¿Qué clase de ruco quieres ser?

Rogelio Garza observa en “Crónicas de una realidad alterada” cómo las nuevas generaciones se alejan de la música que lo formó, mientras celebra la capacidad del rock para seguir siendo una fuerza que incomoda y cuestiona.
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Entre los quince y los dieciocho años, a la gente de mi generación le dio por concebir extraños seres mitológicos: por mencionar dos, el Oso Negro que no daba resaca o el hobby que se volvía un trabajo. Las mismas personas, sobre todo las fanáticas del rock y los libros, soñaron también con criaturas mitad literatura y mitad rock, quimeras que reunieran lo mejor de ambos mundos. No necesariamente buscaban una literatura que hablara solo de rock –aunque mucho ayudaba– sino una capaz de reproducir la sensación eléctrica, el estruendo, la libertad y la incivilidad del género. Muchos experimentaron esa epifanía con los poemas de Jim Morrison o los artículos de Lester Bangs; acaso nadie llegue a tenerlas con las memorias de Fermín IV acerca de cómo se volvió cristiano. Yo viví la iluminación sorprendentemente tarde, cuando descubrí a Chuck Klosterman, y Rogelio Garza bastante temprano, cuando leyó –de pie, en la sección de novedades del Sanborns, a mediados de los ochenta– la primera página de La nueva música clásica de José Agustín. Él tenía quince años; el autor del libro, cuarenta y uno.

Para Garza (Ciudad de México, 1970), la prosa de Agustín atraía como imán sus otras aficiones –los programas radiales, los casetes, las revistas, los toquines–. Y mejor que eso: les daba sentido. El compromiso de aquella obra con el rock no era solo el de un señor empeñado en reivindicar un género primero satanizado, luego menospreciado y cada seis meses dado por muerto, sino el de alguien que ensayaba un lenguaje nuevo para hablar de él. Una lengua al mismo tiempo ruidosa y llena de timbres insospechados, rítmica, vulgar, dúctil para la emoción y el dato periodístico. Gracias a La nueva música clásica Rogelio Garza se convirtió primero en un fan que viajó a Cuautla a visitar a su ídolo –en un coche “prestado”, con la cantidad exacta de gasolina para llegar, pero no para volver– y, más tarde, en escritor.

Crónicas de una realidad alterada prolonga la enseñanza agustiniana. Por fuera: un volumen sobre rock, cultura y drogas; por dentro: un testimonio sobre el inevitable estira y afloja entre el espíritu rebelde y la normalidad a la que obliga la vida adulta. Garza entiende que el rock inocula una inconformidad duradera para criticarlo todo, no solo las bandas y los conciertos –su materia prima como periodista musical–, sino los milagros, desastres y perplejidades sociales de la última década. Al autor le preocupa la persistente desorientación con que nos enfrentamos a nuestro tiempo, pero le aterra todavía más amoldarse a la tradicional sociedad mexicana sin siquiera meter las manos: por eso siente placer cuando celebra sus cincuenta años revolcándose en el fango durante un concierto de Les Claypool y Fu Manchu y una extraña incomodidad cuando alguien le dice que parecía, no el “psiconauta que viajaba a la velocidad de la luz”, como se sentía en aquel momento, sino un niño, un niño jugando en el lodo.

Aquí y allá, el cronista intenta tomarles el pulso a los cambios sociales y culturales, con los ojos y oídos puestos en las actuales formas de convivencia y las canciones de éxito. De esas inmersiones sale algo más pesimista, menos a gusto con la realidad circundante y convencido de que las nuevas generaciones escuchan música cada vez más fea. Argumenta contra el victimismo, la moralidad y, desde luego, los ritmos bailables de hoy día, pero también celebra la serie de transformaciones –tan profundas que ni nos dimos cuenta– que hicieron posible darle un Nobel a Bob Dylan. Con frecuencia se resiste a ser el c-ñor al que mandan a sentarse, pero, al final, libre ya del afán que exhiben otros por congraciarse con la chaviza, admite su total desconexión con las letras beliconas o perreables (incluso, en las noches de luna llena, llega a transformarse en un viejo empijamado que toca la puerta de sus vecinos para regañarlos por andar de fiesta a media semana).

