390 minutos con Florence Cassez

Crónica de un encuentro con Florence Cassez.
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Una tarde, de vuelta de uno de los casi diarios traslados del Reclusorio Oriente, donde Florence Cassez comparecía ante los juzgados, rumbo al penal femenil de Tepepan, en una calle solitaria, el camión policial en el que viajaba se detuvo. Dos guardias la hicieron bajar, le dijeron: “Anda, camina, cómprate una paleta.” Cassez dio unos pasos hasta la esquina de la calle; entró a una miscelánea y compró varias paletas. Le dio una a cada uno. Después volvió al camión, subió, y el coche arrancó a su destino.

Me lo cuenta ella, al borde de las lágrimas. Dice: “Me sentí en shock, me asusté, lo que parecía un privilegio, me dio terror; ahora, cada vez que lo recuerdo, hubiese querido no haberlo vivido; me sentí humillada.”

La visito en el Centro Femenil de Readaptación Social de Tepepan, donde se encuentra encarcelada –sentenciada a 60 años por secuestro–; su libro, A la sombra de mi vida / Prisionera del Estado mexicano –que en Francia ha vendido más de 30,000 ejemplares–, se publica este mayo en México. No conozco a Cassez, pero sí su historia, el retrato que difundieron tanto los medios como la policía –la francesa “sanguinaria y diabólica”–, el montaje que la AFI hizo de su aprehensión, la tensión que se ha generado entre Francia y México, y Fábrica de culpables, el libro que los periodistas Anne Vigna y Alain Devalpo, basados en el expediente del caso, han publicado en México.

Son las 10:30 de la mañana. Paso los controles y me recibe una estafeta, una reclusa que trabaja como mensajera. Espero sobre una silla blanca, en una mesita cubierta por un mantel; el salón de visitas es austero, como si allí deambularan fantasmas, abierto a la promiscuidad social de internas y visitantes, un espacio impersonal donde se realizan también eventos de “entretenimiento”, convivios por el día de la mujer o el amor y la amistad.

Pienso en lo que uno de sus abogados, Agustín Acosta, me dijo un día antes: “Lo primero que me pregunta cualquiera sobre Florence es si es guapa.” Se lo preguntó un empresario muy conocido que ha vivido de manera indirecta el infierno del secuestro; el asesinato. Me sorprende que a la gente le inquiete más su belleza que su presunta inocencia.

Hay cuatro collages en las paredes del salón que se refieren a la violencia en nuestro país, al alcoholismo, al respeto a la mujer. Aún no lo sé, pero sabré que los ha hecho Florence: la directora del penal le ha pedido a ella y a otras dos reclusas elaborarlos para el día internacional de la mujer. “No sabes cuánta violencia hay en las imágenes, en la publicidad”, dice. En una de las cartulinas hay una fotografía de Felipe Calderón. Leo, en otra, la frase: “Fea o hermosa, la mujer no es una cosa”; un espacio está dedicado a las desaparecidas de Juárez.

Al fondo, en un pequeño patio, observo a una pareja con un bebé en un moisés. En Tepepan, hasta hoy, se permite su estancia. Entonces la veo aparecer. Espigada, de tez blanca y pecosa, frente amplia; tiene el cabello muy largo, pelirrojo, y lo sujeta con dos broches de flores blancas; los ojos azules, casi verdes, la mirada intensa, las cejas finas, las manos delicadas. Me saluda con dos besos. Tiene un lunar en la mejilla derecha. Viste jeans y una camisa sin mangas azul marino, el color que deben vestir las internas; lleva sandalias, las uñas pintadas. No puede haber duda: es Florence Cassez; he visto su imagen, una y otra vez. Destaca como destacaría una mexicana en una cárcel francesa: es diferente.

“Una vez publicaron un ‘informe’ en el que se decía que si tenía las cejas así o asá, que si tenía los ojos así o asá, no sé…, que todo eso me delataba; y yo digo: ay, por favor, cómo puede ser”, dice salpicando su lenguaje con modismos que me son familiares: “Así o asá”, “No sé”, “Ay, por favor”, “¿Sí me explico?”, mientras alarga alguna vocal, la “a”, como si se le hubiese contagiado un acento de provincia del norte mexicano.

