Niño sin nombre

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     Para mí no acaba el plazo de la vida
     porque morí al nacer,
     no hay fecha que desazone mi espíritu pensando en
      el horror del vacío
     porque antes de conocer siquiera las caricias
      de mi madre pasé a mejor
     vida, como dicen,
     aunque no hay vida mejor que ese breve momento
      en el que tuve sangre
     circulando caliente por mis venas y oí en mis propios
      oídos un ruido
     que salía de mí mismo como un líquido dulce
     pues todo lo demás —cuál mejor— fue pudrirme, secarme luego y comenzar
     el único trabajo posible del amor que es deshacerse,
     volver a ser de nada
     ah, si hubiera tenido un rato más para probar
      a qué sabía mi madre,
     para oír su voz enseñándome con paciencia de carne
     una a una las
     palabras con que se hace el cuerpo de la vida,
     —cuerpo, carne, sangre, sabor, qué apetecibles palabras—
     si hubiera visto sus ojos enfrentito de los míos
     proyectando en mi
     pantalla
     lisa toda su historia y la de sus antepasados,
      fuera lo que fuera y como
     fuera,
     habría dado mi vida —es un decir— por tener un recuerdo palpable de besos,
     de caricias, de cuerpo contra cuerpo,
     como esas vírgenes desnudas que sueñan los herejes
      o algunos cristianos
     muy puros
     abrazando a sus niños con emoción de madre nueva,
     si hubiera dado tiempo de algo,
     pero apenas había corrido el trámite de pasar de líquido a corpóreo,
     apenas había podido desfruncir mis párpados y labios para aspirar los
     listones del aire
     cuando el color amarillo verdoso me llevó a la muerte sin que hubiera voz
     que apelara la sentencia
     porque mi madre permanecía sedada y mi padre
     era un cretino
     al revés de como es la vida yo he ido decreciendo
      en donde no estoy,
     un conjunto de negaciones fue mi infancia,
      mis juegos infantiles, mis
     aprendizajes,
     las rayas regulares del piso son los escalones de ascenso, las rayas
     irregulares son asechanzas chistosas,
     los claros en que piso son lo único que puedo hacer,
     si piso raya mi destino cambia, el universo revienta
     y los muertos desaparecemos,
     mal que bien tuve que ir educando a mis padres
      para que me quisieran,
     ellos no lo saben pero entre maldiciones y blasfemias
      he intercalado
     besos,
     caricias dolorosas, abrazos apretados llenos de fiebre y miedo, de una
     pesadez horrible que he sentido en mi cuerpo negado
     para que ellos, al contacto conmigo, vuelvan a creer
      en la fertilidad
     que se
     frustró con mi deceso
     bien que ya es imposible remediarlo
     porque el seno en el que estuve tramitando el corto viaje también ya está
     del otro lado
     pero la enmienda de las torceduras espirituales
     igual sucede en tiempos que no son los tiempos reales
      de la vida
     por eso me aplico
     y lleno de fervor amoroso hacia mis padres trato
      de enderezar el
     naufragio de mi precaria vida.
     ¡Cuál vida!
     ¡Si yo hubiera vivido!
     Si el miedo hubiera estado allí con su humedad
      para causar esa alegría
     sorda de los sudores infantiles
     envuelta la cabeza para no ver los fantasmas
      que me asediaban,
     si la avena, el plátano, la leche, el pan dulce,
      hubieran  nutrido mi
     niñez
     saludable, rubicunda, ay qué bonito, qué llenito,
     poco a poco habría ido conociendo las palabras
     mientras viera mi piel extendiéndose para cubrir
      la carne con que se
     formaban.
     Porque sí digo, pero con lo que digo no digo nada
      pues todo se quedó en
     veremos.
     Salí en una cajita ridículamente adornada de encajes azules
     bajo el brazo de mi padre, como un libro,
     una novela cuyos primeros capítulos estaban
      plenos de carnalidad, saliva,
     risas y acumulación de vacíos;
     y el muchacho, que me iba leyendo
     con esa voracidad con que a veces se devoran
      las historias,
     arrancaba las páginas para no caer en tentación
      de releerlas,
     desde que salimos del Centro Médico hasta
      que llegamos al cementerio —yo
     no sé su nombre, no sé cómo se llama el depósito en donde fui dejado;
     ahora me da risa pero en ese momento
     tuve la tentación de reflexionar sobre el destino
      de mi alma
     pues el de mi cuerpo estaba más que claro— hasta que sin una sola lágrima
     que lo ayudara a soportar la desolación infinita,
      la más arenosa y seca de
     las aflicciones, me dejó enterrado,
     mas como uno de los capítulos se llamaba El deseo
     ando aquí medrando en los páramos más tristes
      de la memoria.
      
     De tal modo, pues, se reproduce la vida,
     vuelve a ser en donde menos se espera;
     a diferencia de la vida vegetal,
     la vida humana retoña en donde no hay tronco ni rama ni agua ni sol ni aire
     ni un demonio.
     Así que además de ser ya nada, soy recuerdo.
     ¿Qué diferencia hay entonces entre vivir y no vivir?
     Puedo tener, ya tengo, la vida pormenorizada
      en la que cada segundo
     está lleno de olor, asombro, sentimiento, reflexión,
      acopio,
     de simultaneidad tal que en ella pueden abrirse
     cada uno de los capítulos desde cuando fui universo
      indiscriminado
     hasta estas pocas horas en las que luché por conservar la vida.
     ¿O qué fui? ¿En donde terminé apenas empezaba?
      ¿Esa entidad no
     temporal, ese fugaz evento?
     Qué gracia: aquí, donde me toca estar, en este limbo,
     no hay autoridad que decida qué hacer con el caudal
      de almas
     todas sin usar
     que se amontonan sin ningún sentido práctico
      ni mucho menos común
     y a un lado de este digamos territorio
     está la fábrica de almas nuevas que se van poniendo
      a toda velocidad
     en ejercicio. Un almario febril y enloquecido,
      una sanfrancia almal
     que llena de estrépito las esferas celestes,
      como ya se sabe.
     Ninguna diferencia hay entre vivir y no vivir
      porque ruido de todos modos
     se hace
     y esos ruidos hay momentos en que hasta son
      armónicos
     y combinados con sus buenos silencios alcanzan a
      empalmarse en un coro
     cósmico descomunal con la música de las esferas
     que aquí entre nos no es otra cosa que la danza
      bellísima, efusiva,
     entusiasmada
     de lo que no existe
     como yo. –

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