“Caderazos cuya ley no discuto”

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Antes se llamaban vedettes, esponjosas “damas de la no- che”, demócratas de la epidermis, soberanas de la diamantina con sus coronas de avestruz, el cetro de su ombligo y el orbe cuádruple de sus esferas. El habla cotidiana degradó el apelativo a una descendencia procaz: las vedettes culminaron en exóticas o rumberas. Alguna vez Monsiváis estrechó su semántica en “tres palabras mágicas: concupiscente, solaz y turgencia”, que bastan para “integrar el escalofrío de lo desconocido”.

No siempre fue así. Podría fabricarse una antología con los poemas dedicados a esas pioneras de la libertad en el XIX: las artistas que crearon un género propio y único, la libérrima danza femenina. Llenaban teatros, enamoraban hombres, incitaban mujeres, creaban modas y estilos, ostentaban legendarias formas de libre expresión que –cuando salieron de los cabarets a los teatros multitudinarios– seducían países enteros: dejaban de ser “un anhelo minoritario para convertirse en el sueño diurno de la naciente sociedad de masas”, como escribe José Emilio Pacheco, que ve en ellas “el gran símbolo sexual y objeto laico de inalcanzable veneración”. ¿En qué medida la aparición de la bailarina autodeterminada, libre ya de Petipa y la estricta coreografía, modificaron los registros de la belleza y el erotismo y, desde luego, los márgenes de la inédita libertad femenina?

Como en tantas otras cosas, el pionero en México fue José Juan Tablada, dice Pacheco. Su poema “La Bella Otero” (1893) zarandeó la Revista Moderna y luego a todo el país. Tablada, que la vio bailar en París, la define con media docena de adjetivos estupefactos y un solo signo de admiración erecto: “Arcángel, loba, princesa, lumia, súcubo, estrella!” Mira morir a sus amantes, convierte a los próceres en mendigos, llena los manicomios de dementes. Mixta Diosa, flor y cefalópodo, es la psicopompa de La Muerte: “¿Cuando bailas sacudiéndote la ropa, / es tu falda suntuosa, inversa copa / que derrama los almizcles y el ardor? / ¡Y tus largas piernas dentro de las medias tenebrosas / surgen de ávidos abismos o entre jardines de rosas; / son tentáculos bestiales o pistilos de una flor?”

López Velarde veneró a todas las bailarinas que pasaron por México, buscando el público que la guerra europea les había quitado. En 1918, escribió su “Fábula dística” para la divina Tórtola Valencia, poema divertido y sádico, enigmático y sexual. Ella es también “el Árbol del bien y del mal”; sus danzas causan estragos y producen milagros: es “Eva montada en la razón pura”; un “monseñor, encargado de la Mitra” comete apostasía; los “Foscos mílites revolucionarios / truecan espada por escapularios”; las señoritas educadas piensan “que con virtud no se va a ninguna parte”. Y al mirarla bailar, “la pobre carne, frente a ti, se alza”…

También le escribió un poema a Antonia Mercé (“La estrofa que danza”). No me gusta tanto, si bien tiene una es- trofa que yo –pues se me concedió ver danzar a Tongolele en el Blanquita, hace décadas– viví en ojo propio: “Ya te adula la orquesta con servil / dejo libidinoso de reptil, / y danzando lacónica, tu reojo me plagia, / y pisas mi entusiasmo con una cruel magia / como estrofa danzante que pisa una hemorragia.”

A Anna Pavlowa la vio López Velarde bailar en México también en tiempos de Carranza, pero no escribió el poema sino en 1931, cuando supo de su muerte. Más que a Pavlowa es un canto a sus piernas triples, pues son “de rana, de ondina y de aldeana”. Una danza funerales y la otra epifanías; una es la Misericordia y la otra es la Justicia. Son las “manecillas del reloj humano”, las “Piernas / que llevan del muslo al salón / los recados del corazón”.

Escribir sobre las bailarinas célebres suponía evitar “las loas vulgares”. Vestir bien a la bailarina supone evitar lo predecible. Jamás decir que las piernas son undosas, las caderas trepidatorias, la cintura liliputiense, los muslos ebúrneos, los hombros abrasivos, los pezones lotófagos, los senos lácteos y abullonados, el vientre de cariátide y los glúteos de mazapán.

Qué sencillo se llamaban entonces. Al pasar de bailarinas a exóticas, pasaron de quitarse ropa a ponerse nombres. Tongolele fue quizás el intermedio previo a un delirante diccionario de resonancias caribeñas, africanas o europeas. De una olvidada novela tomo la lista ejemplar: Habaneira Grisú, Alea Ladoux, Gretchen Gardel, Walteria Wanda, Olimpia Piacere, Yesenia d’Luanda, Ingrid D’Kronos, Blixen Von Titt, Xóchitl Du Parc y Organa Parerga, vedette que culminó un posgrado en filosofía.

En alguna crónica Efraín Huerta dice que al desnudar su cuerpo la vedette desnuda también su alma, y que esto último la equipara al poeta. Y es gracioso, pues según él, ante la danza, cada espectador se convierte, por un instante aunque sea, en Goya, o en Rubens o en Diego Rivera… ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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