La leyenda dorada de Simone Weil (Ășltima parte)

La Ășltima parte de estos apuntes biogrĂĄficos de una de las mujeres mĂĄs interesantes del siglo XX. 
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La mujer que perdiĂł su sombra

Y siendo un tanto frĂ­volo, dirĂ© que acompañar a Simone Weil en sus viajes por Italia a fines de los años treinta del siglo XX, es divertido y conmovedor; huele a bien ganadas vacaciones de verano: la  controversista revolucionaria, la entregada sindicalista, la migrañosa profesional hacĂ­a su Gran Tour y se dejaba acariciar por el sol, el paisaje, la arquitectura monĂĄstica, informando a sus padres y amigos de cĂłmo una ciudad iba desplazando a otra en su admiraciĂłn, feliz de citar a Stendhal en la Scala de MilĂĄn, fresca e ingenua en Roma, impresionada por Giotto en Florencia como cualquier otra buena turista. En ese estado de hipersensibilidad positiva se encontrĂł con el catolicismo, previa escucha de los cantos gregorianos durante la semana santa en la abadĂ­a de Solesmes. De ese perĂ­odo, a su vez,  son  sus cariñosas cartas a Jean Posternak, con quien quizĂĄ compartiĂł algo mĂĄs que su amor por Bach. Pero  la historia la volviĂł a llamar. A los pactos de MĂŒnich  que le ataron las manos a las democracias, los siguiĂł la anexiĂłn alemana de Eslovaquia. Esas circunstancias le hicieron dar el paso que no se habĂ­a atrevido a dar cuando le escribiĂł a Georges Bernanos. Por odio a la guerra, Weil desearĂ­a la guerra. Y la guerra, desde Aquiles hasta Hitler, se convertirĂ­a en su Ășltimo gran tema, como lo muestra su ensayo mĂĄs cĂ©lebre, La IlĂ­ada, o el poema de la fuerza (1940–1941).

Los dos primeros años de la guerra fueron, para Weil, los de una frenĂ©tica actividad espiritual e intelectual. Refugiada en Marsella, entra en contacto con los medios catĂłlicos y conoce al padre Perrin –a quien dirigirĂĄ su autobiografĂ­a espiritual–, al monje Vidal, a Gustave Thibion y con ellos protagoniza la comedia de un bautismo que no se produce. El abate de Naurois, su confidente que nunca se volviĂł confesor en Londres, dirĂĄ mĂĄs tarde que ella no estaba lista para dar el paso: confundida por su inteligencia y su erudiciĂłn, le faltaba humildad. Al abate lo desesperaba el capricho con que Weil mezclaba lo importante y lo secundario, subordinando la fe a una variedad infinita de consideraciones apriorĂ­sticas. Pero haciendo las cuentas del agnĂłstico, debe decirse que Weil no se bautizĂł por un admirable prurito de honestidad intelectual: nada podĂ­a convencerla del todo y su viejo amor por el cristianismo no era suficiente como para privarla –asĂ­ lo dijo– de su independencia intelectual, de su libĂ©rrima bĂșsqueda religiosa. A veces, tambiĂ©n, semejaba a una niña indecisa ante la variedad de juguetes espirituales que le ofrecĂ­a un mercado ricamente munido.

