Entre las mil corrientes en la agitación universitaria de estos últimos meses, la pequeña onda que captó mi atención fue un escándalo claramente menor en Harvard en febrero, que no causó ni una sola ventana rota, disturbio estudiantil o irrupción masiva de agentes del Estado. Fue un escándalo alrededor de una caricatura. El escándalo menor tenía no obstante la virtud de arrojar una luz retrospectiva sobre un escándalo anterior en la Universidad de Harvard, que fue en gran medida el episodio fundacional de lo que eventualmente se volvió la enorme marea de protestas y controversias universitarias.
El escándalo original fue una declaración firmada por más de treinta grupos estudiantiles de Harvard poco después de la masacre del 7 de octubre de 2023, que culpaba de las atrocidades a Israel (“enteramente responsable”) en vez de a Hamás (a quien no mencionaban). Más tarde vino la torpe vacilación de la presidenta de Harvard, Claudine Gay, que no se pronunció de una manera suficientemente articulada sobre la masacre y la declaración estudiantil, lo cual condujo a su notorio fracaso para encontrar algo condenatorio que decir, ante el Congreso, sobre los estudiantes que pedían el genocidio de los judíos (“depende del contexto”), lo que llevó a todo lo demás. Y esto no fue solo en Estados Unidos. En París, Sciences Po, o sea el Institut d’Études Politiques de Paris, que es más o menos el Harvard francés, generó su propio escándalo, que comenzó en marzo. Los estudiantes de Sciences Po llevaron a cabo un mitin propalestino. Un estudiante judío reunió el valor de entrar al anfiteatro, y fue recibido de una manera tan execrable que atrajo la atención de Emmanuel Macron mismo, que consideró su deber señalar el comportamiento “horrible y perfectamente intolerable” –lo cual, para fines de abril, condujo a la ocupación estudiantil de los bajos de una escalera, a la intervención de la policía antimotines, a la indignación respecto de la amenaza a la libertad académica y generalmente a la turbulencia que tantas universidades y organizaciones artísticas han experimentado–. De este modo, la ola de protestas contra Israel y el sionismo, enorme y en ocasiones escandalosa, que comenzó en Harvard, se ha vuelto, bueno, tal vez no universal. No parece que problemas ni protestas semejantes se hayan producido en varias regiones. Pero la ola ha sido grande.
El escándalo de la caricatura –el miniacontecimiento de Harvard en febrero– fue ocasionado por dos organizaciones estudiantiles –el Comité de Solidaridad con Palestina de los Estudiantes de Licenciatura de Harvard y la Organización de Resistencia Africana y Afroamericana– con el desafortunado apoyo de otra organización más, llamada Personal Académico y Administrativo de Harvard por la Justicia en Palestina. Los dos grupos estudiantiles se propusieron mostrar y aclamar los orígenes históricos de la solidaridad afroamericana con la causa palestina. Esto se remonta a 1967 y a los jóvenes activistas rebeldes del movimiento por los derechos civiles. Los grupos estudiantiles de Harvard querían explicar que, al adoptar la causa palestina, los jóvenes rebeldes de aquellos tiempos habían dado un paso importante para hacer avanzar la lucha más amplia de la liberación negra. Los alumnos compusieron una infografía que señalaba esos puntos, y la ilustración dentro de la infografía era una caricatura, trazada al carbón, de un artista llamado Herman “Kofi” Bailey, sacada de un boletín informativo de 1967.
La caricatura mostraba a negros y a árabes oprimidos, en forma conjunta, por un mismo enemigo, los judíos. Un hombre negro y un hombre árabe (que podrían haber sido Muhammad Alí, el boxeador, y Gamal Abdel Nasser, el presidente de Egipto), con sogas amarradas a sus cuellos, miraban indefensos hacia arriba. En la parte alta de la caricatura una mano blanca, que lucía un tatuaje de una estrella de David con un signo de dólar en su interior, sostenía las dos sogas ligeramente entre sus dedos, lista para dar el jalón final. Pero la salvación estaba a la vista. Era un brazo enjuto que enarbolaba un machete con la leyenda “Movimiento de Liberación del Tercer Mundo”, listo para cortar las cuerdas y liberar a los condenados. La caricatura, en pocas palabras, era un melodrama con víctima (negros, árabes), victimario (judíos) y salvador (el movimiento de liberación). Los grupos estudiantiles de Harvard le atribuyeron a la caricatura el suficiente mérito para publicarla en su sitio de Instagram. A algún integrante del Personal Académico y Administrativo de Harvard por la Justicia en Palestina le gustó lo suficiente para repostearla, lo que indicaba aprobación (si bien, en realidad, el grupo de profesores y administrativos no tenía idea de lo que estaba siendo republicado). El miniescándalo estaba servido.
En esa ocasión, el nuevo presidente interino de Harvard –para entonces Claudine Gay ya había salido– demostró haber aprendido de los errores de su antecesora y condenó con rapidez el hecho. Y el decano del Colegio de Harvard, Rakesh Khurana, lo hizo mejor: calificó la publicación de Instagram de “inconfundiblemente antisemita y racista”, declaración atrevida ya que en Harvard los dos grupos estudiantiles seguramente se consideraban a sí mismos los enemigos más radicales del racismo. Y la declaración era doblemente atrevida, ya que el Personal Académico y Administrativo de Harvard por la Justicia en Palestina habían insistido, en su declaración fundadora, en refutar el argumento de que “la crítica del Estado israelí es antisemita”. Su propia crítica el Estado israelí resultó, sin embargo, antisemita. Dijo el decano: “Es claro que algunos miembros de nuestra comunidad están intentando probar los límites de qué tan bajo puede llegar el discurso, y ahora parece que hemos tocado fondo.”
Todo el mundo se disculpó. Harvard es civilizado. Pero a nadie le gusta que lo insulten. Y la gente acusada por su decano puede haber pensado que, si bien había sido un error no examinar la caricatura más de cerca, la opinión general entre los estudiantes de Harvard, y entre un buen número de profesores también, estaba de su lado. En conformidad, el Personal Académico y Administrativo de Harvard por la Justicia en Palestina lamentó su participación en el asunto utilizando con garbo el tiempo pasado: “Ha llegado a nosotros que una publicación con caricaturas anticuadas que utilizaban ofensivos tropos antisemitas estaba vinculada a nuestra cuenta.”
Las disculpas de los estudiantes se aventuraron aún más lejos en las zonas de la agresión pasiva. Los grupos estudiantiles borraron la caricatura caída en desgracia de su publicación de Instagram. Pero la reemplazaron con la fotografía del líder de los jóvenes rebeldes cuyo boletín informativo, allá en 1967, la había publicado originalmente. Se trata de Stokely Carmichael, posteriormente conocido como Kwame Ture, un hombre carismático cuya consigna más famosa fue la emocionante “Black Power” (Poder Negro), pero cuya segunda consigna más famosa (famosa, por lo menos, para el sector del público señalado para morir) era el brusco gruñido: “el único buen sionista es el sionista muerto”.
El aspecto que me llama la atención ahora es lo fantasmal que resultó el elemento escandaloso, como si estuviera poseído por el escándalo original verdadero, no el de Harvard en días posteriores al 7 de octubre, sino el original del original, que ocurrió en 1967. Los jóvenes rebeldes de 1967 eran miembros del Comité Coordinador No-violento Estudiantil o SNCC, por sus siglas en inglés. En el periodo anterior a 1967, el SNCC fue –si se me permite decirlo así– la organización estudiantil más gloriosa que ha existido jamás. Martin Luther King Jr. y un sólido bloque de incondicionales con experiencia comandaban el movimiento por los derechos civiles en su división adulta, y los jóvenes del SNCC, formado por negros y blancos, eran los soldados de a pie de la ola humana, que marchaban a lo largo del sur, eran arrestados y golpeados, para al final alcanzar la victoria. El joven John Lewis de Atlanta era el presidente del SNCC. En Carolina del Sur, el joven James Clyburn se encontraba entre los incondicionales del SNCC. En Nueva York, la división de escuelas secundarias del SNCC movilizaba a los más jóvenes entre los jóvenes.
