Ilustraciones: Ed Carosia

El espejismo espaƱol

La crisis espaƱola ha supuesto una conmociĆ³n para varias generaciones que daban por hecho el bienestar y el crecimiento. Sin embargo, el origen de este estrĆ©pito es, como cuenta Arias Maldonado, el mismo que el de todas las crisis: haber gastado mucho mĆ”s de lo que se tenĆ­a. Ahora, nos dice, ha llegado el momento de enfrentar la realidad y pagar las deudas.
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I confided that to one of my students– that my home was going to pieces.
To which he made his reply: “
It shows.”
Kurt Vonnegut, Jailbird

 

Ya dejĆ³ dicho Susan Sontag que tan importante como una enfermedad son sus metĆ”foras. Y lo mismo cabe decir de las crisis econĆ³micas, que vienen a ser como las enfermedades del capitalismo. Algunas son leves, como un resfriado, pero otras amenazan con llevarse al paciente por delante, que es lo que sucede con la profunda crisis socioeconĆ³mica que padece EspaƱa desde hace casi cuatro aƱos y para la que aĆŗn no se vislumbra salida alguna. Para describirla, los espaƱoles se han inclinado sobre todo por una metĆ”fora sencilla: el final de fiesta. De manera que, como sucediera en la Argentina menemista que cambiaba un peso por un dĆ³lar y en tantos otros delirios repentinos de grandeza, EspaƱa habrĆ­a actuado como el nuevo rico que se entrega a la ostentaciĆ³n y el pavoneo cuando vienen bien dadas, hasta que una brusca sacudida lo devuelve a la realidad. Es, aproximadamente, lo que ha pasado. Sin embargo, esta metĆ”fora oculta mĆ”s de lo que revela. Y por ello acaba diciendo mĆ”s sobre los espaƱoles que sobre la crisis que padecen.

Desde luego, hubo una fiesta. DespuĆ©s de lograr la entrada en la moneda comĆŗn europea, EspaƱa se convirtiĆ³ en el alumno aventajado del mundo desarrollado: su tasa de paro se redujo a niveles inĆ©ditos, se alcanzĆ³ el superĆ”vit fiscal, el crecimiento era constante, llegaron inmigrantes en cantidades ingentes y florecĆ­an autopistas y trenes de alta velocidad. Al tiempo, multinacionales como Zara o TelefĆ³nica se lanzaron a la conquista de las provincias exteriores. ¡El milagro espaƱol! De repente, una versiĆ³n corregida y aumentada del desarrollismo tardofranquista: la prosperidad democrĆ”tica. AsĆ­ se lo hizo saber al mundo el entonces presidente Zapatero, al sugerir que, tras alcanzar la renta per cĆ”pita de Italia, nos lanzĆ”bamos a superar nada menos que a Francia.

En esas estĆ”bamos cuando el mercado financiero internacional colapsĆ³ tras la crisis de las subprime y EspaƱa se derrumbĆ³ como un castillo de naipes. Ahora, el desempleo supera el 24% de la poblaciĆ³n activa y afecta a mĆ”s del 50% de los jĆ³venes (hasta el punto de que uno de cada tres parados europeos es espaƱol), la economĆ­a estĆ” oficialmente en recesiĆ³n, los bancos esperan a ser rescatados y los impuestos suben mientras las prestaciones pĆŗblicas bajan. Basta pasear por una ciudad espaƱola cualquiera para contemplar un paisaje fantasmagĆ³rico: bloques de viviendas sin vender, locales comerciales vacĆ­os, aeropuertos sin aviones. Hasta los inmigrantes se han ido; solo quedan los turistas. EspaƱa estĆ” –aunque no se diga, porque no se puede decir– arruinada. Se acabĆ³ el guateque.

