Para tomarle el pulso a nuestra crítica literaria estrictamente contemporánea, decidí conversar con Cruz Flores (Naucalpan, 1994) y Antonio Villarruel (Quito, 1983), quienes actualmente ejercen la crítica de poesía y de narrativa en Letras Libres. Aquí tenemos, de esa manera, algo de sus entusiasmos, de sus miedos, de sus lecturas favoritas, del panorama que observan y del que son, ya, protagonistas.
Christopher Domínguez Michael (CDM): ¿Por qué distraerse de la docencia y de la poesía en un momento donde parece tan lejana la Edad de la Crítica que se fue extinguiendo con el siglo XX? ¿Es cierto que si bien la crítica “siempre ha estado en crisis” también lo es que nunca antes ha habido menos espacios para la verdadera reseña literaria y el ensayo crítico de largo aliento? ¿Comparten ese diagnóstico o exagero?
Cruz Flores (CF): Estoy de acuerdo. Me parece que el terrible estado de la crítica en el siglo XXI se debe a una combinación de factores bastante complejos, que pueden dividirse en dos categorías: 1) el auge de la comunicación digital, que al mismo tiempo atomiza los discursos y nos hace pensar que “entender” y “consumir” son la misma cosa, y 2) el atenuarse del límite entre las categorías de “lo estético” y “lo político”, que resulta en una serie de exigencias morales (a veces, acaso, correctas, y a veces absurdas) para lxs artistas. Estos dos factores hacen que la literatura y el quehacer académico se hagan más planos, lo que también conlleva una simplificación de la cultura crítica, vuelta una especie de “cultura bolchevique”, en que se privilegian las virtudes morales y las circunstancias alrededor de la manufactura de los textos, en lugar de los textos en sí. Otra consideración importante sobre esto es la perceptible “improductividad” de la crítica, que es un ejercicio de nicho y sumamente poco comercial frente a un escenario tan agresivo como el del mundo editorial contemporáneo: hay cada vez menos rockstars de la teoría, y los que existen son fácilmente consumibles, reemplazables y tristemente pulcros. Por otro lado, sería importante pensar que los modelos de la crítica misma están cambiando, gracias a la misma tecnología, y quizás este trabajo esté migrando a otros medios y a otras formas de crear.
Antonio Villarruel (AV): Si se entiende la crítica como un espacio de generación de pensamiento complejo, no existe demasiada distancia entre la academia (o al menos un cierto tipo de academia a la que me gustaría adscribirme) y el ejercicio de rumiar y valorar los libros en una publicación fuera de ella. Acaso lo que mantenga viva a la crítica es ese riesgo permanente de desaparecer, si no es a mano de los papers (ya nadie sabe con certeza qué son), sí por obra y gracia de la indiferencia social. Aun así, casi enterrados los espacios de discusión libresca, la crítica literaria aparece en los lugares más insospechados. Es decir, creo que el mayor riesgo que corre la crítica literaria es menos un problema de plataformas de difusión que de actitud frente a lo que debe vivir el individuo. Piglia anotó que la crítica bien hecha es la que sirve para poder pensar otros campos, lo que la prolonga felizmente hacia diversos dominios de la vida cotidiana de la gente. No encuentro mejor definición que esta, y de ese vínculo feliz entre los poetas, los narradores, los ensayistas y los hermeneutas políticos.
CDM: Entre las generaciones mayores crece la sensación de que el “pensamiento woke” y la llamada “generación de cristal” vuelven endiabladamente difícil el ejercicio de la crítica literaria. ¿Es cierto que entre los más jóvenes la crítica está desterrada por razones ideológicas y hasta psicológicas o nuevamente exagero? En los años ochenta y noventa, los de mi juventud como crítico, cierta virulencia (o hasta violencia) era permisible. Con alguna frecuencia se invitaba a nuestros adversarios a presentar nuestros libros por pasión por el debate y la crítica, y no sin morbo festivo, también. ¿Son concebibles manifestaciones de ese tipo entre ustedes o nuevamente soy yo quien distorsionó las cosas con mi mirada?
