Valente y el ejemplo de Cordelia

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La concesión del Premio Nacional de Poesía a Fragmentos de un libro futuro (Galaxia Gutenberg, 2000), poemario póstumo de José Ángel Valente (1929-2000), no deja de ser una anécdota. Y lo es porque el valor y el sentido estrictos de la poesía de Valente (pues entiendo que se ha premiado no sólo un libro sino una trayectoria) están muy por encima del juego de comparaciones y reconocimientos de la sociedad literaria. Subrayo una evidencia que no sé si el propio Valente consideró suficiente, a juzgar por algunas de las declaraciones que salpicaron el último tramo de su vida. El premio es sin duda una buena noticia para la editorial y acercará sus libros a un puñado de lectores jóvenes, pero para quienes hemos convivido con esta obra a lo largo de los años se trata de un dato irrelevante. Lo que un poeta necesita son lectores, y Valente los ha tenido desde siempre buenos y numerosos. Tampoco, últimamente, han faltado las ocasiones para acrecentar su número: la edición en dos volúmenes de su poesía (casi) completa en Alianza ha convivido en las estanterías con una amplia antología preparada por Andrés Sánchez Robayna con el título de El fulgor (Galaxia Gutenberg); más recientemente, Pre-Textos ha dado a la imprenta Anatomía de la palabra, donde se reúnen ensayos de y sobre nuestro autor; y en el momento de escribir estas líneas está a punto de ver la luz un número doble de la revista Rosa Cúbica (bajo el lema La rosa sin por qué) dedicado íntegramente a su memoria y en el que colaboran, entre otros muchos, nombres tan fundamentales de nuestra modernidad como Edmond Jabès, Juan Goytisolo, Blanca Varela, Bernard Nöel, Saúl Yurkiévich y Antoni Tàpies.
     He escrito que la concesión de este premio es un dato anecdótico. Es, también, una excepción. Quiero decir que no supone, o eso parece, un cambio en las maneras de pensar y evaluar nuestra literatura, en el sentido de una mayor libertad y exigencia intelectual. Libertad y exigencia que el propio Valente invocaba hace más de cuarenta años al analizar la obra de Juan Ramón Jiménez: "No sería posible situarse hoy ante la obra poética de Juan Ramón Jiménez más que en un doble ejercicio crítico de libertad y exigencia. La desenvoltura y libertad del juicio crítico es cosa que de él mismo cabe aprender, pues quiso ejercitarlas en su obra y en la de los demás. Por lo que a exigencia se refiere, nace la obra de Juan Ramón Jiménez de tan estricta y visible raíz de exigencia que no podría ser rectamente juzgada sin ella". No se me ocurre clave más idónea para situarnos ante su propia obra. Valente buscó esa libertad y esa exigencia no sólo en Juan Ramón, sino también en Cernuda, Vallejo o Lezama Lima, por poner ejemplos muy diversos que hablan de la amplitud y altura de su horizonte literario. Una obsesión recorre sus ensayos primeros: analizar el grado de coherencia de la obra y evaluar el sentido último de su poética, que es también tomar conciencia de sus límites y sus posibles contradicciones. No estoy seguro de que muchos de sus exégetas actuales hayan sabido ser fieles a esta preocupación. Sin duda se han escrito ensayos iluminadores sobre su obra, a menudo glosando este o aquel comentario del propio Valente, pero pocos se han preguntado sobre la validez de ciertos aspectos de su ideario. Han abundado, eso sí, los insultos ingeniosos y los comentarios descalificadores, pero estas reacciones sólo descalifican a sus protagonistas. Es posible que la animosidad que la figura de Valente despierta en poetas de escaso fuste haya provocado, a su vez, una mayor resistencia en sus admiradores a hacer públicas sus dudas. Es posible, también, que esta resistencia sea otro síntoma de nuestro miedo a la libertad crítica.