Sucede que los espaƱoles no parecen haberse percatado de que, en sentido propio, no hubo tal fiesta, por la sencilla razĆ³n de que todavĆ­a no se ha pagado. Porque gastamos un dinero que no tenĆ­amos, un dinero que habĆ­amos pedido prestado porque era barato hacerlo –administraciones pĆŗblicas, bancos, clubes de futbol, ciudadanos– y ahora tenemos que devolver: el gasto de antaƱo es la deuda de hogaƱo. ¡Nuestra deuda pĆŗblica y privada asciende al 394% del PIB! O sea, que creĆ­amos ser ricos y en realidad somos pobres, o al menos mucho mĆ”s pobres de lo que habĆ­amos imaginado. De manera que EspaƱa ha sido, por emplear la cĆ©lebre narraciĆ³n de Bioy Casares, como una gigantesca invenciĆ³n de Morel: durante aƱos ha vivido un gran espejismo, una prolongada alucinaciĆ³n. Y esta es una metĆ”fora mucho mĆ”s adecuada para explicar lo sucedido, porque apunta hacia las raĆ­ces profundas de la crisis, es decir, hacia una sociedad mal concebida y peor organizada. Naturalmente, es tambiĆ©n una sociedad inclinada al autoengaƱo, que prefiere culpar de su crisis a los chivos expiatorios habituales –los mercados internacionales, el neoliberalismo rampante, el gobierno alemĆ”n– antes que enfrentarse a su difĆ­cil realidad.

Si hay un fenĆ³meno que condensa narrativamente esa gran ficciĆ³n colectiva es la burbuja inmobiliaria. Durante una dĆ©cada, la construcciĆ³n fue –junto al turismo– la principal industria espaƱola. Se iniciaron miles de promociones, los precios no dejaron de subir ni los espaƱoles de pagarlos, mientras la banca concedĆ­a crĆ©ditos hipotecarios sin preocuparse por la solvencia de los beneficiarios. Hay que aƱadir que los beneficiarios tampoco se preocupaban mucho por su futura capacidad de pago. Naturalmente, una sociedad de hipotecados es una sociedad inmĆ³vil, lo que no contribuye ni a la circulaciĆ³n de las ideas, ni a la eficacia del mercado de trabajo, ni a la desactivaciĆ³n del localismo regional. Pero nadie querĆ­a quedarse sin su pisito, arraigada como estĆ” entre los espaƱoles la idea de que arrendar la vivienda propia es tirar el dinero, una idea que los sucesivos gobiernos han reforzado otorgando beneficios fiscales a la propiedad y no al alquiler. Esto, dicho sea de paso, es una vieja querencia ibĆ©rica, como el cine de los sesenta dejĆ³ demostrado: en El verdugo de Luis GarcĆ­a Berlanga el personaje interpretado por Nino Manfredi acepta esa peculiar ocupaciĆ³n a fin de acceder a una vivienda en propiedad. A ello hay que sumar el efecto imitaciĆ³n, que empujaba a la compra incluso a los mĆ”s renuentes, ante el riesgo de que la espiral alcista de los precios nunca se detuviera: si JuliĆ”n e incluso Pablo han comprado, ¿cĆ³mo no voy a comprar yo? A su vez, atraĆ­dos por la promesa del dinero rĆ”pido, los jĆ³venes desertaban en masa del sistema educativo –un sistema por lo demĆ”s deteriorado tras aƱos de lenidad legislativa y experimentos psicopedagĆ³gicos– para subirse al andamio, contribuyendo con ello a una creaciĆ³n de empleo tan vertiginosa como efĆ­mera.

Huelga decir que las autoridades autonĆ³micas y locales con competencias en la materia alentaban este proceso delirante, por constituir su principal fuente de ingresos, vĆ­a recalificaciones urbanĆ­sticas, impuestos y, todo sea dicho, contribuciones a la financiaciĆ³n ilegal de los partidos correspondientes. Por supuesto, la corrupciĆ³n asociada a la burbuja era conocida por todos. ¡Si hasta los notarios disponĆ­an de una salita privada para los pagos en negro! Nadie ignoraba la diferencia ontolĆ³gica entre “el dinero en A y el dinero en B”. Y el virtuoso ciudadano que ahora abjura de la codicia de Wall Street invertĆ­a sus ahorros “en el ladrillo” (como solĆ­a decirse con una jactanciosidad embrutecida) con la ilusiĆ³n de vender un dĆ­a por diez lo que la vĆ­spera habĆ­a adquirido por tres. Nadie ignoraba que esto sucediera. Pero ningĆŗn gobierno querĆ­a ser el primero en matar a la gallina de los huevos de oro: no olvidemos quĆ© diferente es la psicologĆ­a colectiva del boom entonces reinante de la psicologĆ­a del bust que la ha reemplazado.