AV: Tal vez aquí estemos jugando con polaridades falsas y se deba desmenuzar el meollo. Me refiero a que no es necesario pertenecer a una “generación de cristal” y, al mismo tiempo, renunciar al ejercicio de la crítica literaria porque “ahora no se puede decir lo que ha de decirse”. Tampoco es menester abandonar una postura firmemente antirracista, que es lo mismo que decir antifascista en todas sus variables, para seguir bregando por libros bien escritos, es decir, dialogantes con una tradición, osados y cuidados, pertinentes e irreverentes. Dicho esto, bien nos valdría una aproximación histórica al fenómeno de lo woke para saber que los códigos con que se emprenden esas luchas, especialmente las políticas de la identidad, responden a un escenario que no es nuestro, que no es latinoamericano, por así decirlo. Sabrán disculparme el anacronismo, pero estoy convencido de que el principal riesgo de lo woke en nuestros pagos es que renunciemos a una forma de hacer política liberando a los cimientos mismos de su responsabilidad por las injusticias políticas y sociales. Las etiquetas gringas del biendecir son una parte ínfima y ciertamente asaz cómoda de darse al activismo político, y no creo que sean fértiles para una transformación ni en Estados Unidos ni aquí, aunque pulule en todo Occidente una nueva especie de intelectual: la del censor sensitivo, que asusta a los demás con sus nuevos ucases, que prioriza lo que en Ecuador llamamos “cargamontón” (la condena grupal), y que ha aprendido con esmero el arte de la nueva etiqueta terminológica para no ofender a nadie.
CDM: ¿Entonces la onda expansiva de lo woke no llegará a América Latina?
CF: No creo en la existencia de una “cultura woke” como un fenómeno claro y contingente; más bien, la veo como un espejismo que viene de una forma particular de pensar la cultura, y de importarle un deber ser a la práctica del arte. Como bien dice Antonio, ese tipo de exigencias llegan a sustituir exigencias estéticas por sensibilidades con una intención más censora que crítica; darse cuenta de esto no significa negar la importancia de introducir experiencias y vidas diversas a los cánones literarios, sino exigirnos leer las cosas en todas sus dimensiones, en lugar de desde esa polaridad.
Existe una forma del ejercicio crítico que vive y goza de buena salud: la llamaría crítica light, aquella que se representa fácilmente en redes sociales y videos de YouTube, y en la que los límites entre la academia y la mercadotecnia son bastante difusos. Esta crítica tiende a priorizar novelas de editoriales grandes, y leerlas en función de ciertos cánones establecidos: son lecturas narratológicas o enfocadas en el argumento de las obras, y el lenguaje queda en segundo plano. Esto me parece, acaso, lo que de verdad es un signo de peligro para el pensamiento crítico.
Tengo la convicción, después de una década leyendo y dictaminando textos académicos, que muchas personas piensan que escriben, pero muy pocas saben escribir; la crítica light, aquella que no piensa a nivel de lenguaje, tiende a realizar juicios morales tajantes y celebrar valores percibidos en los textos, en lugar de abordarlos en una dimensión más amplia: el impulso de “quedar bien” o de generar controversia gratuita sobrepasa a la curiosidad crítica.
CDM: Para mi generación, en México, y gracias a Octavio Paz o a Carlos Monsiváis, para hablar de los extremos polémicos más socorridos (aunque había otros, acaso más interesantes, como la batalla de Antonio Alatorre contra la vulgata postestructuralista), la cultura era política y la política, cultura. Me da la impresión de que esa politización de la estética o estetización de la política, para decirlo con Walter Benjamin, se ha esfumado. ¿Es cierto que la llamada “autoficción”, que para mí no tiene mucho de novedad, es esa manera híbrida de hacer política hoy, desde la literatura?
