De mi madre inmigrante

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¿Pero por qué, madre, Bolivia

y no Chile, ni Perú ni Argentina?

Nosotros qué sabíamos, hijo, cuál país era cuál.

Todos decían: ¡América, América!,

allí hay trabajo, se gana mucho dinero

y las familias viven bien.

Y había las cartas de los parientes

vecinos de nuestra casa en Belén,

que se habían aventurado a Bolivia

y nos alentaban a seguir sus pasos.

Yo tenía diecisiete años

y estaba casada con Hanna,

tuvimos a tu hermano Issa

y partimos los tres.

Fue un viaje largo, muy largo.

Tras pasar por Marsella y París

embarcamos con gentes de todas partes,

y apenas iniciamos el viaje

me vinieron horribles mareos

y vómitos constantes.

Pero en días claros y calmos

salíamos a la cubierta

a tomar sol y contemplar el mar.

El mar tan grande y hermoso

que yo le pedía a Dios

no ahogarme en el asombro.

Semanas después, hicimos escala

en Colombia, en Barranquilla,

y allí me di cuenta de que nunca

hablaría español sin acento,

pues no podía, como hasta hoy,

pronunciar sino a mi modo

el nombre del puerto.

Y navegando por el Pacífico

pasamos fríos feroces

y tormentas que daban terror.

¡Cuántos días y noches

el barco ladeándose como un ebrio,

yo amarrando a mi hijo a mi pecho

y con los ojos cerrados

encomendándome a san Jorge

mientras el mar enfurecido

se alzaba bramando como el dragón!

Tal vez fue por eso que, ya en Arica,

caminando en la estación

poco antes de abordar el tren

con destino a Oruro por fin,

me dio tanto gusto aprender

la palabra andén.

Entonces cruzamos la frontera

y entramos en el Altiplano

como en una casa sin puertas,

pura ventana y con tanto espacio y luz

como su cielo azul, más profundo

que los mares que atravesamos.

Y sin saber aún nombrarlas

vimos al atardecer la paja brava,

la tola y la yareta que ardían

dorándose como el trigo,

y las nubes bajas, blandas

como la pulpa de los higos en Palestina.

Ya cerca de la llegada,

como si una soñara despierta

apareció una montaña nevada

y alguien al lado dijo: Es el Sajama,

con una jota tan árabe

que yo escuché: ¡Marjaba, Marjaba!

y sentí que todo, caminos y caras,

nos daban la bienvenida;

y me eché a llorar, hijo,

a llorar de alegría,

diciéndome a mí misma:

Esta es tu tierra, Kerime,

tu nueva patria.

Y así fue. ~


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