Tal vez la psicologĆ­a ayude a explicar tambiĆ©n por quĆ©, tras el esfuerzo fiscal y liberalizador realizado con objeto de cumplir los criterios que autorizaban la participaciĆ³n en el euro, EspaƱa se abandonĆ³ a la inercia del gasto y dejĆ³ las reformas econĆ³micas a un lado. DesaprovechĆ³ asĆ­ la oportunidad de modernizarse en la relativa abundancia y no, como ahora se ve forzada a hacer, en la relativa decadencia. AsĆ­, el gobierno socialista eliminĆ³ el techo de gasto de las regiones, autorizĆ”ndolas a endeudarse sin lĆ­mite en beneficio de sus redes clientelares y de una polĆ­tica de inversiones caracterizada por el deseo de no ser menos que el vecino. Todos los virreyes regionales habĆ­an de tener su aeropuerto, su museo de arte moderno, sus canales de televisiĆ³n. Y su universidad, naturalmente, con el resultado de que uno puede estudiar en EspaƱa cualquier cosa en cualquier sitio. Parece innecesario aƱadir que las universidades espaƱolas carecen del mĆ”s mĆ­nimo prestigio, como los rankings internacionales se encargan de seƱalar. Es un misterio, asĆ­ las cosas, que uno de los clichĆ©s mĆ”s repetidos en la EspaƱa contemporĆ”nea sea eso de que sus jĆ³venes conforman la generaciĆ³n mejor preparada de la historia. Algunos nos conformamos con tener algĆŗn dĆ­a a un presidente del gobierno que sepa hablar inglĆ©s.

SimultĆ”neamente, a fin de colocar a sus fieles, los gobiernos regionales y locales crearon un entramado de empresas pĆŗblicas, fundaciones y observatorios de la mĆ”s diversa Ć­ndole, sin que los politizados tribunales de cuentas encargados de fiscalizarlos dijeran nada al respecto. Solo los tribunales de justicia han condenado el crecimiento elefantiĆ”sico de una administraciĆ³n paralela, que sirve ademĆ”s para difuminar los lĆ­mites entre poder ejecutivo, burocracia y partidos. No es ajeno a este proceso el hecho de que el desarrollo de la autonomĆ­a regional en EspaƱa haya obligado a improvisar una clase polĆ­tica reclutada con arreglo a criterios de fidelidad partidista, lo que ha convertido los pasillos del poder en un desfile de apparatchiks sin escrĆŗpulos que harĆ­an cualquier cosa antes que perder sus privilegios. Esta visiĆ³n de las cosas fue memorablemente resumida por Carmen Calvo, entonces ministra de Cultura, cuando sentenciĆ³: “El dinero pĆŗblico no es de nadie.” Ahora bien, parece que tampoco el dinero privado era de nadie, si tenemos en cuenta que gobiernos y partidos regionales tomaron al asalto los consejos de administraciĆ³n de las cajas de ahorros (entidades financieras provinciales o regionales cuyos beneficios han de destinarse a obra sociocultural) para obtener crĆ©ditos en condiciones ventajosas y ayudar a sus empresarios favoritos, para los que se amaƱaban debidamente los concursos y licitaciones pĆŗblicas. Es precisamente la calamitosa gestiĆ³n de las cajas lo que en buena parte explica la crĆ­tica situaciĆ³n que atraviesa el sistema financiero espaƱol, cuyas entidades acumulan solares y pisos vacĆ­os donde antes constaban activos inmobiliarios generosamente tasados al alza para inflar los balances. A fin de cuentas, la ficciĆ³n llama a la ficciĆ³n: el adĆŗltero que dice su primera mentira ya no puede dejar de acumularlas.

