño es que las voces disidentes son muy razonables en Rusia. Nadie quiere un baño de sangre, nadie quiere tomar el palacio de invierno y poner la cabeza de Putin en una estaca. Salvo Limónov. De todos modos, no confío en mí como observador de Rusia: creo que soy demasiado optimista. Me parece que la evolución normal, deseable e inevitable es que la gente que encabeza las manifestaciones, aunque solo sea por razones generacionales, esté liderando el país en diez años. Pero puedo estar completamente equivocado. Es lo que temo.
De vidas ajenas habla de cómo la tragedia irrumpe en la vida de distintas formas. Pero también trata una cuestión que está de actualidad: los abusos de las entidades de crédito.
Cuando escribí sobre eso, se hablaba mucho menos de ese fenómeno que ya era importante. Yo no soy rico, pero llevo una vida bastante cómoda. Y de hecho, sinceramente, no he tenido problemas de dinero. Era pobre de joven, como es normal. Pero nunca tuve problemas de verdad para pagar el alquiler, no tengo una experiencia directa de la pobreza. Conocí a Étienne, el juez, el protagonista del libro, que como yo es un burgués y siempre ha tenido dinero para pagar el alquiler, pero que era muy consciente de lo que sucedía en un departamento no muy pobre de Francia: la gente estaba en situaciones terribles. Y eso era absolutamente común, y crecía y era cada vez más insoportable. Intenté abordar el asunto no como si escribes un editorial en el periódico, sino desde el nivel más bajo, de una manera muy precisa y desde el punto de vista técnico de un juez. Se trataba de que para el lector fuera interesante leer 50 páginas muy técnicas sobre leyes, jurisdicción, endeudamiento, sobre el conflicto entre la legislación europea y la nacional. Uno de los asuntos que hacen que me guste trabajar en el campo de la no ficción es que a veces encuentras algo que no puedes prever e intentas entenderlo y también explicárselo claramente a un lector que no sabe más que tú del tema. Hay una dimensión pedagógica que me atrae. Está cerca del trabajo del periodista. Me gusta escribir como un periodista. Es lo que hice en esa parte del libro. Era interesante y natural mezclar ese asunto con otras historias del libro: cáncer, amistad, justicia. Suena pomposo, pero es un libro sobre el amor y la muerte. Y me alegró tener la oportunidad de abordar asuntos tan grandes e intimidantes de una forma sencilla y natural. Disfruté mucho con ese libro, aunque tenga cosas muy tristes. No puedo decir que fuera agradable escribir algunas partes, pero tenía una relación de confianza con la gente sobre la que escribía. Confiaban en mí; yo quería recompensar esa confianza y creo que lo hice. Me parece que es mi mejor libro. No del que estoy más orgulloso, sino el que estoy más contento de haber escrito.
¿Le preocupa la reacción de la gente que aparece en sus libros?
Tuve una experiencia terrible, que conté en Una novela rusa: hice las peores cosas que puede hacer un escritor y produje las peores consecuencias. Quizá no las peores: no murió nadie. Hice daño a gente. No reniego de él, pero no querría escribir un libro como ese otra vez. Pienso que, como regla general, no deberías hacer daño a la gente. Es una regla que transgredo. Con ese libro, hice daño a gente y sabía de antemano que iba a ser así. Pero eso no significa que esté en contra de la regla: creo en esa regla, aunque no la respetara esa vez. También depende de los personajes. Me alegra que a Limónov le guste el libro, o que al menos esté contento de que el libro exista. Si Limónov se hubiera ofendido, no me habría importado. Es una figura pública, él ha escrito cosas horribles sobre otras personas, es un adulto. No considero que deba tratarle con el mismo cuidado que a los personajes de De vidas ajenas: son personas privadas con un completo derecho a su intimidad y tenía mucho miedo de hacerles daño. Por eso prometí que les dejaría leer el libro antes de que se publicara y prometí cambiar lo que hubiese que cambiar. Con Limónov no tuve esos escrúpulos. Pensaba: si le gusta, bien; si no, no me importa.
Me gusta la anécdota cuenta sobre Herzog. He buscado el libro, pero no he conseguido encontrarlo.
Está agotado desde hace casi treinta años. Durante muchos años perdí el interés por las películas de Herzog, quizá porque esa entrevista fue muy desagradable. Pero en los últimos diez años he visto todas sus películas, que básicamente, como al principio, son documentales. Lo que me emociona es ese aspecto documental que tienen incluso sus películas de ficción. Cuantos menos elementos documentales tienen, menos me gustan. Ahora hace más documentales. No sé si has visto Grizzly Man, que es increíble. Es un director fascinante. Y es curioso: yo me he trasladado de una manera extraña a esa línea estrecha entre la ficción y lo documental, donde la parte documental es cada vez más importante. En cierta forma, me siento más cerca de él. Quizá debería mandarle el libro y pedirle que lo lea y nos veamos. No creo que recuerde el episodio. Me parece que estaba totalmente loco en la época. Pero sería interesante tener un encuentro treinta años después. Yo tengo cincuenta y cinco años, él setenta, y quizá sea el mismo hombre y otro muy distinto.
¿Cree que volverá a escribir ficción?
No lo sé. No tengo un punto de vista ideológico, como otra gente que dice que la novela está muerta. Me gustan las novelas, las leo, pero creo que ya no escribiré ficción. Puede ocurrir y me gustaría. Si me dices: te doy unos meses para escribir una, diría: no puedo. Si tuviera una idea para una novela, le daría la bienvenida. Pero no lo necesito.
Recuerdo que una vez hablé de eso con Jean Echenoz. Él decía: ahora, en este momento de mi vida, no tengo apetito de ficción. Respondí: yo tampoco. Lo que es extraño es que, cuando estás convencido de que sigues tus impulsos más íntimos y eres muy fiel a ti mismo, levantas la cabeza y descubres que estás haciendo lo mismo que todos los demás. Cuando era joven, odiaba esta idea. Ahora, la verdad, no me preocupa.
En algunos de sus libros hay un impulso autodestructivo. Y otras veces hay una sensación de desnudez. Una novela rusa me impresionó: pocas veces he visto a un autor tan expuesto.
Ayer tomé una copa con una chica que conozco, bastante joven, de veinticinco o treinta años. Estaba molesta. Me dijo: “He leído Una novela rusa. Te conozco y me caes bien, pareces un buen tipo, y leo el libro y eres un gilipollas, un tipo realmente desagradable”. Y yo comparto esa sensación de incomodidad. Me defiendo diciendo: Es cierto, al menos era sincero. Aun así, ser sincero está bien, pero no es suficiente. Tengo sensaciones contradictorias con respecto a ese libro. Pero no lamento haberlo escrito. En cierto modo, fue muy amargo, pero también me salvó la vida.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).