Cassez parece querida: la saludan internas, médicos, maestros, gente que trabaja en el penal, visitantes de otras reclusas, alguna antigua encarcelada que ahora, libre, acude a ver a sus compañeras. “Ella estaba dentro –me dice sobre una mujer que ha llegado–, ahora viene por sus amigas; eso es muy lindo, porque la mayoría dice que, cuando salga, nunca quiere volver.” Florence es atenta, como si supiera que uno no está acostumbrado a visitar la cárcel; me ofrece un expresso de sobre; a veces sonríe. Pide permiso para encender un cigarro. Cuando tiene en la punta de la lengua una mala palabra, no falla la muletilla: “Disculpa que lo diga así…”

Después de estos más de cuatro años en cautiverio, conoce el entorno en el que vive; duda de todos. Es raro el periodista que no la haya querido linchar, periodistas que no han leído una sola página de su expediente. Cuenta Acosta: “A Carmen Aristegui le dije: ‘mira el expediente’; se lo mostré, le abrí las carpetas, y, a partir de entonces, Carmen piensa muy distinto respecto al caso.”

Me dice Florence: “¿Quién realmente sabe con quién está?; ¿quién lo sabe? Esto lo he aprendido: nadie; ahí están los pederastas, ¿quién lo sabía?” –se refiere a Marcial Maciel. Le hablo del libro El adversario, de Emmanuel Carrère, sobre la historia de Jean-Claude Romand, un hombre que mató a su mujer, a sus dos hijos, a sus padres y que intentó suicidarse en Francia, en 1993. Durante 18 años se hizo pasar por médico, estafó a amigos; llevó una doble vida. La esposa de Romand se llamaba también Florence. Nada supo, hasta su muerte. A Cassez no le sorprende. Me pregunta: “¿Conoces la historia de Guillermo Vélez Pelayo?” Vélez Pelayo es el padre de un joven, Guillermo Vélez Mendoza, asesinado por miembros de la afi, la misma institución que detuvo a Florence. Vélez Mendoza fue sacado de su domicilio con engaños y llevado a la fuerza a la PGR. Se le quiso implicar en una banda de secuestradores, después de que la policía lo torturara hasta matarlo. Su padre limpió y restituyó su reputación; pero no su vida.

“Lo que me ha pasado a mí le puede pasar a cualquiera; cuando veo la televisión y presentan culpables de secuestro, del narco, con esa misma cara de susto y de miedo que yo tenía cuando me detuvieron, ya no puedo creer nada; ya me lo hicieron a mí, cómo voy a pensar que esa gente es culpable”, dice.

“Yo sólo pido que me utilicen, que mi caso sirva para combatir los abusos, las detenciones arbitrarias; yo lo que digo es: ‘utilícenme’”, añade Cassez, quien está convencida de que el suyo es un caso del que todos, autoridades, ciudadanos, podemos aprender; un caso que debe ayudar a que lo que le ha pasado a ella no le pase a cualquiera.

Después dice: “Cada vez hay más; está el de Jacinta –una indígena acusada de ‘secuestrar’ a seis policías, encarcelada tres años y exonerada en septiembre de 2009 con un ‘usted disculpe’–, el de Guadalupe Meléndez y Luz María Dávila –la primera, madre de uno de los acusados en el multihomicidio de Villas de Salvárcar, en Juárez; la segunda, madre de uno de los asesinados, quienes han iniciado, conjuntamente, una campaña para que se haga verdadera justicia.

“De mi caso se habla mucho, pero la reacción es: no escucho, no veo, no sé; y ya no se puede tapar el ojo al macho”, dice. Le pregunto si la han buscado periodistas mexicanos: “Muy pocos –responde–; a mí se me juzgó sin saber; me presentaron como culpable y entonces fui culpable para todos; bastaron dos días. Lo que yo pido a los mexicanos es que chequen mi expediente; no me crean nada a mí: ¡investiguen!”

Entonces dice: “Hubo un periodista, de los que más me atacaron, que habló siempre mal de mí, escribió cosas horribles, inventó todo, pero hace poco me buscó, me quiso conocer, se disculpó conmigo, estaba avergonzado; me dijo que a él le ponían en su mesa información de la policía. Tiene cáncer, por eso creo que está arrepentido.” Florence me pide que no publique el nombre. Se le puede leer en internet: nunca citó una fuente; llegó a difamar a sus padres.