CF: He pensado mucho en esta pregunta, y quizás, por deformación profesional, me resulta práctico entenderla en términos de mercado. El tiempo en que vivimos privilegia una idea difusa y romántica del individuo, y de la conexión entre individuos: estar cerca de alguien, sea Taylor Swift o Roberto Bolaño, es deseable, incluso aspiracional. Esto no deja de recordarme a Benjamin, que acusa al fascismo de “buscar darle expresión a las masas, preservando la propiedad”. La política y la cultura siguen siendo una misma cosa, a mi parecer; sin embargo, las formas en que opera el comercio de las ideas han pasado, quizás, al ámbito de una individualidad construida. En términos de mercado, el fenómeno de la autoficción podría entenderse como una literatura que va hacia la proyección de/en el otro, al tiempo que ofrece una especie de “autenticidad” suplementaria, atractiva para los lectores. Los mejores exponentes del género, como Emmanuel Carrère, Annie Ernaux o Karl Ove Knausgård, son quienes juegan con su propio personaje, y cuestionan la idea del “yo” en la ficción, cosa que se viene haciendo desde, de menos, Laurence Sterne, y poniéndonos más radicales, desde Murasaki Shikibu. La autoficción que más me interesa, y que me parece más políticamente relevante, es la que cuestiona el credo del yo sobre todas las cosas.
AV: Temo tener que lanzar un diagnóstico pesimista: la ausencia de una agenda política visible en la cultura es la omnipresencia de un tipo de agenda política en toda su ley, y esta es la del statu quo. No hay mayor elocuencia política que la falta de una inclinación política visible. Dicho esto, tampoco hay falacia mayor que un campo cultural políticamente neutro, que se pretenda supuestamente tolerante y pluralista, pero que, a la vez, no deje de limar las inconformidades radicales hasta volverlas aceptables. Quiero decir con esto que la idea adorniana de la negatividad debe ser salvaguardada. No tanto porque casi todo está perdido (que también), sino porque es el conflicto mismo la semilla de cualquier cambio y conquista. Por otra parte, si hay algo que se ha encargado de vender humo en la literatura contemporánea es la vulgata postestructuralista, de la que se desprende una economía del lenguaje demagógica y bastante a menudo oscurantista, vacía. Hay que ver lo que se dice en la academia con tal de aparentar sofisticación. Esto no quiere decir que las tramas sobre las que posó su mirada la llamada French Theory sean todas prescindibles; una de ellas, muy sencilla, es en la que reparó Stuart Hall: el problema entre cultura y poder, las relaciones de fuerza entre lo simbólico y lo fáctico. Corolario: no temáis a rebelaros, a pesar de todo. Rebelaos, para comenzar, contra la “autoficción”, que a Milton y Proust les causaría un bostezo eterno.
CDM: Históricamente, desde Walter Scott y Honoré de Balzac, la novela está al servicio del público y los novelistas ansían honores, lectores, premios, dinero y reconocimiento. No me escandaliza ese origen bastardo de la novela, ligada al mercado, pero es cierto que el lapso “modernista” (que por cierto coincide con la Edad de la Crítica), cuando que un Joyce o un Macedonio Fernández tuviesen poquísimos lectores era un timbre de orgullo, también desapareció. ¿Las torres de marfil o los cuartos de azotea están deshabitados? ¿Hay un lugar para los jóvenes escritores orgullosos de darle la espalda al público?
CF: Aquí hay algo muy gracioso: de un tiempo para acá he visto cómo, en México, la literatura más experimental y arriesgada es castigada por su “dificultad” en los circuitos más populares, mientras que modelos narrativos perceptiblemente más básicos, muchas veces con códigos de género, se piensan como la nueva “gran literatura”. Pudimos verlo con el Premio Nobel a Jon Fosse, y las reacciones de tantxs escritores que o no sabían quién era, o lo descartaban de buenas a primeras por ser nórdico y católico, cuando es sin duda uno de los mejores novelistas del siglo XXI. Creo que sí hay un lugar para la gente que escribe raro, pero siempre será menos visible y más contencioso, aunque sea el que termine siendo relevante a futuro. Necesitamos más escritores raros, porque pocas cosas me aterran más que un futuro de novelas planas vendidas como lo de mayor relevancia o “lo mejor”… aunque quizás así se sentía vivir en tiempos de Dickens. Hay que estar conscientes de la cercana relación, más evidente hoy que nunca, entre la literatura y el mercado que deviene de la misma (con sus ramas en otras industrias, como la academia, el cine, el videojuego, y demás).