Para 1965, Stokely Carmichael y los que pensaban como él estaban comenzando a apoderarse de la organización. Lograron expulsar a los blancos (lo que solía significar los judíos). Para 1967 el joven Lewis había salido de la organización. Carmichael heredó la presidencia. Estalló en Medio Oriente la Guerra de los Seis Días. En los países árabes, el impacto de observar tal cantidad de ejércitos árabes derrotados tan rápida e ignominiosamente por Israel desató un terremoto político, lo que significaba la radicalización, un acontecimiento de importancia en toda la región. Las campañas terroristas palestinas se pusieron en marcha. Y la guerra desató un terremoto adicional en el movimiento estadounidense por los derechos civiles. El nuevo equipo en el SNCC se rebeló contra la vieja guardia de los derechos civiles y sus muchas alianzas, ante todo la alianza con los judíos de los Estados Unidos. Y el boletín informativo del SNCC publicó un artículo en contra del sionismo.
Era una argumentación feroz. El sionismo en la visión del SNCC era la fealdad misma. El sionismo era racista aun en contra de los judíos de piel más oscura. Explotaba a la África negra, se mostraba hostil hacia la liberación africana y, respecto a los palestinos de Gaza, podía compararse con los nazis. El sionismo era una creación del imperialismo británico y estadounidense. Su propósito era ayudar a que el sector blanco de Estados Unidos explotara el petróleo árabe. El sionismo, a fin de cuentas, era producto de una “conspiración, junto con los británicos”, de Rothschild –los Rothschild, que, en mayúsculas, “CONTROLAN BUENA PARTE DE LA RIQUEZA MINERAL AFRICANA”–. La caricatura de la soga ilustraba fielmente el artículo. Y el espíritu de ese artículo y su caricatura se volvió una tendencia, visible en el SNCC y también en el recién creado Partido de las Panteras Negras, que a su vez publicó sus propias caricaturas sobre temas similares.
Estos fueron desarrollos significativos, los cuales acaso podrían ser presentados, tal como lo hicieron los estudiantes de Harvard en su infografía y los profesores que los apoyaron hace unos meses, como contribuciones a una “conciencia más elevada” dentro de la lucha negra por la liberación. Pero también se podría argumentar que, tomando todo en consideración, la rebelión antisionista de los jóvenes dentro del SNCC en 1967, junto con el auge de las Panteras Negras, básicamente destruyó la coalición política nacional que King, Rustin y los dirigentes pro derechos civiles de la vieja escuela habían armado de manera tan brillante. La destrucción se produjo además en un momento crucial, justo cuando, bajo la inspiración de Rustin, King daba los primeros pasos para lograr una transformación básica del movimiento por los derechos civiles.
El movimiento histórico era una campaña para obtener derechos legales y, para 1967, sus demandas específicas principales habían llegado a las leyes, habían sido aprobadas por el congreso y firmadas por Lyndon Johnson. Sin embargo, Rustin había concebido una nueva idea, que era convertir el movimiento por la igualdad legal en una campaña por la igualdad económica. La idea era expandir la coalición por los derechos civiles a una inmensa campaña multirracial a favor de reformas democráticas sociales, bajo el mando de la vieja dirigencia pro derechos civiles, lo cual significaba el propio King y su círculo. Era una propuesta para mover la política social estadounidense significativamente hacia la izquierda, al estilo europeo, con la connivencia de la administración de Johnson. Solo que el universo entero conspiró contra Rustin, King y este muy ambicioso proyecto.
No eran únicamente los jóvenes radicales en el SNCC, junto con sus camaradas en el Partido de las Panteras Negras y todos los que admiraban al SNCC y las Panteras, que era mucha gente. Los sindicatos socialdemócratas –los sindicatos textiles, históricamente judíos, más los obreros de la industria automotriz– tenían su propia rama juvenil, que era los Estudiantes por una Sociedad Democrática, o SDS, blancos sobre todo, que se enorgullecían de ser leales aliados del SNCC. Y los jóvenes exaltados del SDS y sus propios amigos entre los hippies y freaks ya estaban haciendo su parte en la destrucción de la vieja coalición, si bien no generalmente a nombre del antisionismo o por odio a los judíos. En realidad, no todo el mundo odiaba al sionismo y los judíos. Pero todo el mundo odiaba a la vieja generación –todos dentro de los movimientos juveniles de activistas de izquierda, salvo unos cuantos–. Fue duro para los mayores de cincuenta años. El vasto proyecto democrático y social de Rustin dependía, en todo caso, de King y su carisma, y el asesinato en Memphis, que ocurrió en abril 1968, prácticamente acabó con el proyecto. Y Richard Nixon fue electo presidente. Y Stokely Carmichael partió a hacer una nueva vida en África.
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El giro del SNCC hacia el antisionismo siempre ha parecido un poco desconcertante, y esto es por el propio Carmichael. Carmichael nació en las Antillas pero creció en el Bronx, Nueva York, donde los judíos no eran una especie exótica. En la Escuela Secundaria de Ciencias del Bronx, donde estudió, los descendientes del Bronx judío llenaban los pasillos y ninguno de esos estudiantes era como los Rothschild, incluso varios de ellos venían de ambientes donde no escaseaba el entusiasmo por King y el movimiento pro derechos civiles. Todd Gitlin iba un año atrás en el Bronx Science –de ahí, Gitlin fue a Harvard, donde se volvió un dirigente nacional del SDS–. Harvard también mostró interés por Carmichael y le ofreció una beca, pero Carmichael prefirió ir a la Universidad Howard de Washington, la más distinguida universidad de estudiantes de color.
Y, sin embargo, en Howard uno de sus amigos más significativos resultó ser Tom Kahn, otro socialista más de familia judía, en este caso de Brooklyn. Fue el joven Kahn quien llevó a Carmichael al círculo alrededor de Rustin-Kahn. De la facción socialista de Max Shachtman, famosa por su inteligencia, Kahn pasó a ser estratega de Rustin y, más tarde, estratega de la Federación Estadounidense del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales (Federation of Labor and Congress of Industrial Organizations o AFL-CIO). ¿Cómo entonces alguien como Carmichael, con tantos amigos y camaradas que eran parte del apoyo judío a la causa negra, pudo hacer su camino hasta “tocar fondo”, en la expresión del decano de Harvard, dentro de las antiguas supersticiones y la creencia de que el opresor de los afroamericanos era la judería internacional? Este tipo de descenso puede hacer que uno se pregunte si algún terrible incidente no lo condujo a una respuesta brutal: un casero malandrín, un malévolo profesor de matemáticas, una banda malvada en la secundaria, ¿o quién sabe?
Pero estas son especulaciones tontas. Carmichael era un hombre serio, y su evolución fue un asunto de seria reflexión –un asunto de sofisticación intelectual, en cierto grado, y no de su carencia–. La idea clásica de los derechos civiles, en la versión de Rustin, era en sí misma una sofisticación poderosa. Era un internacionalismo, con inspiraciones sacadas de la rebelión anticolonial de la India y la filosofía no violenta de Mahatma Gandhi, mezclado con el apoyo a las campañas anticoloniales de la África negra, el cual Rustin mezcló hábilmente con otras inspiraciones más, extraídas de múltiples corrientes del protestantismo estadounidense y la tradición afroamericana, e incluso otras del ala socialdemócrata del movimiento laboral y sus asesores shachtmanitas, junto con la esquina particular del reformismo liberal estadounidense, que tendía a ser judío. Era una mezcla fabulosa. Pero estas eran ideas de las décadas de 1940 y 1950.