Mientras reflexionaba por escrito sobre todo lo humano y lo divino (la frase hecha parece haber sido escrita para ella) en esos Cuadernos que serĂĄn el Ășltimo capĂ­tulo de su obra, Weil recorrĂ­a el sur de Francia controlado por el gobierno colaboracionista de Vichy cuya policĂ­a la interrogĂł varias veces y ante la cual se mostrĂł desafiante. HabĂ­a entrado en contacto con la Resistencia y anhelaba, cargando con su ejemplar de laIlĂ­ada y una muda de ropa, ser detenida. Ello no ocurriĂł y a cambio tuvo tiempo de  polemizar con sus antiguos camaradas pacifistas, de reencontrarse con RenĂ© Daumal, antiguo compañero de prepa, que la introdujo a Lao TsĂ© y al sĂĄnscrito, en el que empezĂł a leer muy pronto. ConociĂł a JoĂ« Bousquet, el poeta paralĂ­tico que la animĂł a reunir sus escritos griegos. Y su habitual vehemencia la entusiasmĂł con  el mundo de los cĂĄtaros, en cuya herejĂ­a encontrĂł un eco de aquello que separaba al Antiguo del Nuevo Testamento. Y en estrecho contacto, otra vez, con su hermano AndrĂ© (que habĂ­a estado preso por insumisiĂłn tras ser expulsado de Finlandia, sospechoso de espionaje), profundizĂł, con celo de prosĂ©lita, en el carĂĄcter de la ciencia contemporĂĄnea. DisfrutĂł tambiĂ©n de las vendimias, probando el sabor, a la vez salvĂ­fico y salutĂ­fero, del trabajo manual. Previa escala en Casablanca, donde escribiĂł de una sentada una genial “demostraciĂłn matemĂĄtica” de la existencia de Dios (los Comentarios a los textos pitagĂłricos), ella y sus padres llegaron a Nueva York en julio de 1942. Simone nunca volverĂ­a a Francia.

DisfrutĂł, en plenitud, de ese Ășltimo par de años en el continente pero el desvarĂ­o siguiĂł adueñåndose de ella. En el barco rumbo a los Estados Unidos insistiĂł en dormir en el suelo, enfurruñada por no viajar en cuarta clase y disfrutar de los privilegios acarreados por su condiciĂłn de eterna hija de familia. Y sobre todo, la dominaba su deseo de regresar, vĂ­a Londres, para ser arrojada en paracaĂ­das sobre la Francia ocupada y participar directamente de la guerra como quintacolumnista. Ese encaprichamiento, junto con su noble proyecto de organizar un cuerpo de enfermeras en el frente (que le fue rechazado lo mismo por la oficina del presidente Roosevelt en Washington que por la gente del general De Gaulle en Londres), la dominĂł hasta su muerte.

De esa Ă©poca (de Marsella a Nueva York y a Londres) provienen tambiĂ©n los mĂĄs equĂ­vocos de sus textos sobre el judaĂ­smo. Cuando le tocaba explicar por quĂ© habĂ­a abandonado Francia decĂ­a, a quien la querĂ­a escuchar, que habĂ­a acompañando a sus padres “perseguidos por el antisemitismo”, como si ella no fuera, tambiĂ©n judĂ­a. Y es que ella no se consideraba hija de sus padres, sino de la Francia clĂĄsica, helenĂ­stica y cristiana. En su acre y ambigua carta de 1941 al comisario de asuntos judĂ­os del rĂ©gimen de Vichy, se escandaliza, no sin ironĂ­a, de ser considerada administrativamente judĂ­a  cuando lo ignora casi todo de esa tradiciĂłn religiosa. De hecho, sĂłlo al año siguiente, en Nueva York, mostrarĂĄ deseos de entrar en una sinagoga, la de los etĂ­opes, curiosa por ver el espectĂĄculo de los judĂ­os negros, impresionada como habĂ­a quedado por la espiritualidad afroamericana en las iglesias protestantes de su vecindario. Weil muriĂł siendo –para usar el manual de heresiologĂ­a– una marcionita, es decir, una cristiana que rechaza el Antiguo Testamento. Ese rechazo deforma todos sus escritos, en los cuales, con ignorancia y mala fe (porque en alguien como ella la ignorancia es mala fe), dice que los judĂ­os, como  Charles Maurras, sĂłlo ven en la religiĂłn una forma de la gloria nacional y en los cuales, tambiĂ©n, llega a decir que el Nuevo Testamento es obra exclusiva del genio griego. Siendo antijudĂ­a, segĂșn dice Florence de Lussy, una de las editoras de sus Oeuvres, Weil se negĂł a ser una segunda Spinoza, quedando como cristiana entre los judĂ­os y judĂ­a entre los cristianos. O se resignĂł a ser, como el personaje de Adalbert von Chamisso, la mujer que perdiĂł su sombra.