AV: No veo nada que echar de menos si desaparece la figura romántica del escritor de pocos lectores. Que los premios sean en su mayoría parte de un engranaje que busca inflar los estados de resultados de las corporaciones editoriales es algo que ya sabíamos. Lo que realmente me preocuparía es dejar de lado las interesantísimas relaciones entre literatura y economía, que pasan, de modo inevitable, por las formas de obtención de dinero a las que los escritores han acudido y que, en algunas ocasiones, han sido ejercicios de malabarismo numérico para llegar a fin de mes.
CDM: Me parece que la poesía, siempre minoritaria con relación a la narrativa, ha perdido ese desdén por la promoción y ansía lo que los novelistas tienen o quieren tener. Siempre ha habido poetas que cuelgan los hábitos y se vuelven novelistas, ansiosos de algo más. Pero ¿qué tan cierta es esa tendencia? ¿O la vanidad sigue siendo la misma que en todas las generaciones? ¿Dejar la poesía por la narrativa es un camino sin regreso?
CF: En un ensayo reciente sobre la obra de Ocean Vuong, la eminente crítica norteamericana Helen Vendler habló de la primera novela de este poeta como “un largo poema en prosa”, dando a entender que era una novela fallida, aunque un buen poema. Las novelas de poetas son de mis cosas favoritas, sobre todo por ese dejo catastrófico que tienen: o no se entienden, o se entienden mal, o no son novelas; no todxs podemos ser Thomas Hardy. La poesía es un camino difícil, en el que lo peor que uno puede hacer es asimilarse a las tendencias, y quizás el peor ejemplo de ese intento de asimilación sea escribir una novela. Sin embargo, no creo que sea un camino sin retorno: siempre existe la posibilidad de que, aunque fracase, el libro sea interesante. En cambio, lo que sí me parece un camino sin retorno es la asimilación cultural. Cuando un poeta deja de escribir lo que le interesa y empieza a cazar premios y reconocimiento, cuando su poesía empieza a tomar los tonos de lo más corriente (pienso en la poesía de la experiencia española o en la pseudo-language poetry mexicana), es cuando está en mayor riesgo de perderse.
AV: El caso de la celebración a los poetas que desdeñan la promoción y mantienen su oficio casi como una actividad artesanal está asociado, me parece, a la idea anacrónica y un poco cursi del bardo alejado del capital. De algo tienen que vivir los poetas, y no me extraña que algunos de ellos, como Eliot o Pessoa, hayan ocupado oficios “poco compatibles” con la poesía. A mí me gustan varios poetas que se dan a la prosa porque suelen ser muy virtuosos en el ensayo: ahí se ubica Pound, por ejemplo. Puede ser una suposición errada, pero tengo la impresión de que, más allá de la sospecha de vanidad, lo que los lleva a salir de la poesía es la aplicación del mismo cuidado que ponen en la palabra al campo de las ideas. Por poner un caso archiconocido en el terreno de la narrativa, no creo que Bolaño haya decidido pasarse a la ficción por un culto al ego o por entreverar una salida desesperada de su pobreza. Más que eso, me parece que es por la tentación de probar hasta qué punto las leyes de la ficción pueden compartirse con las de la poesía, es decir, cuánto de la elasticidad y hondura del poema puede ser extrapolado al argumento, la narración, la elipsis y la extensión de la prosa.