En ese sentido, la falta de rendiciĆ³n de cuentas de los gobiernos autonĆ³micos constituye una de las claves que explican el fracaso de las instituciones espaƱolas a la hora de preparar a su sociedad para un mundo globalizado en proceso de acelerado cambio. Se ha hecho una polĆ­tica provinciana que, por ejemplo, ha convertido el mercado espaƱol en una pesadilla para las empresas espaƱolas y extranjeras, obligadas a aplicar diecisiete normativas distintas en lugar de una sola a la hora de etiquetar un producto o diseƱar una piscina. MĆ”s que un proceso racional de descentralizaciĆ³n polĆ­tica, se ha llevado a tĆ©rmino un centrifugado incoherente que acaso solo pueda entenderse como una tardĆ­a respuesta a la organizaciĆ³n centrĆ­peta del franquismo. Este proceso obedece tambiĆ©n al exitoso empeƱo de catalanes y vascos por procurarse un Estado independiente, empeƱo ante el que nunca ha respondido un Tribunal Constitucional tradicionalmente controlado por el gobierno de turno y carente de la mĆ”s mĆ­nima independencia. Este fracaso de los organismos de control debe hacerse extensivo a una instituciĆ³n tan prestigiosa como el Banco de EspaƱa, cuya supervisiĆ³n del sistema financiero ha sido un completo fracaso, por haberse realizado conforme a los dictados del gobierno.

Significativamente, hay aspectos de la herencia franquista que no han sido cuestionados, a saber, aquellos que se refieren al diseƱo de los mercados y a la organizaciĆ³n de las relaciones econĆ³micas. ¡Cuando son aquellos que habrĆ­an procurado la modernizaciĆ³n de la sociedad! No es, desde luego, una casualidad: nada mĆ”s difĆ­cil que remover intereses fuertemente arraigados. AsĆ­, el mercado laboral ha continuado siendo extremadamente garantista para quienes lograban acceder a un empleo, debido a unos elevados costes por despido que desincentivaban la contrataciĆ³n tanto como promovĆ­an la temporalidad. Esto Ćŗltimo explica el grotesco porcentaje de desempleo que soporta EspaƱa hoy en dĆ­a: el ajuste econĆ³mico se ha realizado casi exclusivamente por la vĆ­a de la eliminaciĆ³n de empleo. Esta rigidez impide la circulaciĆ³n de profesionales entre empresas y dificulta la renovaciĆ³n de estas, porque la destrucciĆ³n creativa schumpeteriana se produce muy lentamente. A esa rigidez hay que sumar otra, a saber, un sistema de negociaciĆ³n colectiva de salarios y condiciones de trabajo dentro de las empresas que, otorgando un papel preponderante a unos sindicatos anticuados, se ha demostrado ineficiente a la hora de lograr la promociĆ³n de los mejores dentro de cada empresa y de aumentar el rendimiento general del sistema. AsĆ­, mientras Alemania contenĆ­a sus costes salariales y aumentaba su productividad, a fin de hacer mĆ”s atractivos sus productos, EspaƱa aumentaba sus salarios, indexados a la inflaciĆ³n, sin que aumentara su productividad. Y lo mismo cabe decir de un empleo pĆŗblico de extravagante abundancia, sin que pueda extraƱarnos que dos tercios de los jĆ³venes espaƱoles expresen el deseo de convertirse en funcionarios: ser Oblomov antes que Steve Jobs. Pero un Oblomov que con su paga extra se compra los productos de Steve Jobs. Que inventen otros.