Su antijudaĂ­smo estropea severamente su leyenda dorada y la humaniza trĂĄgicamente: preocupada por las vĂ­ctimas del colonialismo, convertida en madrina de un  anarquista español confinado en uno de los campos franceses de internamiento, filĂłsofa del amor de Dios en sus Ășltimos años, Weil no tuvo ojos ni oĂ­dos para el extremo sufrimiento de su propio pueblo. Lo ha dicho George Steiner, entre muchos, quien en Weil encuentra calor, pero no luz. Inclusive, trabajando para la jefatura de la Francia Libre en Londres, en un medio dominado por antiguos simpatizantes de la AcciĂłn Francesa para los cuales el antisemitismo era moneda corriente, Weil redactĂł un informe donde sugerĂ­a el estĂ­mulo de los matrimonios mixtos para acabar de cristianizar a los judĂ­os, segĂșn refiere PĂ©trement en su biografĂ­a. El comentario no sĂłlo es anacrĂłnico sino escandaloso, proferido en los momentos en que la SoluciĂłn Final alcanzaba su mayor intensidad, apogeo del que ella estaba bien informada. Simone, finalmente, le rogĂł a su hermano AndrĂ©, como cosa de vida o muerte, que bautizara a Sylvie, su hija reciĂ©n nacida, para ahorrarle las tribulaciones religiosas de su tĂ­a.

 

La hija de Homero

Simone Weil, en noviembre de 1942, pudo al fin abandonar Nueva York y llegar a Liverpool, viajando en un carguero sueco. Su amistad con Maurice Schumann, el polĂ­tico gaullista, le permitiĂł trabajar como redactora de informes polĂ­ticos en la jefatura de la Francia libre en Londres. Lo que escribiĂł allĂ­, obviamente, forma parte de su obra (son los Escritos de Londres) y estĂĄ lejos de ser chorcha burocrĂĄtica. En ellos leemos a una Weil cada vez mĂĄs lejana lo mismo de la izquierda que del pacifismo aunque no al grado de cerrar los ojos ante la “fascistizaciĂłn” que el carisma del general de Gaulle podrĂ­a significar. En su nuevo avatar –su fiel Simone PĂ©trement la llamaba en broma, por proteica, un dios VishnĂș–, comparte Weil la decepciĂłn de la gran mayorĂ­a de los franceses (gaullistas o petainistas) ante el desorden democrĂĄtico de la Tercera RepĂșblica, una suerte de orgĂ­a que habrĂ­a despojado a la naciĂłn de su energĂ­a vital, de su nervio guerrero, convirtiĂ©ndola en presa fĂĄcil de los alemanes. Como remedio, Weil proyecta (propiamente hablando era proyectista polĂ­tica en Londres) un rĂ©gimen autoritario liberado de la divisiĂłn impuesta por los partidos polĂ­ticos. E insiste en ser enviada a la retaguardia en misiĂłn de sabotaje y en que sea aceptado su proyecto de enfermeras militares. Es entonces cuando De Gaulle, puesto al corriente del  extraño personaje que trabajaba para Ă©l, y de sus proyectos, habrĂ­a dicho que “esa mujer estaba loca”. Pero Weil y el general nunca se entrevistaron.