El joven Carmichael era un hombre de la década de 1960. Su propia inspiración provino de Frantz Fanon, un psiquiatra de Martinica y filósofo de la descolonización, cuyas ideas son, en mi opinión, la clave de este desarrollo. Fanon estaba más enojado que Rustin, y era más amargado –lo cual da cuenta de su atractivo para una generación más joven–. Era también un pensador ambicioso. Sus ideas se desdoblaron en fases. Su proyecto inicialmente era dar forma y afianzar una conciencia negra adaptada al medio siglo: una conciencia negra transnacional, adecuada para su propio Caribe francés, los negros de Francia, varias regiones de las Antillas e incluso los negros de los Estados Unidos. Participó activamente en la lucha argelina contra Francia y extendió su propuesta para hablar a nombre de los revolucionarios árabes también, aunque no estoy seguro de que su visión de la conciencia árabe fuese muy sustancial. Ensanchó su propósito más aún, para animar e iluminar lo que él consideraba un programa mundial de revolución anticolonial y desarrollo poscolonial –básicamente los mundos negro y árabe–, con miradas laterales otras esquinas del planeta, lo suficiente para sugerir la universalidad de su ambición.
Su propósito final era ayudar a toda la humanidad a alcanzar una autopercepción completa y desengañada: la autopercepción que un reconocimiento humano por parte de los otros hace posible. Quería promover una autopercepción de este tipo entre los negros a escala internacional y entre poblaciones de color cada vez más amplias y luego universalmente. Era, en suma, un hegeliano sin complejos y, dado su origen en Martinica, esto le daba un poder innegable, analítica y emocionalmente. Hegel fue, después de todo, el filósofo que estipuló que la esclavitud y la lucha contra ella son el punto de arranque de toda la historia –eso que a la gente en otras partes del mundo podría sonarle como una metáfora filosófica, pero que fue una realidad en el Caribe.
C. L. R. James, el intelectual de Trinidad, fue el predecesor de Fanon en pensar conforme a esas líneas. En 1938 James escribió una historia de la revolución de los esclavos en Haiti, Los jacobinos negros, que fue también una contemplación del movimiento africano de descolonización, y de este modo, él también observó los acontecimientos a través de un lente de hegelianismo caribeño. Solamente que el hegelianismo de James era marxista. Convirtió las categorías abstractas de Hegel –el amo, el esclavo– en realidades concretas de lucha de clases, en las que los rasgos e intereses de una clase podrían mezclarse con los rasgos e intereses de la otra clase. La ira de James contra el esclavismo era volcánica, pero a pesar de ello su marxismo le permitía identificar modos en que los esclavos haitianos, que tenían todos los motivos para odiar a los franceses, podían tomar prestados ideales e ideas de Francia. Y los esclavos pudieron beneficiarse de la solidaridad de los revolucionarios franceses, por caprichosa que fuese, e incluso pudieron ofrecer su propia solidaridad hacia la Revolución francesa, realmente como si la lucha, que era a muerte, contuviese en su interior una negociación. Y la negociación apuntaba hacia un mejor futuro posible –lo cual hacía que este fuese un libro iracundo pero también sutil.
El hegelianismo de Fanon, no obstante, no era un marxismo. No en su libro temprano, Piel negra, máscaras blancas, ni en su más famoso Los condenados de la tierra, de 1961 (incluso si el título proviene del himno revolucionario “La Internacional”). Fanon admitía la realidad de las luchas y conflictos económicos. Pero su visión del mundo enfatizaba, en cambio, conflictos que eran psicológicos, o tal vez culturales. Reconocía la existencia de clases sociales y económicas, pero su visión del mundo enfatizaba el choque de naciones enteras una contra la otra, no de clases sociales. Eran las naciones colonizadas contra las naciones colonizadoras, y su lucha era la lucha global del Tercer Mundo contra los imperios europeos (y la segunda Europa que es Estados Unidos). A veces hablaba de razas enteras y no solo de naciones. En algunos pasajes rapsódicos aquí y allá, hablaba de una síntesis superior que emergía de los conflictos mundiales. Pero básicamente concebía una lucha que conduciría a una victoria para los colonizados y una derrota para los colonizadores, o lo opuesto, sin ningún entremezclamiento de rasgos que pudiera contener en él una negociación oculta, y sin mucha posibilidad de una síntesis superior, excepto en el más vago de los sentidos.
Fanon no era, en estos puntos, un hegeliano propiamente dicho, lo cual él reconocía escrupulosamente. Su visión de la lucha era más contundente que la de Hegel y la contundencia llevaba a un concepto estrictamente violento de la lucha. Consideraba que la violencia era inevitable para el oprimido y que, en algunos aspectos, la violencia era verdaderamente buena. Bajo su punto de vista, las relaciones de poder definían la identidad, de modo que los oprimidos eran definidos por su opresión, y no por alguna riqueza religiosa o cultural que les fuese propia. (Es por eso que, en Los condenados de la tierra, las varias naciones colonizadas son indistinguibles unas de otras, ya que todas son víctimas de la misma opresión colonial.) Y dado que a los oprimidos los define su opresión, la única manera que tienen de afirmar una identidad nueva y mejor y resolver sus problemas psicológicos es por medio del ejercicio de la fuerza, lo que significa violencia. Gandhi, los gandhianos y sus emuladores estadounidenses pro derechos civiles consideraban que la no violencia era una táctica que era también un principio. A sus ojos, la no violencia confería sentido. Pero Fanon veía la violencia como una táctica que era también un principio. Era la violencia la que confería sentido. La violencia era una terapia para los colonizados. La violencia permitía a los oprimidos volverse completamente humanos, “hombres”.
En su reciente biografía La clínica rebelde. Las vidas revolucionarias de Frantz Fanon, Adam Shatz ofrece un recuento satisfactoriamente inteligente y comprensivo del hombre, y argumenta que Fanon ha recibido mucha crítica injusta sobre la cuestión de la violencia. “La violencia del colonizado”, en la interpretación de Fanon según la explica Shatz, “era una contraviolencia”. Los culpables eran los imperialistas, no los enemigos del imperialismo. Esta explicación no sobreviviría a una lectura de Los condenados de la tierra. Hay algo alarmante en las odas de Fanon a la violencia de los oprimidos: “En el plano de los individuos, la violencia desintoxica. Libra al colonizado de su complejo de inferioridad, de sus actitudes contemplativas o desesperadas. Lo hace intrépido, lo rehabilita ante sus propios ojos”, etcétera. La violencia hace a Fanon erguirse en su silla, electrizado. En este sentido (y en otros), era un verdadero discípulo de Sartre, que pasaba mucho tiempo erguido en su propia silla, emocionado por la posibilidad del conflicto abierto. Desde otro punto de vista, Fanon terminó pareciéndose a Georges Sorel, el sindicalista autor de un libro otrora famoso llamado Reflexiones sobre la violencia, cuya doctrina revolucionaria partía de los anarquistas de la acción directa de la década de 1890, fue alentada por la violencia del alarmante lumpenproletariado y aludía a los fascistas por venir.
Uno podría ser disculpado por preguntarse si la combinación nacionalismo-violencia-lumpen en la imaginación de Fanon no coqueteaba asimismo con posibilidades de extrema derecha. Y, en pasajes esparcidos de Los condenados de la tierra, su mejor juicio, como observa correctamente su biógrafo, le permitía reconocer que la violencia no era, de hecho, un ideal, y podría incluso ser un gran error en términos tácticos. Y finalmente, Fanon era elocuente sobre el sentido de la libertad. Pero esto solo significaba que en una serie de temas fundamentales –la violencia, la nación– Fanon era ambiguo.
