Históricamente, el PP y su antecedente AP han sido partidos que se han opuesto a ampliar ciertos derechos civiles y sociales. Se opusieron al divorcio, al aborto y a su ley de plazos y al matrimonio igualitario. Sin embargo, una vez llegaban al poder, los populares renunciaban a deshacer esos cambios y lo dejaban estar. Cuando algún incauto como Gallardón se tomó en serio la tarea de desandar lo andado, Mariano Rajoy se deshizo de él mandándolo al armario donde se acumulaban los cadáveres de sus rivales políticos. El PP ha sido, por tanto, un partido conservador al uso, por más que alguna izquierda, hoy muy ofendida por los calificativos hiperbólicos, tratara de presentarlo como “la derecha extrema”.
Ese conservadurismo casi oakeshottiano de Rajoy, que puede resumirse en la preferencia de “lo familiar a lo desconocido”, ha dado paso a un liderazgo nuevo e ideologizado que encarna Pablo Casado. El flamante presidente del PP ha dicho recientemente que su partido tiene la intención de derogar la ley actual sobre interrupción voluntaria del embarazo para retroceder más de tres décadas hacia una regulación de supuestos. De acometer esta propuesta, Casado podría transformar la naturaleza del PP, que dejaría de ser un partido conservador para convertirse en un partido reaccionario (que opone a una acción otra acción).
Por supuesto, no es la primera vez que los populares anuncian que revertirán una reforma para dejarla intacta tras alcanzar el poder. Y ni que decir tiene que, por muchas ganas que Casado tenga de cumplir lo anunciado, lo va a tener muy difícil con un parlamento fragmentado en el que gobernar pasa por llegar a acuerdos con otros partidos que no estarán dispuestos a seguirle en su regreso al pasado.
No obstante, hay motivos para temer una deriva reaccionaria de los populares, más allá de la ideología personal de Casado y de su lenguaje grueso, tan alejado del metal un tanto campechano y afable de Rajoy. Las razones hay que buscarlas en ese parlamento fragmentado al que ha dado origen el fin del bipartidismo. Por un lado, la fuerte irrupción de VOX, una formación abiertamente reaccionaria, obliga al PP a competir en su flanco derecho, un polo que tradicionalmente no se ha visto en la necesidad de cubrir debido a la ausencia de competidores hacia el extremo.
Por otro lado, la intensificación de la competencia ha reducido los espacios electorales: si los grandes partidos que protagonizaron el bipartidismo basaron sus estrategias en ofrecer proyectos amplios en los que cupieran amplias porciones del electorado, en el parlamento actual formaciones con discursos menos inclusivos pueden ser exitosas. Con dos o tres partidos moviéndose en un intervalo ajustado y superando el umbral del 20% de los votos, la clave de la formación de gobierno se traslada a las negociaciones poselectorales.
En este sentido, es posible que Casado entienda que debe proteger su flanco derecho ante la caudalosa fuga de votantes hacia VOX, para después presentarse a la negociación poselectoral como un bloque de derechas frente a las alternativas de centro y de izquierdas.
La propuesta de Casado de derogar la ley de plazos para el aborto contrasta con el discurso que el líder de los populares pronunció hace solo unos días durante la Convención Nacional de su partido, cuando reivindicó un PP “liberal”. Da cuenta del maltrato al que se somete en nuestro país al liberalismo, deformado en muchos casos hasta aparecer como una figura esperpéntica, mezcla de tradicionalismo y tacañería adornada de minarquismo.
Las palabras de Casado sorprenden también por su malograda audacia. Si históricamente se han esgrimido convicciones morales para justificar posiciones reaccionarias, el líder de los populares ha decidido innovar discursivamente para añadir un argumento economicista: “Si queremos financiar las pensiones debemos pensar en cómo tener más niños y no en cómo los abortamos”, ha afirmado.
Creo que Casado se equivoca de argumento, pues las creencias personales de cada uno, aunque no compartidas, suscitan más respeto que el exhibido anumerismo. La cifra de hijos por mujer disminuye a medida que aumenta la renta, la educación y el acceso a los anticonceptivos, solo para repuntar ligeramente de nuevo en los países más ricos e igualitarios. Desde luego, España tiene un grave problema de natalidad y de inversión de su pirámide demográfica: cada vez vivimos más y nacen menos niños (el año pasado, de nuevo, el número de defunciones en nuestro país superó al de nacimientos), y eso plantea un desafío para el Estado de bienestar.
La cuestión se agrava si tenemos en cuenta que nuestro mercado laboral es atípico. Un paro estructural alto, una fuerte dualidad que condena a las mujeres y a los jóvenes a la precariedad, y que les impide tener la estabilidad e independencia económica suficientes para poder formar una familia. Las españolas se ven obligadas a retrasar la maternidad hasta los 32 años de media, lo que nos convierte en las madres más tardías de la OCDE. Posponer esta decisión facilita la aparición de problemas de fertilidad que en muchos casos implican no poder tener hijos. Finalmente, las españolas tienen menos hijos de lo que desearían. Y tampoco las inmigrantes resolverán el problema, pues su tasa de fecundidad (hoy rondan los 1,7 hijos por mujer frente a los 1,3 de las españolas) tenderá a igualarse con la de las mujeres autóctonas a medida que converjan socioeconómicamente.
Las sociedades occidentales se caracterizan por tener índices de fecundidad bajos, pero eso no significa que no podamos hacer nada. Debemos poner en marcha políticas de conciliación que tiendan a la equiparación y aumento de permisos de maternidad y paternidad (sin esta equidad nunca resolveremos la brecha salarial a la que la desigual legislación condena a las mujeres), invertir en la gratuidad de la educación de cero a tres años y resolver la dualidad laboral que se ceba con los jóvenes. Invertir en los jóvenes es invertir en el futuro del país, y ello nos obliga a revisar el pacto intergeneracional.
Derogar la ley del aborto puede consolar alguna creencia moral respetable, pero no va a resolver ni uno solo de los problemas de España. El PP de Casado debe elegir si quiere ser un partido conservador o un partido reaccionario. En todo caso, lo que nuestro país necesita es una coalición reformista.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.