MĂĄs allĂĄ de sus cambiantes opiniones polĂ­ticas cuya evoluciĂłn merecerĂ­a un ensayo aparte, Weil ya habĂ­a publicado para entonces La IlĂ­ada, o el poema de la fuerza en una revista de Marsella, aunque habĂ­a planeado su apariciĂłn en la Nouvelle Revue Française (NRF) donde Jean Paulhan, el director, que poco despuĂ©s serĂ­a substituido por el colaboracionista Drieu la Rochelle, no querĂ­a publicarlo Ă­ntegramente. El texto de Weil, uno de los pocos entre los suyos que no tenĂ­an por materia explĂ­cita un tema polĂ­tico-social, es una hermosa pieza literaria y moral originada en una premisa extrañamente omitida a lo largo de los siglos en que La IlĂ­ada ha sido leĂ­do: la fuerza y sĂłlo la fuerza es el tema del poema. Le bastaron menos de treinta pĂĄginas para reconfigurar el sentido de la lectura de Homero y situarlo en relaciĂłn a las guerras del siglo XX, rompiendo a la vez con su maestro Alain al cual le reprochaba su indiferencia ante el dolor y con el marxismo, doctrina indiferente a esa autonomĂ­a de la fuerza que para ella era, antes que las leyes econĂłmicas o la lucha de clases,  el motor de la historia. El compasivo ensayo, centrado en HĂ©ctor (y no en Aquiles o en PrĂ­amo o en Helena), estaba adornado, ademĂĄs, por la traducciĂłn original, perfecta, que Weil hiciera de algunos de los hexĂĄmetros homĂ©ricos.

Naturalmente, La IlĂ­ada, o el poema de la fuerza, compuesto en 1938–1939, es decir, antes de que su autora abandonara el pacifismo, tenĂ­a sus  antecedentes. Uno de ellos, importantĂ­simo, fue La guerra de Troya no tendrĂĄ lugar (1935), el drama de Jean Giroudoux, reflexiĂłn sobre la guerra y las palabras que la hacen posible, que conmoviĂł a Weil tanto como la lectura, años despuĂ©s y en el sentido inverso, de Los siete pilares de la sabidurĂ­a (1926), de T.E. Lawrence. No fue la Ășnica en seguir ese camino –era un tema generacional. Una historia subyugante, aunque secundaria, documenta que otra filĂłsofa judĂ­a, Rachel Bespaloff, escribiĂł un ensayo gemelo al de Weil y lo publicĂł en 1947. Tanto Weil como Bespaloff tenĂ­an a Jean Walh, especialista en Hegel, como amigo comĂșn y pareciera que Ă©l las estimulĂł a ambas en esa direcciĂłn. Recientemente, en Nueva York, se han publicado ambos ensayos en un mismo volumen: War and the Iliad (2005).

Para Weil, como lo habĂ­a dicho, rotunda, en “No empecemos otra vez la guerra de Troya”, un artĂ­culo de 1937, las peores guerras, las mĂĄs encarnizadas, no tienen un objetivo definible. Es hija, la guerra, del predominio de los mitos y de los monstruos y sĂłlo se hace, ya sea que enfrente a los griegos con los troyanos o a los nazis con los comunistas, “para conservar o aumentar los medios para hacerla”.

Durante el Ășltimo año de su vida Weil  pensaba distinto: la oposiciĂłn democracia/ dictadura valĂ­a una guerra, aunque en Ă©sta, como lo dice en La IlĂ­ada o el poema de la fuerza, la fuerza, precisamente la fuerza, de la cual, por definiciĂłn no se puede hacer un uso moderado,  igualara a los vencedores y a los vencidos. El ensayo de Weil ha sido muy leĂ­do y muy criticado: se le reprocha su ignorancia de lo que era la guerra como festividad en la vida cotidiana de los griegos, la disposiciĂłn abusiva de los fragmentos de laIlĂ­ada para respaldar sus propios argumentos, lo mismo que el uso, casi propagandĂ­stico, que Weil hace de Homero para presentar al Nuevo Testamento como obra exclusiva del genio griego, expulsando a los judĂ­os de la historia cristiana. Es ridĂ­culo, dijo Cioran, encontrar sĂłlo piedad en la IlĂ­ada y sĂłlo crueldad en el Antiguo Testamento, como lo hace Weil.  Todo ello debe ser cierto pero si los mitos griegos comparten con la Biblia el ser la clave suprema para leer a Occidente no cabe duda que Weil fue el lectora mĂĄs perspicaz de Homero en el siglo XX. O si se prefiere, su IlĂ­ada es  la mĂĄs expresiva de nuestro espĂ­ritu.