Y bueno, sí, está el asunto de las drogas. Aunque el autor afirma que un rock sin drogas es como una cerveza sin alcohol, un hípster sin perrhijos o alguna otra metáfora progre que se les ocurra, su idea de la “realidad alterada” no es por fuerza la que pasa por las sustancias. Hay ciertamente una aventura psicotrópica en una playa, un descenso al paraíso hotelero que habría aplaudido su maestro José Agustín, pero es en el entorno cotidiano –la calle, su edificio de departamentos o la casa de la madre– donde aquel estado intermedio entre vigilia y alucinación logra sus mejores episodios. No falta, como corresponde, algún producto químico involucrado, sin embargo, el mundo no se trastorna gracias a él, sino por los seres esperpénticos que se le aparecen a Garza para desmadrarlo todo. Puede tratarse del policía que le propone una carrera en bicicleta a fin de evitar una detención o del mismísimo Edgardo Franco alias el “General”, a quien conoce antes de que el pionero del reguetón ingrese a los testigos de Jehová y repudie la época en que cantaba “Juana, Juana, pélame la banana”.

Educado primero en la escuela de Kiss y luego en la de los Ramones, los Brian Jonestown Massacre y otros muchos más, Garza huye de los valores que insinúen algún tipo de complacencia, ya sea heredada o autoinfligida: la religión, el chamanismo corporativo, la corrección política. Incluso cuando quiere mostrar su lado más capitalista, convertido por azares del destino en proveedor de gel desinfectante durante la pandemia, la experiencia termina por parecerse menos a un episodio de Shark Tank y más a uno de Breaking Bad. Las llamadas de clientes desconocidos, las sospechosas peticiones de exportación y las señoras que trafican geles de la competencia mientras van a buscar a sus hijos a la secundaria tiñen la historia de colores insólitos, solo al alcance del cronista que los percibe.

“¿Qué clase de ruco quiero ser?” es la frase que, hace poco, le escuché a Paco Huidobro durante una entrevista. Huidobro –de 55 años, mente maestra detrás de Fobia, músico respetado por otros músicos y un reaccionario en toda regla, al menos en su timeline de X– distinguía, a grandes rasgos, dos grupos de gente mayor: de un lado estaba Ace Frehley, de Kiss, o los integrantes de Def Leppard, que han insistido en regurgitar las glorias del pasado vistiéndose y maquillándose como si tuvieran todavía veintitantos; en el otro, David Byrne, un tipo que, gracias a sus proyectos actuales y sus incursiones en los libros y las artes visuales, puede ir por la vida sin mencionar que lideraba Talking Heads. Los del primer grupo, resumía Huidobro, hablan de lo que fueron; los del segundo de lo que son.

Rogelio Garza acaso respondería que “ser respetable” es el tipo de futuro que precisamente no le desearía a ningún rockero. Nada de adaptarse a la edad, nada de ceder a lo que se espera de uno después de la tercera o cuarta décadas. De hecho, Kiss se volvió otro grupo del montón cuando dejaron de maquillarse, cuando abandonaron la ilusión teatral que inspiraba a las siguientes generaciones. Porque el rock, si hemos de pensar en nuestras minúsculas biografías, es un giro que arruina una vida prefabricada sin arruinarla del todo, una desviación de las obligaciones adultas que las mantiene a flote mientras las enrarece. Y, en este conjunto de crónicas, Rogelio Garza valida esa perspectiva, mientras se enloda las botas o maneja un auto en reversa por las calles de Querétaro. ~

Rogelio Garza
Crónicas de una realidad alterada
Ciudad de México, Gato Blanco, 2024, 214 pp.


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