CDM: En tiempos de una creciente paridad y de una justificadamente agresiva política de género que invade a la cultura también, ¿se sienten libres de hablar más allá del género?, ¿han tenido miedo a la cancelación, o los han cancelado, por estos nuevos motivos ideológicos?
AV: He tenido la buena estrella de que prácticamente todos los libros que me han gustado, y que he reseñado para Letras Libres, han sido escritos por mujeres. Desde Cynthia Ozick hasta Claudia Ulloa Donoso, tengo la sensación de que buena parte de lo mejor que se ha publicado en español ha sido traducido y escrito por ellas. ¿Caballerosidad? ¿Indulgencia? No se me ocurre nada más contraproducente. Pero no tener miedo a la inquisición y al ostracismo que reinan en algunos espacios sería mentir. Hablábamos del censor sensitivo y me basta una anécdota: hace unos años escribí en un periódico ecuatoriano una columna titulada “Las sororidades puritanas”. El artículo fue mal leído, o leído con saña, y lo más razonable que pensaron quienes lo criticaban, dolidos porque se reprochaba sus espurias prácticas políticas, fue hacer una suerte de corrillo digital para boicotearlo.
CF: Muchas veces, en lugar de la escritura que se critica, se piensa en a quién se crítica, y todo parece suceder a nivel personal. A mí me interesa la trayectoria creativa de lxs artistas, y procuro emitir mis opiniones con la mayor sinceridad posible, sin intención directa de ofender, pero sí explicitando cuando algo me parece infumable. Me gusta pensar en las obras como puntos de conexión, lugares que desarrollan un discurso, que cuentan una historia más grande, e intento pensar desde ahí. Aunque a veces pareciera que lo importante no es este proyecto literario, sino con quién me peleo en Twitter esta semana; he sido más cancelable por decir en esa red que alguien escribe horrible, que por dar una opinión clara y balanceada, aunque negativa, en una reseña, lo que me parece un poco triste. Ojalá un día logre hacer que me cancelen por un texto crítico, sería una novedad interesante.
CDM: Me arriesgo con preguntas periodísticas que en mi día me fastidiaban pero que son inevitables, casi diría que fatales. ¿Qué han leído que sea significativo, de novelas y poemas aparecidos en este primer cuarto del siglo XXI, que acabará por ser el de ustedes? Quisiera nombres y autores que les sean relevantes; hablar de tendencias es con frecuencia vaporoso.
CF: Intentaré ser breve y preciso, para no confundirme. En poesía, Ilya Kaminsky (Bailando en Odesa), G. A. Chaves (Wallau), María Sánchez (Cuaderno de campo), Ocean Vuong (Cielo nocturno con heridas de fuego) y Elisa Díaz Castelo (Principia). En narrativa, Olga Tokarczuk (Los libros de Jacob), Jon Fosse (Septología), Karl Ove Knausgård (Un tiempo para todo), Ariana Harwicz (Trilogía de la pasión), Chris Ware (Building stories), Verónica Murguía (El cuarto jinete) y Federico Falco(Los llanos).
CDM: Es natural y hasta ilustrativo que algunos de sus autores me sean desconocidos… Tal parece que el crítico está condenado a ir perdiendo el paso.
AV: El cambio de siglo ha significado la madurez de escritura y lectura de dos autores potentísimos en la narrativa latinoamericana, lo que alumbra un probable futuro venturoso: por un lado, Fernando Vallejo, que cada vez escribe mejor y con mayor humor; por otro lado, los libros inclasificables de María Moreno. Creo que el insoslayable Luis Felipe Fabre está a la cabeza de los mejores narradores, poetas y ensayistas mexicanos, seguido, en su país, por Álvaro Enrigue y Yuri Herrera. No sé si son mis afinidades electivas o mi escaso talento para escapar del realismo, pero me parece que la tan desdeñada literatura española ha dado muy buenos escritores estos años, desde Cristina Morales hasta Paco Inclán. De este lado del Atlántico también me atraen Camila Sosa Villada, Alejandro Zambra, Eduardo Lalo, Junot Díaz y el fantástico libro que escribió Pilar Donoso unos años antes de suicidarse.