Su fuerza emocional, empero, su poder de condena, un poder que provenía de la franqueza, eso no era ambiguo. La ira que había en él y aun las ambigüedades parecían hablar por vastos porcentajes de la raza humana –los vastos porcentajes que estaban en proceso de librarse de los imperios europeos e intentaban construir un nuevo sistema mundial–. El propio Fanon era un hombre llamativo, con su entusiasmo por las ideas y su esfuerzo por llegar a la verdadera psicología de las personas y esto facilitaba pasar por alto sus desaciertos de un tipo o de otro. Si se contradecía, lo cual hacía casi sistemáticamente, eso tampoco carecía de atractivo. Era un hombre con prisa porque los acontecimientos mundiales ocurrían de prisa, y no había tiempo de enderezar cada pequeña contradicción. Además, tenía una inmensa confianza en sí mismo, y la autoconfianza lo hacía glamuroso.
Su glamur se oficializó también gracias al respaldo de Sartre –quien, en la década de 1960, flotaba en un mar de prestigio mundial–. Sartre lo respaldó al escribir un prefacio desenfrenado a Los condenados de la tierra, más violento incluso que Fanon mismo: “los ataques asesinos son el inconsciente colectivo de los colonizados”. Y en cada continente, los más hip de los hip en la década de 1960, que eran los jóvenes, comprendieron intuitivamente que las ideas e incluso los excesos de Fanon representaban el espíritu de una era revolucionaria. ¿No fue esta la experiencia de Stokely Carmichael? Estoy seguro de que sí. Me imagino a Carmichael hojeando las páginas de Fanon y diciéndose a sí mismo: “Sí, es de mí de quien habla. Y el mundo que describe es el mundo realmente existente.”
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Lo imagino porque, de un modo que no podría ser más diferente, esa fue mi propia experiencia. Mi ejemplar de Los condenados de la tierra –el ejemplar que ahora mismo está en mi mesa– es un libro de bolsillo de 1.25 dólares, que compré en 1969. Las líneas borrosas en marcador amarillo que corren por sus páginas me recuerdan con cuanta seriedad lo estudié. Cursaba la licenciatura en Columbia, durante la primavera de 1969, bajo la guía de mi profesor, Edward Said, que estaba aún en la etapa de absorber vorazmente influencias que iban de Fanon a los filósofos franceses. De mi lectura saqué que Los condenados de la tierra de Fanon ofrecía un esquema, que no era ni liberal ni comunista, para analizar absolutamente cualquier cosa. Los pasajes violentos –había muchos– no me alarmaron en lo más mínimo. “Para el colonizado, la vida no puede surgir sino del cadáver en descomposición del colonizador”, escribió Fanon, y el cadáver putrefacto me parecía, desde la perspectiva de mis diecinueve años, de una energía aterradora, lo cual lo hacía maravilloso. Yo también creía que Fanon hablaba por vastas porciones de la raza humana, antes silenciosas o silenciadas.
Solo que me descubrí a mí mismo preguntándome acerca de las muchas poblaciones que acaso no entrarían en una simple tabulación de colonizados y colonizadores. No todo el mundo cabe en realidad en esas dos categorías, o en dos categorías cualesquiera. Los judíos, por ejemplo, ¿dónde encajaban ellos? No me preocupaban mucho los temas judíos, pero, aun así, cuando me inclinaba en la labor de trazar líneas amarillas, sí que me lo preguntaba. Y volví a preguntármelo cuando, a instancias de mi profesor, lealmente atendí un seminario en el campus para aprender acerca de los ideales laicistas y progresistas del Frente Popular para la Liberación de Palestina, que me fueron presentados como los verdaderos exponentes de la filosofía de Fanon, pero cuyos ideales laicistas y progresistas me produjeron malestar –como si una vocecita me murmurara en el oído que, 54 años más tarde, el Frente Popular para la Liberación de Palestina iba a participar, como lo hizo, en la masacre del 7 de octubre–. O sea que respondí con emoción a Fanon, pero también con reservas cada vez mayores.
Ahora bien, Fanon mismo, hay que decirlo, sí le dedicó alguna atención a los temas judíos, tal vez más de lo que lo hizo jamás sobre la situación psicológica de los árabes –aunque lo hizo básicamente en referencia a su estudio acerca de las circunstancias psicológicas de la gente negra, que representaba el mayor de sus intereses–. Sus reflexiones eran compasivas. En Piel negra, máscaras blancas dejó claro que nada en su simpatía por los judíos era forzado: “El antisemitismo me golpea de frente: tengo rabia, esta batalla abominable me desangra, me hace palidecer, se me niega la posibilidad de ser un hombre. No me puedo disociar del futuro que se le propone a mi hermano.” Comprendía que el odio a los judíos y el odio a los negros eran, en última instancia, parte de la misma suma. “Mi profesor de filosofía, de origen antillano, me lo recordaba un día: ‘Cuando oigas hablar mal de los judíos, presta atención, hablan de ti.’” O, en otras palabras: “un antisemita es forzosamente antinegro”.
Fanon extrajo observaciones comparativas sobre los opresivos prejuicios que sufren en formas variadas judíos y negros, y sobre las reacciones psicológicas judías y negras. Era tolerante y caritativo. Propuso un diagnóstico de un paciente psiquiátrico judío quien, “en un buen ejemplo de fenómeno reaccional”, con enojo y patetismo se puso del lado de los antisemitas. “Para reaccionar contra el antisemitismo”, explicaba Fanon, “el judío se convierte en un antisemita” (la aptitud del verbo en presente revela la agudeza de este diagnóstico).
Sin embargo, Piel negra, máscaras blancas no se lee tanto. En Los condenados de la tierra se dedicó a otros asuntos. Pero aun ahí se detuvo para observar, aunque fuera de pasada, que Alemania pagaba reparaciones a Israel, lo cual parecía aprobar. Y su aprobación, no dejaba dudas, se extendía también a Israel, aunque no lo haya enunciado de manera explícita. ¿Esto parece sorprendente? Supongo que, en nuestro ambiente actual, la manifiesta simpatía de Fanon por el proyecto sionista puede, de hecho, extrañar a muchos.
No obstante, debería recordarse que, en 1961, año de la publicación de Los condenados de la tierra, una visión favorable a Israel era enteramente normal y natural entre los intelectuales de la izquierda tradicional. Después de todo, Israel era un Estado de refugiados, y todo el mundo en la izquierda tradicional lo entendía. Israel estaba lleno de gente que, en la expresión de Fanon, “había sido forzada a dejar” otros países y que, en su nuevo país, que era también su patria ancestral, intentaba no ser masacrada –lo cual hacía de los israelíes objetos de simpatía, por una cuestión de instinto izquierdista–. La idea de que una nación de refugiados debe ser considerada una imposición imperialista, pronta a ser borrada (“el último Estado poblador-colonial del mundo”, según escribe confiadamente Adam Shatz en su biografía de Fanon), todavía no había arraigado. Fanon dejó claro que esperaba que Israel permaneciera: especuló sobre un nuevo inconsciente colectivo que emergería entre los judíos, después de unos cien años de existencia israelí. Y luego, a la edad de 36 años, sucumbió a la leucemia, y no hubo más oportunidad de reflexiones ulteriores sobre temas judíos o sionistas.
La muerte muy temprana de Fanon fue una tragedia en una docena de sentidos, pero uno de ellos, considero, toca precisamente estos temas. Un hombre con su agudeza y su amplitud filosófica, y su reconocimiento del sufrimiento judío y sus complejidades, hubiera podido explicar Israel a los árabes como nadie más ha podido –o eso me gusta imaginar–. Hubiera podido dejar claro que aquellos judíos que escaparon a Israel provenientes de lugares como Argelia no podían ser equiparados con quienes, provenientes de Francia, decidían volverse pobladores-colonialistas en Argelia. Hubiera podido al menos señalar algunas realidades en ese sentido a los profesores estadounidenses que se precian de ser expertos en opresión. Tal vez hubiera podido explicar algunas cosas a los judíos, también, en su papel de gentil psiquiatra.