     José Ángel Valente pertenece al linaje del poeta lúcido, el mismo de Coleridge, Novalis, Eliot o Paz. No es un linaje que haya tenido excesiva fortuna en la tradición española; de entre los poetas de su edad, sólo Gil de Biedma llevó a cabo un esfuerzo crítico comparable, aunque tal vez de menor recorrido. Como el autor de Moralidades, Valente supo reflexionar sobre el lugar y la naturaleza del hecho poético, dilucidando el valor concreto de sus modelos y llevando el verso en la dirección de sus conclusiones. Es obvio que este esfuerzo reflexivo no agota la riqueza de sentido de su obra poética, pero sí proporciona claves que nos ayudan a aprehenderla más justamente. Valente fue un gran crítico y Las palabras de la tribu constituye una de las lecturas más fecundas de nuestra tradición reciente. Pienso en un ensayo como "Luis Cernuda y la poesía de la meditación", que nos obliga a modificar nuestra visión de la modernidad española y a leer con nuevos ojos no sólo a Cernuda, sino también la poesía primera de Unamuno. Así lo ha entendido Julián Jiménez Heffernan en La palabra emplazada (1998), espléndido ejercicio de literatura comparada que demuestra, por si hiciera falta, que Valente poseía un detallado conocimiento de la poesía barroca inglesa, de Donne a Herbert, y de sus zonas de contacto con la cultura contrarreformista española. Valente comprendió muy pronto el empeño de Cernuda
     (convertir el rígido verso español en instrumento para la meditación poética), pero comprendió también que esta renovación era, en parte, un regreso a ciertos veneros abandonados de nuestra literatura. De ahí el desdén que sentía por quienes aseguraban (y aseguran) heredar los modos o técnicas de Cernuda sin comprender su motivación profunda y el cambio de perspectiva que introducen a la hora de contemplar el conjunto de nuestra tradición.
     Pienso que la actitud literaria de Valente puede resumirse, en parte, en una palabra: reserva. El autor de El inocente tuvo siempre muy presente el ejemplo de Cordelia y su respeto intransigente por la palabra. Un respeto en el que tienen igual peso la hipersensibilidad y la desconfianza: mejor no decir nada o decir poco a que lo dicho
     mienta o nos traicione. Valente fue siempre un poeta lacónico, sabedor de que las palabras pueden ser infinitamente manipuladas, tergiversadas e instrumentalizadas. Su obra ha sido, ante todo, una lucha contra las imposiciones del poder y sus fantasmas: la demagogia, la servidumbre, la mentira. Cordelia se niega a halagar a Lear y su negativa encierra un rechazo tácito a satisfacer las demandas del poder, esto es, a utilizar su lenguaje: Lear espera una declaración incondicional y Cordelia pone la condición de su reserva. Este rechazo de la palabra instrumentalizada constituye el eje de lo que Sánchez Robayna ha llamado "la dimensión moral" de su obra. Por ello resulta especialmente sangrante (pero también ilustrativo) que los ataques a Valente suelan provenir de poetas cuyas marcas de identidad son la sensiblería y el efectismo retórico.
     Los poemas de Fragmentos de un libro futuro constituyen, a esta luz, una última y definitiva vuelta de tuerca en un "decir corto" que constituye, tal vez, el más alto logro de la poesía española de los últimos cincuenta años. Digo "tal vez" porque no se me oculta el carácter problemático de algunos de sus postulados. Valente parece haber concebido la poesía como una formación natural, algo que nace o crece con la lenta pasividad del árbol. Pero la poesía no es sólo un "hacerse" sino un "hacer": su tiempo es también el tiempo del autor y el del lector. Es verdad que este "hacer" nos condena a la imperfección y al peligro de la irresponsabilidad, pero este peligro es un reto y no una elección, como el propio Valente supo muy bien. En fin, el tema es complejo y no es cosa de explorarlo aquí. Me basta añadir que este libro incluye algunos de los poemas más hermosos de su autor, como "A Luis Cernuda, con unas siemprevivas", "May Day, 1956", "Víznar, 1988" o "El visitante". Se trata de fragmentos profundamente elegíacos, lentas despedidas de un mundo que empieza a quedar atrás, al otro lado de una existencia que es ya visitación de la muerte. Dueños de una intensidad despojada y fatal, su luz parece reunir toda la oscuridad de la noche en que se adentran. Cobran así urgencia y altura los dos versos en claroscuro que cierran "Campo dei Fiori, 1600" (su homenaje final a Miguel de Molinos) y que ahora leemos en clave de epitafio: "Sombra. / Pero tú aún ardes luminoso". –

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(Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Ha publicado recientemente 'Perros en la playa' (La Oficina, 2011).


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