El reencuentro entre un padre y su hija; la misión de un androide encargada por su dueño, luego amigo, este humano y escritor, para más detalles. Un padre viudo. Un padre que detesta al hombre que eligió su hija como marido. Un androide. El entusiasmo del padre ante la vuelta a casa de la hija. La madre, japonesa, que se suicidó en Japón. Una fiesta, el relato de esa fiesta. Barcelona sin taxis, Barcelona con taxis en el mismo lugar pero al día siguiente. Una cita en el centro médico para que la enfermera retire unos puntos –carcinoma–. Esos son los hilos narrativos, deliberadamente finos, deliberadamente ignorados a conveniencia, de Canon de cámara oscura, la novela más reciente de Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948). Vila-Matas siendo Vila-Matas es lo que nos encontramos aquí: construye una novela con palabras de otros, con las palabras e ideas que le sugieren las palabras e ideas de otros, la interpretación de esas palabras e ideas, que exprime para expandir la vida y con ella la literatura, o al revés, si es que no son la misma cosa.
La novela empieza con una fiesta en la que Vidal Escabia (el protagonista) está charlando con Violet, hay un poco de tensión, como de interrogatorio. Violet sospecha que Escabia es un Denver-7, uno de esos androides que “fueron programados para vivir cuatro años y un grave fallo en su energía eléctrica –‘el Gran Apagón de Barcelona’– les dio vida abierta, de duración indeterminada”. Violet cree que “a cierta edad quieren vengarse de quienes los compraron para convertirlos en sus sirvientes”. Vidal Escabia se hace el loco: efectivamente, es un Denver-7. Uno que fue comprado por un escritor, Altobelli, cuya relación Escabia explica como “móvil”: fue “humilde y luego engreído secretario, compañero de borracheras, discípulo y, a su muerte, heredero de una potente biblioteca”. Altobelli, conocido como el fracasista, por cosas como “haberse decantado por una literatura que fuera desvergonzada, irresponsable, y sobre todo divertida, a lo Laurence Sterne (que era como decir Cervantes), pues si algo no soportaba era el narcisismo de los que creían contribuir a mejorar la sociedad con sus obras”. Probablemente Vila-Matas es fracasista en el sentido de la diversión, como su Altobelli, escritor ficticio, trasunto de Francisco Casavella, entre otros.
La excusa, la situación narrativa, el dispositivo, es el asunto androide –que sirve para convocar guiños a Philip K. Dick–. La misión de Escabia es en realidad la trama de esta novela sin trama: la construcción de un canon “intempestivo, ligeramente inactual”, “mal iluminado” porque “sin las sombras los libros que tanto nos gustan no serían nada”. El libro está lleno de declaraciones, pero la que más vale es la que se hace a través de la propia novela y que podría resumirse en que la literatura es una especie de continuo cambiante y variable, en el que unos libros conversan con otros, de un escritor se salta a otro, y así hasta el infinito. El canon mal iluminado, esquinado, incluso, particular y peculiar, y en cuya composición el azar juega también su papel, se convierte en la materia narrativa del libro: las citas de esos libros que selecciona Escabia para anotar en las fichas del canon.
A Escabia se le puede acusar de lo mismo que a don Quijote (¿que a Vila-Matas?): está perjudicado de literatura, “lo conviertes todo en literatura y ves escritura donde los demás vemos la rutina de los días”, le dice Violet, que era la compañera de Altobelli, y que ve a Escabia “muy esclavizado, muy poseído por los libros”. ¿Qué otra cosa tiene, si es un androide sin padres ni infancia, cuya primera novela, Lo indecible, “en la primera línea anunciaba que iba a ser escrita ‘bajo el signo de la infancia’, pero que, desde la segunda línea a la última, no hablaba de infancia alguna”.
Lo único que tiene Escabia es la literatura. Por eso se queda atrapado en la silla giratoria del escritorio desde el que cuenta (y revive) la fiesta con la que se abre la novela, se acuerda de Altobelli y va rescatando citas de los libros que conforman su canon esquinado: de Montaigne y Lope de Vega a Camila Cañeque y Pablo Martín Sánchez pasando por Luis Martín-Santos, Peter Handke, Anne Carson, Valeria Luiselli, Robert Walser. “Tanta y tanta literatura –insiste Violet–, ya va siendo hora de que comiences a abrirte a la vida de la gente corriente”, le dice a Escabia y él acude al centro de salud: Vila-Matas se mueve entre capas, juega con el sentido literal y con el metafórico; se mueve entre la risa y lo profundo, como por cierto cuenta Escabia que hacía Altobelli. Entre escritores reales e inventados, como Mateo Menard, autor de Mateo Menard, autor de El hombre sin atributos –guiño a Borges, claro, y a Stanisław Lem–. Y así sostiene una tensión que mantiene alerta al lector: no podemos confiarnos ni apoltronarnos, ¡menos mal!
Para Altobelli, cuenta Escabia, “la literatura era un gran palimpsesto, un mosaico de citas en el que los autores y las obras se han ido construyendo a partir de los autores y las obras precedentes”. Ribeyro, Kafka, Valéry. Benet, Calvino, Zweig. Beckett, Musil, Proust. Wim Wenders, Ozu, Lubitsch. La vida y la literatura (y el cine y las canciones) como un todo porque tienen el mismo valor de experiencia.
“¿Cómo compones? –Leyendo, / y lo que leo imitando, / y lo que imito escribiendo, / y lo que escribo borrando, / de lo borrado escogiendo”, versos de Lope de Vega a los que recurre Escabia para explicar el modo de composición de su canon; tal vez, el de Vila-Matas con esta novela. Canon de cámara oscura es una novela juguetona en la que el mago Vila-Matas, mientras le guiña el ojo a David Markson, ejecuta de manera magistral sus números que no por conocidos dejan de disfrutarse. ~