Por otra parte, su muerte temprana puede haber sido también una tragedia para los negros de África y tal vez de otras partes del mundo. Quería afirmar una lúcida conciencia negra, definir una perspectiva específicamente negra, lo que significaba desechar la insistencia de los blancos por imponer definiciones blancas sobre todo lo concerniente a los negros. Sus mejores páginas exploraban esos temas. Y, en cuanto a controversias sobre el sionismo, había algo obvio que observar –obvio, pensaría yo, para alguien como él, que, al elaborar sus análisis, prestó una cuidadosa atención a una sofisticación adicional, que era la de Sartre–. Se trataba de una sofisticación respecto a la deshonestidad. Sartre tenía una fijación con lo que llamaba la “mala fe”, que era un gran tema suyo, acaso el más importante –un tema magnífico, al menos, en El ser y la nada, que Fanon invocó a conciencia–. “Mala fe” significaba la particular falsedad de quien sabe la verdad, pero no le gusta, y por lo tanto prefiere mentir sobre ella y miente sobre haber mentido. Y es la falsedad de quien puede incluso convencerse a sí mismo de que sus mentiras son verdades, y de que sus mentiras sobre mentir también son verdades –aun sabiendo que las mentiras son mentiras–. La mala fe, en dos palabras, es una conciencia torcida.
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¿Qué era entonces la perspectiva negra respecto al sionismo de aquel momento? ¿Qué debería haber sido? En las décadas recientes, la lucha por la liberación negra ha adquirido un prestigio mundial que Fanon solo hubiera podido soñar. La lucha de los negros se ha vuelto el ideal moderno de una lucha justa por un mundo mejor. Y en este contexto, al movimiento antisionista –que comenzó siendo pequeño en la década de 1960 y creció mucho después del 2000– le ha dado por argumentar que, en la edad moderna, el sionismo debe ser visto no como una lucha más de liberación, sino como el enemigo de las luchas de liberación. Debe ser visto como un participante en los movimientos supremacista blanco y colonialista que oprimieron a los negros en el pasado. Debe ser visto no como un enemigo del nazismo y sus exterminios sistemáticos, sino como su homólogo. Y el antisionismo, por contraste, debe ser visto como el heredero y el hermano de la lucha negra o, mejor aún, como indistinguible de la lucha negra, dado que el sionismo es supremacismo blanco en sí mismo. El éxito de este argumento ha sido, desde luego, extraordinario en diferentes partes del mundo, lo que explica que en varios continentes la causa antisionista haya adquirido el supremo prestigio moral de nuestro momento, no solo en las universidades.
Alguien con una orientación como la de Fanon tendría que observar que, dentro del estruendo mundial a favor de la causa antisionista, la lucha por la liberación negra –esto es: la lucha concreta de la gente negra– ha sido de nuevo ahogada por voces no negras, exactamente como en el pasado. Y todo el mundo sabe que esto es cierto, y finge no saberlo, en un clásico ejemplo de mala fe sartriana. Al fin y al cabo, el mayor horror étnico de los últimos meses se ha producido dentro del mundo árabe, pero no en el pobre rincón golpeado de ese mundo que es Gaza. El mayor horror étnico ha sido el asalto sostenido contra la población masalit de Sudán, gente negra, realizado por las fuerzas predominantemente árabes de la guerra civil de Sudán. El conflicto se ha recrudecido, con consecuencias desastrosas para la población negra, dejando como resultado muertes (Le Monde ha calculado alrededor de 75 mil en los últimos meses) y violaciones, una crisis de refugiados que se eleva a ocho millones de migrantes, y una aguda escasez de alimentos para unos 18 millones de personas. Digo que todo el mundo lo sabe porque estos hechos sí son cubiertos por la prensa generalista, no solo por publicaciones marginales enfocadas en los derechos humanos.
Pero los antisionistas han tenido éxito en apoderarse del lenguaje de la liberación negra, y lo han utilizado para acallar a la gente negra de verdad que está sufriendo. Acallar el llanto de víctimas en otras partes del mundo ha sido una función básica del movimiento antisionista por muchos años. Desde 2001, este hecho fue señalado con elegancia por Bernard-Henri Lévy en un ensayo llamado Les damnés de la guerre, o Los condenados de la guerra, que invocaba a Fanon en su título. ¿Pero quién señalará este hecho sobre el antisionismo hoy en día? ¿El antisionismo como un ejemplo de lo que solía denominarse “falsa conciencia”? Y quién señalará, en contraste, que una función del sionismo mismo –cuando el sionismo goza de buena salud– es alzar la voz en defensa de las naciones pequeñas, y no de las naciones enormes: las pequeñas poblaciones que, como la nación sionista misma, están rodeadas por Estados y poblaciones enormes y hostiles.
De modo que nadie en el mundo escucha las voces de la gente masalit (a pesar de que todos, en realidad, sí escuchan), salvo los especialistas en derechos humanos y un puñado de reporteros. Ahora mismo, mientras escribo, en la Universidad de Columbia la revuelta estudiantil está dirigida por un grupo llamado Desinvertir en el Apartheid de la Universidad de Columbia, en referencia al sistema social supremacista que imperaba no hace tantos años en Sudáfrica, como si lo de Columbia de verdad equivaliese a un levantamiento a favor de los negros oprimidos que resisten el racismo en África.
La revuelta universitaria simplemente afirma haberlo hecho, con su invocación al apartheid –bueno, tal vez con un guiño somero a Sudán de vez en cuando, de pasada–. Uno de los principales dirigentes de Desinvertir en el Apartheid de la Universidad de Columbia se volvió famoso por decir, en cambio: “Agradezcan que no estoy simplemente saliendo a asesinar sionistas” –la cual, después de todo, no es una declaración tan descabellada, ya que remite someramente a Stokely Carmichael–. Y retoma la carta de Hamás. Pero ya que todo el mundo a estas alturas ha leído esa carta, todo el mundo debería saber también, si aún no lo sabe, que en el artículo 34 y en otras partes se defiende la esclavitud. ¿Tal vez esto merezca también un comentario? Pero nadie va a reflexionar sobre el fundamentalismo islamista o sobre la historia de los saqueadores árabes que se ensañaban con los negros africanos.
¿De haber estado vivo, no hubieran sido esas las observaciones de Fanon?, ¿observaciones que reflejan la amargura de la gente negra, alerta ante la falsedad que lleva el sello de la mala fe? Pero no pretendo saber. No soy Fanon. Y no soy un sudanés oprimido. Pero definitivamente lamento que se haya ido.
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Fanon murió en 1961, el mismo año de la publicación de Los condenados de la tierra. Su torrente de agudas observaciones morales, complicaciones psicoanalíticas, indignaciones sencillas y demasiado sencillas y de análisis políticos llegó a su fin. Y, bajo esas circunstancias, era de esperarse que sus lectores sucumbirían ante el atractivo de su drástica división de los asuntos mundiales en un conflicto entre las buenas y las malas naciones. Y era de esperarse que sus lectores sucumbirían ante esa idea, sin considerar cuáles podrían ser las ideas e intenciones de la gente, partiendo del supuesto de que la identidad es conferida por las relaciones de poder, y no por lo que las personas realmente piensan y creen.
La revolución argelina figuraba dentro del más amplio movimiento arabista, el cual, en su lucha contra los imperios francés y británico, solo podía verse, desde la sencilla perspectiva de Fanon, como lo último en materia de progresismo. Sin embargo, los arabistas también cultivaban una absoluta hostilidad hacia al sionismo, lo cual sugería que la absoluta hostilidad hacia el sionismo debía ser por definición un sentimiento progresista. Toda la gente que pensara dentro de los parámetros de naciones buenas versus naciones malas debía llegar de manera verosímil a esa conclusión. Y toda la gente, con la misma verosimilitud, tendría que dejar de lado –por irrelevantes– las ideas e intenciones del movimiento arabista respecto del sionismo y los judíos.
