Beveridge en Madrid y los kibutz franquistas

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El 25 de marzo de 1946, el político británico William Beveridge aterrizó en el aeropuerto de Barajas. Venía a España invitado por Fernando María Castiella, decano de la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de la Universidad Central, y el director del Instituto Nacional de Previsión (INP), Luis Jordana de Pozas, que había viajado el año anterior a Londres para conocer el nuevo Estado de bienestar británico influido por el Plan Beveridge. El político acudía a Madrid para dar tres charlas con motivo de la inauguración de la cátedra de Seguros Sociales de la Universidad Central. La respuesta fue “apabullante”, como dice el investigador Arturo Álvarez Rosete, autor del artículo académico “‘¡Bienvenido, Mister Beveridge!’ El viaje de William Beveridge a España y la Previsión Social Franquista”, a pesar de que el contenido de sus conferencias no era precisamente cercano a la ideología del régimen en el momento. Acudieron dos ministros, la sala estuvo llena los tres días, y la prensa cubrió ampliamente no solo sus charlas sino su periplo por Madrid y alrededores.

En la primera conferencia, Beveridge defendió el papel del Estado en la orientación de toda la política económica hacia el objetivo del pleno empleo. En la segunda, describió lo que consideraba que es una “sociedad libre”, en la que existe libertad de conciencia, de opinión, hay alternancia de gobiernos y pluralidad política: “una sociedad en la cual hay un solo partido no es una sociedad libre”. Hubo aplausos pero también abucheos. Beveridge se defendió diciendo que solo estaba expresando su opinión y que no quería entrar en política. En la tercera, explicó su teoría de la Seguridad Social, que es “la seguridad de los individuos, organizada o fomentada por el Estado, frente a los riesgos que puedan sobrevenirles, e incluso cuando la situación general de la sociedad sea satisfactoria”. Resumió su tesis con una explicación más coloquial: “lo que se busca es que todos puedan comer pan siempre, no que algunos coman pasteles de vez en cuando”.

Aunque Beveridge insistió en que su visita no fue política, sus declaraciones a la prensa, tanto la española como la británica, sí lo fueron. En una entrevista en Radio Nacional, dijo: “A pesar de cuanto se me había dicho he podido hablar aquí con perfecta libertad.” Y añadió: “Todo el mundo puede hablar con esta misma libertad, del mismo modo que en Inglaterra.” Precisamente la prensa española censuró la parte de su conferencia en la que definía lo que era una sociedad libre. A su vuelta a Reino Unido, declaró a The Times: “la mayor parte de la gente, incluso aunque no les gustase el gobierno de Franco, le agradecen al menos el tener orden y el estar libres de los asesinatos anarquistas”. Poco después, recomendó a los países democráticos que fueran más “amistosos en nuestro trato con España”, donde “existe una libertad mucho mayor que la que hay en Polonia y Rusia”. En esas declaraciones se pueden adivinar ya los contornos de la Guerra Fría y la posición que acabaría teniendo el régimen franquista en ella: su anticomunismo acabaría importando más que su autoritarismo. Al mismo tiempo, Beveridge también escribió un artículo en The Observer titulado “¿Cómo deshacerse de Franco?”. En él explicaba algunas estrategias para restaurar la democracia en España, aunque consideraba que el franquismo no era una dictadura totalitaria y en ella existían todavía algunas libertades civiles.

Al régimen esos matices no le importaron mucho. Lo importante era que una eminencia del extranjero había visitado el país. España estaba en un momento internacional delicado. En febrero de ese año, Francia cerró sus fronteras. Unos meses después, Francia, Reino Unido y Estados Unidos firmaron la llamada “nota tripartita”, en la que pedían la renuncia de Franco y el establecimiento de un gobierno provisional. A finales de 1946, la ONU aprobó una declaración en la que se excluía a España de la organización y se invitaba a la retirada de embajadores del país. La visita de Beveridge era una buena maniobra de propaganda, y más si luego el invitado hablaba relativamente bien del régimen de vuelta a casa.