Por otro lado, tambiĆ©n la liberalizaciĆ³n de mercados y la remociĆ³n de trabas a la libre competencia perdiĆ³ todo impulso despuĆ©s de la entrada en el euro. Y es que la famosa frase de Ortega –segĆŗn la cual EspaƱa es el problema y Europa la soluciĆ³n– es rigurosamente cierta: solo impelidos por un agente externo parecen los espaƱoles capaces de reformarse. ¡Como si fueran niƱos pequeƱos! La ausencia de esas medidas liberalizadoras perjudicĆ³ a los ciudadanos tanto como beneficiĆ³ a los sospechosos habituales: colegios profesionales, oligopolios energĆ©ticos, grupos de distribuciĆ³n, conglomerados de comunicaciĆ³n, y asĆ­ sucesivamente. Este conservadurismo tiene su espejo en una opiniĆ³n pĆŗblica –a la francesa– solo superficialmente progresista: salvo que entendamos por progreso que las cosas se queden como estĆ”n. De ahĆ­ que el reformismo econĆ³mico suela ser castigado en las urnas y que la falta de informaciĆ³n polĆ­tica de los ciudadanos espaƱoles (confirmada periĆ³dicamente por las estadĆ­sticas comparadas) haya contribuido a empobrecer el debate pĆŗblico y a obstruir la discusiĆ³n desprejuiciada de nuevas soluciones para los viejos problemas. Ya dejĆ³ dicho Adam Smith que el ciudadano suele rechazar aquellas reformas que le serĆ­an beneficiosas, por la sencilla razĆ³n de que no las entiende. Y por mĆ”s que el vistoso movimiento juvenil de los llamados “indignados” se empeƱe en culpar de la crisis al “sistema” en su conjunto, el problema es mĆ”s bien la deformaciĆ³n espaƱola de unas instituciones social-liberales que han demostrado una razonable eficacia en otras latitudes.

Desde luego, la crisis espaƱola no puede entenderse del todo si dejamos a un lado los factores culturales. Se trata, ciertamente, de un asunto resbaladizo, porque es difĆ­cil determinar dĆ³nde empiezan las normas y dĆ³nde terminan los hĆ”bitos: el mismo griego que evade impuestos en TesalĆ³nica los paga en Chicago, porque el contexto institucional es diferente. Sin embargo, sea cual sea la explicaciĆ³n histĆ³rica que podamos encontrar, es indudable que la falta de Ć©tica pĆŗblica de los espaƱoles ha jugado su papel en la gestaciĆ³n de la crisis. Toda una serie de conductas incompatibles con una sociedad bien ordenada han sido y son amablemente toleradas por la mayorĆ­a de los ciudadanos: hacer trampas con los impuestos, darse de baja laboral sin justificaciĆ³n, encontrar trabajo o aprobar una asignatura mediante un enchufe, cobrar el subsidio de desempleo y tomarse unas vacaciones en lugar de buscar una nueva ocupaciĆ³n… Es quizĆ” la misma razĆ³n por la que ni la inspecciĆ³n fiscal ni la laboral funcionan en EspaƱa con el rigor y la imparcialidad necesarias: las normas son consideradas una constricciĆ³n relativa que admite toda clase de excepciones, sobre todo si es uno mismo el beneficiado. Es por ello difĆ­cil de creer que la soluciĆ³n al marasmo espaƱol pueda provenir de la sociedad civil y operar de abajo a arriba: porque la sociedad no es mejor que su polĆ­tica. Y la economĆ­a, de hecho, es un destilado de ambas.

Puede asĆ­ decirse que la economĆ­a espaƱola se ha hundido porque no podĆ­a dejar de hacerlo. Y no podĆ­a dejar de hacerlo porque tanto las instituciones como las normas estaban mal diseƱadas, de modo que el consiguiente sistema de incentivos ha empujado a los agentes econĆ³micos en la direcciĆ³n equivocada y no ha sabido contrarrestar ni las inercias culturales ni las deficiencias cognitivas de los espaƱoles. El resultado es una sociedad que avanzaba como un pollo sin cabeza hacia delante, incurriendo en un exceso tras otro sin percatarse de la debilidad de sus propios fundamentos. Pero ya dejĆ³ dicho el economista Herbert Simon que, si algo no puede continuar indefinidamente, terminarĆ” por detenerse. Y eso es lo que ha pasado. Toda ficciĆ³n tiene un final. ~

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(MĆ”laga, 1974) es catedrĆ”tico de ciencia polĆ­tica en la Universidad de MĆ”laga. Su libro mĆ”s reciente es 'FicciĆ³n fatal. Ensayo sobre VĆ©rtigo' (Taurus, 2024).


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