CDM: Me alegra que su canon no sea tan anglosajón como me lo temía… De los clásicos hispanoamericanos, nacidos en el siglo XX y aquellos que todavía alcanzaron a publicar en ese siglo, ¿cuáles están más cerca de su corazón de lectores? ¿A quiénes regresan sin cesar? ¿A quiénes recomiendan con fervor?
CF: Entre los poetas, Gonzalo Rojas, Gerardo Deniz, David Huerta, Jorge Eduardo Eielson e Ida Vitale. Entre los narradores (mi gusto por la narrativa hispanoamericana, de la que no soy un gran conocedor, se dio entre los dieciocho y los veintiún años, cosa que se nota en esta lista) estarían Roberto Bolaño con Los detectives salvajes (soy milénial, a fin de cuentas), Salvador Elizondo (Farabeuf), Josefina Vicens (El libro vacío), José María Arguedas (Los ríos profundos) y Reinaldo Arenas (El mundo alucinante).
AV: Vuelvo sin cesar a Mario Vargas Llosa, porque sus derivas políticas han obturado a ojos del continente el excelente narrador que es. Una considerable porción de sus obras no ha envejecido mal, como sí ha sucedido con libros de Carlos Fuentes, Julio Cortázar o Mario Benedetti. De estos tres, lo mejor que queda es la ambición literaria; lo peor, sus lecturas un tanto rústicas del campo literario y, sobre todo, del político. Resta por ver el camino que tomarán los libros de Roberto Bolaño, pero me aventuro a escribir que La literatura nazi en América, Amberes, 2666 y Los detectives salvajes se seguirán leyendo en las décadas por venir.
CDM: ¿Se ven en cinco, diez años, haciendo crítica, ya sea en Letras Libres o en otro medio? ¿La suya es una vocación o es un tiempo de tránsito? ¿Padecen de la enfermedad de la crítica?
CF: Mi vocación literaria, como buen expatriado de la academia y negacionista del sentido unívoco, es decir lo menos posible de la forma más exacta posible. Escribir crítica es un ejercicio de circularidad maravilloso: disfruto pocas cosas más que hablar sobre libros, tentando un centro que no existe sino por asociación. Mi experiencia en Letras Libres me ha permitido refinar la pluma y crecer en la crítica, y seguir escribiendo aquí no deja de entusiasmarme. También, despojarme de los elementos teóricos necesarios en la escritura académica y asumirlos de forma más orgánica ha sido una gran manera de forjarme un camino. Si bien alguna vez pensé en la crítica, y en la literatura, como proyectos de vida, ahora me funcionan mejor como tentáculos importantes en un proyecto de pensamiento fuera de un modelo académico-artístico establecido.
AV: Redoblo la apuesta: me veo viviendo de la crítica, académica y no. No me imagino un lugar más apasionante que Letras Libres, mi metro de platino iridiado del pensamiento liberal.
CDM: ¿Qué actitud o sesgo de lo que hemos hecho los viejos críticos no repetirían ustedes? ¿Por cuál novedad, si la hay, quisiesen dejar su impronta en el tiempo?
AV: Nunca antepondría la teoría por encima del texto literario y el desafío de historizarlo. Todavía no me preocupan los legados: apenas si gozo de pequeños espacios de publicación y discusión literaria.
CF: Por un lado, agradezco haberme separado a tiempo de la fiebre teórica, si me encontrara reseñando un libro a partir de Barthes o de Greimas me avergonzaría de mí. Por otra parte, más que novedad, me gustaría dejar un corpus crítico lo suficientemente firme, no equivocarme demasiado, o al menos equivocarme de formas inesperadas y divertidas. No quiero alejarme de la dimensión lúdica de la crítica, en estos tiempos en que todo parece ser tan serio y tan “honesto”. Quiero generar mejores paradojas, más puntos de fuga, quizás mentir mejor. ~
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile