En Broken Flowers el nuevo y excelente film de Jim Jarmusch, ganador del Grand Prix en el último Festival de Cannes Bill Murray vuelve a hacer lo que mejor hace: desaparecer para así ser más visible que ningún otro. Personas ni buenas ni malas pero, invariablemente, excelentes personajes. Broken Flowers prolonga la buena racha iniciada con Rushmore, The Royal Tenenbaums, Lost in Translation y The Life Aquatic. Me explico: un método actoral donde mucho menos es mucho más y cada mínimo gesto cuenta y “lo cómico” no está reñido en absoluto sino todo lo contrario con “lo trágico”. Cuerpo normal y cara de nada (el rostro de Murray casi como una pantalla donde proyectar nuestro propio rostro) y allá vamos. Porque las películas con Bill Murray son, siempre, películas de Bill Murray. Y está bien que así sean y que así sea.
VER. Como el mismo Bill Murray explica en una entrevista incluida en el DVD de Rushmore la pequeña gran película que lo elevó a esas alturas de las que ahora disfruta lo suyo es: “llevar el control de mi carrera; escoger guiones buenos sin preocuparme demasiado si lo que me tocará es un protagónico o un secundario; y disfrutar de este gratificante equívoco en el que parezco haberme convertido, en una suerte de actor fetiche para los mejores directores jóvenes que, además, se ponen a escribir guiones pensando nada más que en mí… Digamos que tuve la suerte de ser loco al principio y cuerdo al final; no conviene empezar como cuerdo y terminar loco”. Y Bill Murray sabe de lo que habla. No es fácil ver a Bill Murray. Bill Murray ha hecho demasiadas películas malísimas; unas cuantas películas aceptables redimidas por su presencia (pensar en Ghostbusters) y es especialista en secundarios de esos que se roban la función; como sucede en Tootsie, en What About Bob?, en Ed Wood, en The Craddle Will Rock, en Money and Cigarettes y en The Royal Tenenbaums.
La crema de la crema de Bill Murray son, apenas, seis películas y una rareza tan rara que merece comentarse.
La rareza es la versión de The Razor’s Edge que protagonizó y produjo Bill Murray en 1984. Decisión extraña luego de la adoración popular conseguida en Ghostbusters: elegir el papel del héroe de un clásico de Somerset Maugham que ya había sido inmortalizado por el galante Tyrone Power y convertirse en un emigré iluminado en París y en el Tíbet. La película fue un fracaso de proporciones épicas, Bill Murray se deprimió y dejó todo por un tiempo y, sí, se fue a París.
Y las seis obras maestras son:
Groundhog Day: Indiscutible clásico de 1993 que parece escrito en colaboración por Franz Capra y Frank Kafka. O algo así. Cumbre de la comedia “física” y frenética del por lo general “químico” y apacible Bill Murray es la película en la que más se acerca a las proezas hipercinéticas de Steve Martin en All of Me o Tom Hanks en Big combinada con una extraña profundidad místico-filosófica en la que el frenesí slapstick aparece apoyado, siempre, en una sabiduría agridulce y cínica como sólo puede ser la de Bill Murray. Aquí, el periodista televisivo Phil Connors, atrapado en un loop espacio temporal el provinciano Día de la Marmota sólo descubre que “ser bueno” puede ser la solución a su problema recién al final de la película. No es raro que Groundhog Day sea una de las películas favoritas de discípulos de Wittgenstein y de budistas de fuste. Hay más auténtico y puro zen aquí que en todos esos delirios matrix-samurais de los efectistas últimos tiempos.
Mad Dog and Glory: Bill Murray protagoniza junto a Robert De Niro este guión del novelista Richard Price. Un gángster que sólo sueña en triunfar como stand-up comedian (un intimidante Murr) se enfrenta a un policía forense, apacible y opaco (De Niro), para decidir a cuál de ellos es dueño del corazón o del cuerpo de Uma Thurman. Sórdida y tierna aunque esto parezca imposible al mismo tiempo.
Rushmore: Magnífica variación salingeriana girando alrededor de Herman Blume, un magnate melancólico (Bill Murray), cuya vida cambia al conocer a Max Fischer, un estudiante adicto a su escuela (Jason Schwartzman). Evidencia incontestable de que una art movie puede ser “linda” y una de las cumbres actorales de Bill Murray, quien puso 25,000 dólares de su bolsillo para que Anderson pudiese filmar una escena nueva para la que los estudios Disney no querían agregar dinero. La película desborda de Momentos-Murray, pero hay un instante mágico y que quedará para la Historia: aquella breve escena con villancico de música de fondo en la que Blume conoce al padre de Fischer, un peluquero magistral y sensiblemente actuado por el cassavetiano Seymour Cassell. Como somos muchos lo que pensamos lo mismo, cito aquí lo que en su momento escribió el crítico Anthony Lane en The New Yorker: “Max avergonzado por su origen humilde siempre le ha dicho a sus compañeros adinerados que su padre es un neurocirujano, y no es sino hasta casi el final de Rushmore cuando Blume descubre la verdad. Max le presenta a su padre peluquero: ‘Mi padre’, dice. Y si quieren elegir una sola toma entre todas las películas de este año, quédense con la mirada en los ojos de Bill Murray mientras le estrecha la mano al padre de Max: desconcierto, incredulidad, una pizca de indignación, la calma velocidad de la verdad y, al final, la perfecta gentileza del sentirse emocionado. Todo el asunto demora unos cuatro segundos: esto es lo que se conoce como actuar.
The Life Aquatic: Su maravillosa tercera película junto a Wes Anderson donde Murray es Steve Zissou: una tierna y amoral mezcla de Jacques Costeau, Capitán Haddock y Ahab. Un delirio casi psicotrónico pero con alma protagonizado por un Bill Murray cada vez más impasible y, al mismo tiempo, sensible. El tema aquí vuelve a ser como en todo el cine de Anderson la búsqueda de la familia ideal, el padre como fantasma vivo, la tristeza de saberse diferente y mejor en un mundo peor e inocurrente. Y aquí están dos momentos perfectos e inequívocamente murrayanos: la escena del motín (cuando Zissou pregunta: “¿Pero es que ya no les caigo bien?”) y, cerca del final, el llanto desconsolado y epifánico frente al absurdo y hermoso tiburón jaguar o lo que sea.
Broken Flowers: Versión indie y desencantada pero sensible de A Letter to Three Wives (1949) de Joseph L. Mankiewicz. Aquí Bill Murray es Don Johnston quien, a su vez, es Bill Murray, claro. Un hombre que hizo buen dinero en el negocio de las computadoras y ahora retirado y abandonado por su novia Sherry (Julie Delpy) recibe una carta sin firma que pone todo en movimiento. En la carta, una novia que no se identifica, le hace saber que es padre de un hijo de diecinueve años que ha huido de casa para conocer a su padre. Así que Murray con la ayuda de un vecino con ínfulas detectivescas parte en un periplo sentimental en busca de sus ex amantes. Y así reconoce a Laura (Sharon Stone), Dora (Frances Conroy), Carmen (Jessica Lange) y Penny (Tilda Swinton). Casi nada. Y pocas veces todas y cada una de ellas han estado tan formidables. Y ya lo dije: Murray es, al principio de Broken Flowers, un jarrón vacío. A la altura del The End, somos nosotros quienes lo hemos llenado hasta los bordes. Si todo va bien, si hay justicia en este mundo, el próximo marzo le devolverán el Oscar que le robó Sean Penn.
Y, claro, recuerden, la inolvidable Lost in Translation.
MIRAR. Lost in Translation puede entenderse como una curiosa mezcla del Brief Encounter de David Lean, del Last Tango in Paris de Bernardo Bertolucci, y del Before Sunrise de Richard Linklater. La melancolía adúltera de la primera, el angst extranjero de la segunda, la felicidad intensa pero breve de la tercera. Todas fundiéndose en algo que no es una película de amor sino como las citadas más arriba, como también lo son Singin’ in the Rain, The Graduate, Melody o Manhattan es una película sobre enamorarse. Una película que sin que le cueste esfuerzo alguno nos obliga a enamorarnos del modo en que Bill Murray se enamora en Lost in Translation. Y es una película de y con y para Bill Murray si alguna vez la hubo. Es una película donde Bill Murray muestra y demuestra a todos aquellos que siempre lo consideraron un eficaz y diferente cómico surgido de la troupe del teatro Second City y de los gags televisivos de Saturday Night Live que es también alguien dotado de esa gravitas natural de raros y alternativos como Buster Keaton o James Stewart o Peter O’Toole o Marlon Brando o Johnny Depp: gente que actúa, sí. Pero no son exactamente actores; porque se dedican a hacer de ellos, de esa parte de ellos que está en todos nosotros. Consumados maximinimalistas imposibles de traducir que saben que no se trata de aquello de “menos es más” sino de que lo justo, lo exacto, es lo más. Artistas que se dedican a lo suyo y a lo nuestro.
Y Bill Murray nacido en 1950, quinto de nueve hermanos, expulsado de los Boy Scouts, alguna vez preso por contrabando de marihuana es, finalmente, como ya se dijo, la mirada de Bill Murray. Uno de esos tipos que actúan más con los ojos que con el cuerpo. El modo en que Herman Blume mira a Max Fischer cuando este le revela su estrategia existencial, su credo filosófico: “El secreto está en encontrar algo que amas hacer y entonces hacerlo por el resto de tu vida”. El modo en que el desencantado Bob Harris de paso por Tokyo para filmar un comercial de whisky mira a la deliciosa Charlotte (la actriz Scarlett Johansson) mientras le canta una canción con modales de karaoke. Una mirada hecha canción cuando Murray le canta y la mira y se enamora de ella y descubre que, tal vez, la vida vale la pena después de todo. Una tan absurda como desgarrada interpretación de More Than This que a partir de ahora del mismo modo en que As Times Goes By es patrimonio de Bogart desde Casablanca pertenecerá sólo a Lost in Translation, a Bill Murray.
“Más que esto… Ya sabes, no hay nada”, canta allí Bill Murray, acaso explicando el intransferible secreto de su Método, mientras mira, la mira y nos mira.
Y Bill Murray no miente, y no se equivoca, y tiene razón. –
es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).