Pero, ¿qué pasa si de hecho las ideas y las intenciones sí importan? ¿Qué tal si –como cabría esperar– la costumbre de Fanon de excluir ideas y objetivos de sus análisis producía un punto ciego sistemático? Los grandes filósofos franceses nunca pudieron decidirse sobre esta cuestión: si las ideas importan. ¿O acaso cada lucha alrededor del mundo debería ser juzgada simplemente sobre la base de quién parecería estar abajo y quién arriba? Sartre era un modelo de confusión sobre estos asuntos. Su simpatía por los oprimidos lo llevó a alinearse del lado argelino contra los franceses, y del mismo modo del lado palestino contra los sionistas. Y lo hizo con mucha vehemencia, a tal grado que, después de haber aplaudido la violencia indiscriminada contra los franceses en Argelia, aplaudió también la violencia palestina indiscriminada contra los israelís –por ejemplo, los atletas israelís–. Consideraba que la hostilidad era justificada, y no le preocupaba cómo esa hostilidad se expresara con tal de que se expresara –y entre más ferozmente, mejor–. Él también pensaba que la violencia tiene sentido. Esto lo hacía un pensador fascinante, desde luego. Tomaba la crueldad como una marca de honestidad y él era el filósofo de la honestidad.
Pero debería ser obvio que Sartre en esos temas se volvió un poco loco. Fanon en Piel negra, máscaras blancas especuló sobre un síndrome que, basándose en la literatura psicoanalítica, llamó un “delirio maniqueo”. Eso significaba un delirio basado en la idea maniquea de que todo en el cosmos refleja una batalla entre el Bien y el Mal, en conflicto eterno. En el caso de Sartre, seguramente era un delirio maniqueo lo que condujo su repetido impulso por aplaudir la violencia homicida contra gente cuya culpa, si es que eran culpables, era solo producto de una extrapolación o de una imputación de segundo orden.
Y, sin embargo, Sartre sí vivió la era nazi y la ocupación alemana y, aunque su conocimiento de la vida de los judíos era mínimo, sacó las conclusiones necesarias. No le costó ningún trabajo reconocer que las víctimas del antisemitismo eran otra de las poblaciones oprimidas –y, si bien nunca lo hubiera expresado con estas palabras, el sionismo era el recurso obvio de esos oprimidos–. De modo que se levantó de su delirio al menos lo suficiente para simpatizar con Israel. En 1967, cuando estalló la Guerra de los Seis Días y la sobrevivencia de Israel parecía en riesgo, puso su prestigio del lado de Israel. Tuvo que elegir. No quería hacerlo, titubeó, debió ser empujado. Sin embargo, lo hizo, lo que parecería imposible, dada su preferencia por los palestinos y dados sus delirios. Pero a veces la vacilación es conciencia. Y la conciencia, también, es honestidad. Y a Sartre no le importaba parecer torpe, con tal de ser auténtico o, al menos, parecer auténtico.
La viuda de Fanon se enfureció cuando supo que Sartre había elegido apoyar a Israel. Pero cuando vuelvo a Piel negra, máscaras blancas –y a sus páginas apasionadas de solidaridad con los judíos y de hostilidad hacia el antisemitismo– imagino fácilmente que el propio Fanon, si hubiera vivido, habría pensado muy en serio sobre Sartre y su elección. Puedo incluso imaginar que Fanon hiciera acopio de valor, se uniera a Sartre en sus vacilaciones, y reconociera tal vez que él también por largos periodos de tiempo había sucumbido a un delirio maniqueo, tan visible en partes enteras de Los condenados de la tierra. Y que debía reaccionar. Shatz, el biógrafo de Fanon, reflexiona un poco sobre esta posibilidad y la declara “poco posible”. Pero me pregunto si Shatz, con toda su admiración por Fanon, no lo ha descuidado en ciertos aspectos, sobre todo al restarle seriedad a su compromiso con los temas judíos y lo cerca que sus instintos se acoplaban con los de Sartre.
Las vacilaciones de Sartre, en todo caso, establecieron un patrón. Michel Foucault siguió ese patrón unos años después: observó a las masas iraníes derrocar al tiránico sha. Esto ocurrió en 1978 y 1979. Foucault observó a los mulás islamistas tomar el poder. Y estaba en éxtasis. Consideraba que la revolución iraní era una irrupción de la libertad, lo cual lo condujo a una visita a Irán, donde saboreó los placeres. Pero el tiempo que estuvo ahí lo llevó a descubrir que la irrupción de libertad iraní era en los hechos un festival de ideología, y la ideología era antisemita. La revolución iraní contra la tiranía era una irrupción de fanatismo tiránico, que Foucault consideró repulsivo. Y las ideas e intenciones que la gente cultiva sí importan, y lo que en primera instancia puede aparentar ser progresista puede resultar, en segunda instancia, no tan progresista. Esas fueron en todo caso las repetidas conclusiones inestables de los vacilantes filósofos franceses; no de todos, pero tal vez de los más importantes, cuyas vacilaciones acaso los rescató precisamente de la tentación de la filosofía: la inflexibilidad. Un filósofo consistente, después de todo, es un loco.
¿Y en los Estados Unidos? Stokely Carmichael, el sofisticado joven campeón del Poder Negro, adoptó su propio punto de vista sobre estos asuntos. Su instinto era aceptar la visión de la identidad nacional en la lucha mundial, y no abrirse a ninguna vacilación propia. De modo que aceptó la absoluta hostilidad del nacionalismo árabe hacia el sionismo, y prefirió no preocuparse de aspectos contradictorios o complejidades que hayan podido inmiscuirse en esa hostilidad. Esto requería, por supuesto, una ceguera deliberada. La acusación contra el sionismo –la acusación en la vida real y no solo el ideal filosófico de una acusación– era un asunto de varias capas. Complejidades y aspectos contradictorios sí penetraron en algunas de esas capas, y lo hicieron desde el inicio.
¿Es inapropiado que yo señale cuáles fueron esas capas? En la superficie, la acusación antisionista era una acusación local sobre el territorio, la cual podría comprenderse con facilidad. En una capa más profunda, era una acusación en una escala más vasta sobre la colonización imperialista, la cual podría parecer exacta, vista desde cierto ángulo, o maliciosamente distorsionada, si se observaba desde otro. Había una capa más profunda incluso en la acusación antisionista, el sustrato inferior, que era teológica. Esta puede verse en la carta de Hamás. Era una acusación contra los judíos extraída de antiguos textos islámicos según la interpretación de grandes personajes de la Hermandad Musulmana y el moderno movimiento islámico, que dejaba claro que el judaísmo era una conspiración contra el profeta Mahoma y el islam en su conjunto. Un crimen cósmico.
La acusación tenía una influencia alemana de fines de la década de 1930 y principios de la década de 1940. Esto también puede observarse en la carta de Hamás, con su escrupulosa invocación al documento madre de la demencia europea moderna sobre los judíos, Los protocolos de los sabios de Sion, respetuosamente citado como si Los protocolos fuesen un antiguo texto islámico más, cosa que desde luego no son. Los protocolos son un compendio de fantasías europeas del siglo XIX sobre conspiraciones judías, que en 1903 fueron publicadas como un bulo en Rusia y a partir de entonces gozaron de un éxito espectacular dentro de la extrema derecha.
Adolf Hitler invocó Los protocolos en su propia carta, Mi lucha. El gobierno alemán durante la era de Hitler distribuyó Los protocolos en árabe y otras lenguas en Medio Oriente, donde disfrutaron de mayor éxito aún, porque parecían confirmar y modernizar las muchas imprecaciones contra los judíos en los antiguos textos islámicos. La acusación contra el sionismo, entonces, logró compilar en capas lo razonable y lo absurdo, lo progresista y lo espantoso, lo medioriental y lo europeo, lo antiguo y lo moderno, todo comprimido en un sándwich de resentimientos, lealtades, exaltaciones, ideas, teologías y supersticiones.