IntentĂł Weil escribir poesĂ­a en sus Ășltimos años y dejĂł terminado un drama histĂłrico, Venecia salvada, que cuenta, atribuyĂ©ndole la narraciĂłn original a Saint–RĂ©al, la conjura de los españoles contra la repĂșblica de Venecia en 1618. Hubiera sido ya demasiado, incluso tratĂĄndose de un genio como ella, que tambiĂ©n hubiera sido, merced a la Ășnica obra que escribiĂł, un gran poeta o una dramaturga notable. A diferencia de sus ensayos polĂ­ticos, de sus testimonios mĂ­sticos, de sus escritos sobre Grecia y Roma, de su imaginaciĂłn sociolĂłgica, los poemas de Weil son mediocres y Venecia salvada, prescindible. No en balde, tan pronto creyĂł que sus poemas algo valĂ­an, Simone le escribiĂł a Paul ValĂ©ry pidiendo su aprobaciĂłn. El poeta, muy admirado por Alain, se deshizo de ella y de sus versos, secos y retĂłricos, con una cartita cortĂ©s. En el gesto y en la poesĂ­a que deseaba le fuera patrocinada, Weil enseñaba el cobre. En sus malos momentos era una excelente alumna, pero sĂłlo eso, de la Francia neoclasicista: lo que le sirviĂł para leer laIlĂ­ada con una profundidad insĂłlita, le era inĂștil como una aprendiz de poeta que escolarmente elegĂ­a temas como el mar o Prometeo o se permitĂ­a escribirle una admoniciĂłn, regañona y  en verso, a una joven rica. Esa infertilidad la observĂł Cioran, quien llegĂł a comparar el temperamento de Weil, por su energĂ­a y por su encarnizamiento, con el de Hitler.

En abril de 1943 a Simone le quedĂł claro que nunca serĂ­a enviada a una misiĂłn secreta en Francia. Su proyecto de enfermerĂ­a militar fue rechazado una vez mĂĄs y se peleĂł con Schumann, su protector. TratĂł, sin lograrlo, de enamorarse de Londres, como se habĂ­a enamorado de las ciudades italianas. AyudĂł a la mujer que la hospedaba, en Holland Park, con las tareas escolares de sus hijos. Pero vĂ­ctima de un cuadro tuberculoso, acabĂł internada en el hospital de Middlesex, lejos, por primera vez en su vida, de sus providentes padres, de los cuales finalmente logrĂł escaparse y quienes recibieron, impotentes, la noticia de su muerte en Nueva York. De manera reiterada, durante el tratamiento, Simone se negĂł a alimentarse tal como lo requerĂ­a la gravedad de su estado. ¿Anorexia, anorexia mĂ­stica? Simone PĂ©trement, la primera en reunir todos los documentos y testimonios, no menciona el concepto en su Vida de Simone Weil pero subraya que su heroĂ­na habĂ­a externado, en ocasiones previas, su deseo de compartir el hambre que en su hiperbĂłlica opiniĂłn padecĂ­an los franceses bajo la OcupaciĂłn. HabĂ­a hablado ella, eufemĂ­sticamente, de asumir ciertas “restricciones alimenticias”. El caso es que se dejĂł morir y nadie sabrĂĄ nunca quĂ© pasaba exactamente por su mente, dominaba como estaba, segĂșn decĂ­a, por los furores de su imaginaciĂłn. Durante su convalecencia leyĂł una y otra vez el Bhagavav Gita. Se habrĂĄ concentrado en el misterio de la no acciĂłn. El 17 de agosto fue traslada al sanatorio de Ashford donde corriĂł el rumor de que se habĂ­a convertido in extremis al catolicismo. SĂłlo se sabe de cierto que en sus conversaciones finales con el abate de Naurois, capellĂĄn de las Fuerzas Francesas Libres, ratificĂł su indisposiciĂłn al bautismo. MuriĂł Simone Weil, mientras dormĂ­a, el 24 de agosto. Fue enterrada en la secciĂłn catĂłlica del Nuevo Cementerio de Ashberry pero el sacerdote que habĂ­a sido requerido para orar en la ceremonia tomĂł el tren equivocado desde Londres y nunca llegĂł. 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicĂł sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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