Pero el impulso inicial de su invitación no fue exclusivamente propagandístico. Había miembros del régimen que tenían un interés genuino por el Plan Beveridge y por su sistema de seguridad social. Era una época, como expone el historiador Antonio Cazorla Sánchez en su nuevo libro Los pueblos de Franco. Mito e historia de la colonización agraria en España, 1939-1975, en la que el régimen tenía un clara retórica de justicia social (su traslación a la práctica es otra cuestión). En un discurso previo a los seminarios, Luis Jordana de Pozas, el director del INP, dijo: “El régimen español de Seguros Sociales se anticipó en importantes extremos a algunas de las recomendaciones del Plan Beveridge y gracias al desarrollo que el Movimiento Nacional ha impuesto en la legislación laboral, ocupa un puesto de avanzada en la lucha por la Seguridad Social.” Como ha escrito Nicolás Sesma en Ni una, ni grande, ni libre. La dictadura franquista (Crítica, 2024), “lógicamente, la cobertura social que proporcionaba el Estado franquista no tenía absolutamente nada que ver –ni en cuanto a su volumen, ni en cuanto a su misma naturaleza, organizada a través de seguros mutualistas y arraigada en la tradicional caridad cristiana– con la que estaba construyéndose en los países democráticos”. Pero eso no significa que no hubiera interesados en aplicar ideas parecidas en España. En su estudio sobre la visita de Beveridge a España, Arturo Álvarez Rosete dice que Jordana de Pozas, director del Instituto Nacional de Previsión, “pretendía que las ideas de Beveridge captaran la atención de los actores políticos y se consiguiera su apoyo definitivo a un plan unificado de seguros sociales bajo el monopolio exclusivo del INP”. Según Rosete, la lucha política entre las familias del régimen impidió una unificación que “hubiese colocado a España a la cabeza de las reformas mundiales de seguridad social”.

Hubo intentos y fracasos “bienestaristas” parecidos durante el franquismo. En Los pueblos de Franco aparecen varios ejemplos de una retórica de “justicia social” que no tiene luego una aplicación práctica. El libro de Cazorla es un estudio académico sobre los pueblos de colonización, uno de los proyectos de la dictadura para mejorar la situación del campo: el régimen buscaba campesinos afines al régimen (“de buena moralidad”) y poco conflictivos para colonizar zonas agrarias infraexplotadas. Como dice el autor, se asentó a unos 40.000 colonos en unas 30.000 casas en trescientos pueblos que se crearon ad hoc (la arquitectura racionalista de algunos de ellos es muy interesante). Pero “ni los asentamientos de campesinos, ni por supuesto la redistribución de la tierra que llevó a cabo el inc [el Instituto Nacional de Colonización] fueron suficientes para cambiar la estructura social o económica del agro español”, que era lo que realmente hacía falta.

Los pueblos de colonización sirvieron, sobre todo, como instrumento de propaganda del régimen para vender su “valiente política de justicia social”, en palabras del dictador. En los años cuarenta y cincuenta, Franco hablaba mucho en estos términos. En un discurso en Jaén en 1951, echó la culpa de la pobreza “al dejar hacer del liberalismo español”, a los caciques y a los “explotadores del hombre por el hombre”. En otro discurso, también en Andalucía, habló de que “nuestro Movimiento político es de liberación de los humildes”. En 1947, Evita Perón visitó el país y Franco se alineó con su discurso que combinaba el nacionalismo, el populismo y el autoritarismo. Con la mujer de Perón, visitó zonas rurales en las que repartió supuestos títulos de propiedad a colonos agrarios. En esos años, el dictador se vendió como el gran benefactor del campo español; la realidad es que los salarios agrícolas no recobraron el nivel previo a la guerra hasta 1962.

La combinación de clientelismo, corrupción, falta de fondos, presión de los latifundistas y un cambio de modelo productivo en España (donde el papel del campo fue gradualmente dejando de ser tan importante) limitaron mucho el plan. Igual que ocurrió con el proyecto de seguros sociales del régimen, el de la colonización también murió a pesar de sus iniciales buenas intenciones. La historia del franquismo está repleta de ejemplos así: una mezcla de cinismo e ingenuidad, de corrupción desde arriba y preocupación sincera de instancias inferiores (en el libro de Cazorla aparecen miembros del régimen y expertos peleando por una distribución más justa de la tierra y para que el plan de colonización funcione), de retórica de justicia social y defensa de los privilegiados, de disputas entre reformistas y fundamentalistas, de retórica grandilocuente e incompetencia. ~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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