Pero el interés por la complicación era algo ajeno a la imagen que Carmichael tenía de sí mismo. Leyó a los vacilantes filósofos franceses (leer a filósofos franceses era parte de su glamur), pero eligió ser un radical en vez de un filósofo, y declaró su radicalismo eligiendo a Fanon como su filósofo favorito. Un radical se define por su negativa a la vacilación. Carmichael, por su parte, prefería provocar. Fue notorio cuando el entrevistador televisivo David Frost le preguntó a quién admiraba más entre los hombres blancos. Y Carmichael exhibió con atrevimiento su fidelidad a la causa antisionista respondiendo como gustan hacerlo los líderes de la Hermandad Musulmana –de modo provocativo y malicioso–, cuando contestó que, aunque no sentía admiración, el más grande de los hombres blancos era Hitler, “un genio”. Hitler (si bien “lo que hizo fue equivocado, fue malvado, etcétera”).
Esto ocurrió en 1970. La entrevista consternó a mucha gente que admiraba a Stokely Carmichael. Él debe haberlo disfrutado. ¿Todos esos muchachos que conocía en Bronx Science? ¿Bayard Rustin? ¡Les puso una buena! Pero nadie debería haberse sorprendido. La caricatura en el boletín informativo del SNCC en 1967, aquella que reapareció en Harvard en febrero de 2024, ya había hecho obvio qué tipo de evolución intelectual estaba en marcha.
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La caricatura era una cosa pequeña, en términos artísticos. En términos ideológicos, en cambio, representaba algo muy grande. Era el antisionismo del Oriente medio en su grotesca versión sándwich, sin el sabroso ingrediente fundamental de la teología islámica, que no era apropiado para los paladares occidentales. Significaba la reunión de la izquierda revolucionaria global y la extrema derecha, antiimperialistas y fascistas juntos; una caricatura cuya iconografía derivaba del estilo tipo cartel de la izquierda cubana de la década de 1960 (visible en el machete a punto de cortar las sogas) y derivaba también del arte gráfico nazi de las décadas de 1930 y 1940. O tal vez la caricatura derivaba de la iconografía de la campaña antisemita durante el affaire Dreyfus en la Francia de la década de 1890, con sus imágenes de un poder judío oculto y siniestro, que acechaba diabólicamente a un mundo indefenso.
¿Cómo esta caricatura encontró su camino hasta la Universidad de Harvard, cinco meses después de la masacre del 7 de octubre? Harvard ha establecido una segunda comisión sobre el antisemitismo, después de que una primera se vino abajo, y los miembros de la nueva comisión, a menos de que también se venga abajo, habrán de detenerse en esta caricatura y su fantasmal reaparición. Pero sospecho que las investigaciones sobre el antisemitismo universitario nunca van a llegar al meollo de esta controversia en particular, ni de ninguna de las controversias relativas en todo el mundo académico.
Hay un problema incluso respecto del tema a investigar, que a estas alturas todo el mundo ha notado. La definición del antisemitismo, a fin de cuentas: ¿cómo podemos dar en el clavo? Si alguien dice que el antisemitismo hoy en día consiste en aplicar a Israel criterios que no se aplicarían a ningún otro país, alguien más contestará: “Bueno, yo sí pienso que Israel es el peor país del mundo. Y un Estado ocupacionista-colonial blanco no tiene derecho a existir solo porque sea judío. ¡Y cómo te atreves a meter en esto a los nazis! ¡Son calumnias demagógicas cuyo afán es impedir que muchos de nosotros podamos exponer las bien fundadas conclusiones sobre derechos humanos de nuestro trabajo académico, avaladas por diecisiete profesores judíos!”, y otras cosas más por el estilo –lo que hundirá la investigación en un revoltijo del cual solo saldrán burbujas a la superficie.
Si yo fuese rector de una universidad con el poder autocrático de hacer que los profesores hagan lo que yo quiera, alistaría bajo mi mando a los más sensatos para emprender una investigación más amplia. Y la dirigiría a indagar el clima de opinión que se cierne sobre los departamentos universitarios de humanidades y acaso en algunos otros lugares, y sobre el mundo del arte y el mundo literario, y se infiltra en ocasiones en la prensa tradicional. Un clima de opinión que a menudo se describe como un izquierdismo. Pero me parece más útil describirlo como un legado politizado de la vanguardia, lo que explica que los departamentos de artes y humanidades tiendan a ser su centro principal, y no los departamentos de ciencias sociales y economía, que es donde normalmente las opiniones izquierdistas deberían florecer, si es que así va a suceder. Esta es la vanguardia que ha oscilado por más de un siglo de la extrema izquierda a la extrema derecha, y de lo maravilloso a lo horrendo, y de vuelta, siempre en busca de una noción única, grosso modo.
La noción única es la idea de que verdades profundas se agazapan invisibles bajo las falsedades de la vida moderna y, con solo revelar esas verdades, amanecerá una nueva era. La nueva era puede describirse de distintas maneras. Podría ser una nueva religión literaria, conforme a los espléndidamente creativos poetas anarquistas y sus amigos en la Francia de la década de 1890, que básicamente fundaron esta hebra de la vanguardia moderna; o un regreso a las glorias salvajes de la experiencia auténtica, conforme a los filósofos alemanes derechistas en las décadas de 1920 y 1930; o una emancipación social, conforme a los posmodernistas franceses, cuyo genio consistía en reunir los destellos artísticos y el espíritu lúdico de los poetas izquierdistas con las profundidades de los filósofos derechistas. Y del mismo modo las verdades profundas pueden describirse de diferentes maneras. Pueden ser una verdad binaria del lenguaje, basada en un contraste de signos y diferenciaciones. O una verdad binaria de la música, basada en un contraste de sonidos y silencio. Tienden a ser, en todo caso, casi matemáticas en sus simetrías. Son verdades elegantes, agradables a la imaginación religiosa, o a la imaginación platónica, o a la imaginación poética. En pocas palabras, verdades adecuadas a las artes y a los caprichos de la metafísica.
La versión de esta cosa que últimamente se ha condensado en un clima de opinión en los departamentos de humanidades y el mundo de las artes es menos abstracta y por lo tanto menos agradable. Pero su simplicidad sigue siendo atractiva. Es un análisis social en el que se considera que la verdad profunda es el conflicto de Fanon entre el colonizado y el colonizador, o el oprimido y el opresor. Todo el mundo ha observado el éxito más que político de este análisis. Lo ves en las reseñas de arte, donde es probable que los críticos detecten en la biografía de los artistas en cuestión una estética de oprimido-versus-opresor, cuya dialéctica da cuenta de lo que sea que los artistas hayan hecho. O lo ves en las cédulas de obras antiguas de los museos, donde se deplora rutinariamente que los artistas hayan contribuido a opresiones horrorosas de tiempos pasados, en vez de haber hecho lo que los artistas deberían hacer, que es trabajar para la causa progresista. O lo ves en el arte mismo, que resulta ser un comentario visual a un texto verbal no formulado, el cual, por implicación, cuenta una historia de opresión y resistencia.
Puede ser que este tipo de cosas entusiasmen a algunas personas por razones políticas o morales. Pueden parecer edificantes, como se supone que eran edificantes las artes burguesas del siglo XIX. Los entusiasmos pueden ser filosóficos y estéticos. Hay una satisfacción en suponer que el arte puede reducirse a una dialéctica de dos elementos. Ver complejidades y simplicidades disolverse unas dentro de las otras es siempre estimulante. Y si otra gente ve una especie de idiotez superior en la implacable insistencia del mundo del arte en el reduccionismo radical y el sermoneo moral, bueno, ¡pues mejor aún! La provocación es belleza y la belleza, provocación.
Pero la víctima principal de este modo de pensar ha resultado ser, por una u otra razón, los judíos. Supongo que el “por una u otra razón” era inevitable, dado el atractivo del hábito mental de “o lo uno o lo otro”. En este sentido, Stokely Carmichael era un hombre de nuestro tiempo. Debería haber sido obvio, en relación a Israel y Palestina, que simplicidades reduccionistas del tipo colonizado/colonizador nunca aplicarían, en ningún modo ordinario o realista. No es solo confundir refugiados con colonialistas. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe, o medio sabe, que una buena mitad de la población ahora acusada de ser blanca colonialista, tal vez una ligera mayoría, huyó a Israel desde los países árabes y las áreas mayoritariamente musulmanas de Asia Central, para no mencionar unos dos puntos porcentuales de judíos que huyeron a Israel desde el África Oriental.
Si el planeta ha de dividirse –otra expresión maniquea– entre “Occidente y el resto”, debería ser obvio que Israel cae al mismo tiempo en Occidente y en el resto, si hablamos en términos etnográficos, lo cual no debería ser posible, si hablamos en términos maniqueos. Incluso la guerra actual en Gaza puede sugerir la naturaleza bifurcada de Israel. El ejército israelí y sus comandantes resultan ser extremadamente capaces, disciplinados y escrupulosos al estilo de un ejército occidental moderno. Pero el ejército –y al menos algunos de sus comandantes también– parece haberse preocupado del sufrimiento masivo solo a regañadientes, y algunos de los líderes más conocidos del desastroso gobierno de Israel hacen alarde de no preocuparse del sufrimiento masivo en absoluto. O se posicionan abiertamente a favor del sufrimiento masivo, exactamente como si Israel, que en el mapa parece apenas un país más de Medio Oriente, pudiera ser de hecho un país más de Medio Oriente, militarmente hablando. Y del mismo modo en que la intervención antiislamista de Arabia Saudita en Yemen produjo un desastre humanitario, también lo ha hecho la intervención antiislamista de Israel en Gaza, aunque no en la escala saudita, en conformidad demasiado fiel con el estilo regional.
Pero todo en el clima de opinión prevaleciente en los rincones de la academia y en el mundo de las artes dificulta mirar de frente las varias complejidades y sutilezas. De modo que hay una enorme cantidad de gente que mira a Israel y prefiere ver Sudáfrica y su pasado. No ven un baño de sangre más en una historia de baños de sangre aún mayores en Medio Oriente. Prefieren ver lo que los islamistas siempre han afirmado ver, que es el crimen contra Dios, o el máximo crimen de los crímenes: el exterminio absoluto de un pueblo entero, al grado de que “genocidio”, la palabra, se ha vuelto una consigna. Ven a los judíos como nazis, lo que ha sido un tema de la histeria islamista contra el sionismo por muchas décadas. Se niegan a ver absolutamente nada sobre la naturaleza, las doctrinas y prácticas de Hamás, aun si las ven. Ven justa la resistencia a lo que imaginan un caso de colonialismo blanco y ven monstruosa la autodefensa. Y la masacre del 7 de octubre –tal es la lógica, es ineludible– les parece algo bueno, no solo en última instancia. La masacre del 7 de octubre es algo absolutamente bueno. Algo bueno en nombre del humanitarismo. Y nada menos que en nombre de la Ilustración. Es algo bueno en términos morales y en términos psicológicos. Una razón para alegrarse. Lo que alguna gente expresa abiertamente, aunque negando que quiera matar a los judíos; y otra gente solamente infiere, mientras niega estar infiriendo nada parecido; y otra gente declara que se opone, aunque lo infiera de todos modos.
La celebración de la mala fe alcanza su punto álgido en los terribles cantos “Desde el río hasta el mar” y “Globalicemos la intifada”, que significan, desde luego, la reducción del 50% de la población total judía a una condición apátrida (en primera instancia) y una campaña terrorista mundial contra los judíos (en segunda instancia), pero que en realidad significan, según nos dicen, “derechos humanos para los palestinos” y una “enérgica protesta global”. Excepto que todo el mundo sabe que, por el contrario, estas consignas son incursiones dentro de la transgresión, razón por la cual a los jóvenes les gusta cantarlas. Y nadie quiere reconocer en qué consiste la transgresión. Y nadie quiere reconocer lo alarmante que resulta que, en Estados Unidos, en Francia y tal vez en otros lugares, un movimiento masivo de alumnos, dirigidos por la élite estudiantil, se ha levantado en favor de esas transgresiones no reconocidas.
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¿Qué deberían hacer las universidades? Yo movilizaría mi comité imaginario para hacer frente al clima de opinión en su conjunto. Esto significaría reconocer que la ola de virulento antisionismo universitario, oculto y abierto, junto con la ola de odio virulento en los mundos de las artes y la literatura, constituyen algo más que un fracaso de la civilidad. Es una crisis intelectual. Y la fuente de la crisis no son los estudiantes, no son un puñado de organizaciones radicales tampoco, incluso si las organizaciones radicales son espantosas. La fuente tampoco es el puñado de profesores que se ven y suenan desquiciados, sino una serie de doctrinas y premisas que han degenerado de algo auténticamente interesante a algo grotesco, tranquilamente presididas por profesores que se ven y suenan no solo razonables sino atractivamente informados. Es un desarrollo similar a la degeneración intelectual del brillante y fiero Stokely Carmichael, hace muchas décadas, salvo que en una escala universitaria enorme.
Yo movilizaría a mi comité para indagar acerca del origen y la evolución de las doctrinas y premisas, y el modo en que han degenerado. Mis modelos serían Marx y Engels, que formaron su propio comité de dos personas para hacer algo similar en su día y escribieron un libro llamado La ideología alemana. En él estudiaron a los filósofos alemanes de su tiempo y el clima de opinión que generaron, entendiendo “ideología” en el sentido marxista, que es peyorativo. Movilizaría a mi comité para producir algo parecido, que se llamaría La ideología universitaria. Sería un estudio de los autoengaños de los departamentos de humanidades y campos afines en nuestro propio tiempo, con “ideología” tomada también en sentido peyorativo. El propósito de mi comité sería una revolución intelectual, una autorrevolución en las universidades, con la esperanza de que los mundos artísticos y literarios pudieran responder con autorrevoluciones similares. Esto sería maravillosamente estimulante.
Pero puede ser que las autorrevoluciones no sean el primer instinto de toda universidad. Puede ser que, en las administraciones universitarias, un buen número de gente que haya observado el endurecimiento de las discusiones y los debates en los últimos meses prefiera un curso de acción diferente. Preferirán montar una persecución de chivos expiatorios con la intención de señalar a los estudiantes más escandalosos. Culparán a los “agitadores externos”, que claramente existen. O enfocarán su atención en los profesores más indignantes y embarazosos, que no son tantos como se cree, con la esperanza de que, si los escandalosos, indignantes y embarazosos son suspendidos, expulsados, arrestados, castigados, despedidos o degradados, las universidades podrán respirar en paz por un momento. Y entonces, finalmente, las universidades podrían pasar a lo principal. Este será un llamado a la civilidad renovada, la libertad académica, la tolerancia y el debate razonado. En pocas palabras, será la búsqueda del código verbal perfecto.
¿Estoy en lo cierto? Si sí, la respuesta universitaria a la crisis de los últimos meses terminará como un esfuerzo institucional para no mirar lo que es fundamentalmente el problema, que no es un brote de incivilidad sino un mal giro de mala fe en la evolución de las ideas, al mismo tiempo de extrema izquierda y de extrema derecha, no solo en las universidades sino en los mundos del arte y la literatura, no solo en los Estados Unidos sino también en Europa. ~
Traducción del inglés de Andrea Martínez Baracs.
Publicado originalmente en Liberties.