“¡Jurídico!”, le avisan. “Ahora vuelvo”, dice. Cuando regresa, trae consigo ocho, diez, doce sobres con sellos de Francia, Marruecos, Canadá, Bélgica, Tailandia, México, Holanda. “¡Mira!” La felicitan por su libro; admiran su valentía; le envían unos aretes. Sonríe: “¡Qué bonitos!”, dice. Recibe estas líneas de Nantes: “Nos da muchísima pena ver las relaciones entre nuestros países ensombrecidas por tu encarcelamiento a todos los que aquí amamos a México”; un cura del Distrito de Nanterre, escribe: “El próximo 27 de marzo celebraré el Santo Sacrificio de la misa por su liberación… Que nuestra señora de Guadalupe perdone a México, que intervenga para que recupere su libertad.” Entonces me tiende esta con los ojos húmedos: “Tengo 29 años estoy preso desde los 22 años y se lo dificil que es estar privado de la libertad siendo inocente… La mire en una fotografia de la Revista de Proceso 13 dic, 2009 y al ver su rostro no dejo de pensar en el dolor y sufrimiento que esta viviendo se que es en vano recalcar lo ineficiente de nuestra justicia mexicana…” (sic). La firma un convicto desde el penal de Islas Marías, en Nayarit (en una segunda visita, Florence me permite leer dos cartas significativas: una, de un hombre en México que le dice cómo ha sido torturado para firmar una declaración de culpabilidad; su caso ha salido en los medios; la otra, de un hombre absuelto por el “caso Outreau”, uno de los mayores errores judiciales en la historia francesa, donde se acusó a 13 personas de pederastia, una de las cuales se suicidó. Fue el abogado de Cassez, Frank Berton, quien destapó las incongruencias jurídicas. “Un jour, le ciel redeviendra bleu”, termina la carta). Alguien que desconoce que no se puede introducir dvd’s en la cárcel, le quiere mandar uno: Florence organizó durante una temporada un cineclub, apoyada desde la dirección, pero luego se hizo imposible el manejo de las películas.

Es Charlotte, su madre, quien agradece la correspondencia, los obsequios, y actualiza el blog que ha creado en apoyo a la liberación de Florence. También es Charlotte la mejor defensa de su hija: “Una madre de esa calidad moral, de esa entereza, no puede tener una hija secuestradora”, me dijo Acosta. Florence lo dice así: “Mi madre es una mujer hecha y derecha; mis hermanos y yo nos educamos en un ambiente muy estricto; no había espacio para el ocio; nos inculcaron el trabajo; gracias a eso, he podido sobrevivir aquí (la cárcel) –dice–. Los perros no hacen gatos; somos el ejemplo de nuestros padres, y mis padres son personas rectas.”

“Ahora tengo un rol, tengo una responsabilidad; para mí esto es muy importante”, me dice Florence, mientras regresa, con un orden cuidadoso, cada carta a su sobre, y guarda algún detalle en su agenda; es roja, y ahí tiene imágenes de la virgen de Guadalupe, estampas, pensamientos que le envían. (En mi segunda visita, me sorprende este gesto: un hombre mayor y tímido, mexicano, acude a entregarle comida; ella me cuenta la historia: el hijo de ese hombre vive en Francia, contactó a los padres de Florence y, en una visita a México, la fue a ver; estaba convencido de su culpabilidad, pero quiso verla por “humanidad”. Hoy el padre no duda de su inocencia, la visita y le lleva fruta, verduras, cigarros.)

Sobre las dos de la tarde, llega una amiga francesa; después, llega otro amigo, mexicano. Los dos traen ensaladas, pan, queso, lo que se puede pasar al reclusorio. Comemos los cuatro, y se nos une Lorena, una interna, amiga de Florence. Se habla de refrigeradores, de la primavera, de la relación entre la alimentación y el sexo. De carne. Todos reímos. Descubro el particular sentido del humor de Florence. Me hace gracia el apodo que le ha puesto a un conocido conductor: ‘Lobotomía’. Aún se permite bromear. Se lo hago notar, y su respuesta es contundente: “El día de mi cumpleaños una interna llamó a un periódico para decir que yo me estaba sonriendo con mis amigos; ¿si no me río, qué me queda? ¿Acaso también me lo han prohibido? ¿Ya no puedo ni sonreír?”, dice. Fue el diario Reforma quien reprodujo el ‘pitazo’: “Cassez está festejando su cumpleaños”, publicó una reportera.

Cuando Florence despide a sus dos amigos, me quedo un momento solo con Lorena. Lleva dos años y medio encarcelada; no le pregunto el motivo; le pregunto por Florence. Dice: “Es una muy buena persona; algunas nos tienen envidia porque es raro que una extranjera se haga amiga de una mexicana; aprendo de ella.” Cuando se retira, Florence regresa a la comida: “Hoy ha sido especial, es como si hubiese hecho una reunión en casa.” Por un momento, creo que está de verdad feliz.

Habla de su exposición a los medios. Le afecta. “Ahora hay una campaña para extraditar a los mexicanos encarcelados en España; y yo me pregunto, ¿por qué?, si a mí no me han querido aplicar el tratado de Estrasburgo. Cuando veo las noticias, me quedo muy confundida: imagino cosas, que si Sarkozy se reunió con Zapatero, que si hay un acuerdo con Calderón; y eso me hace mucho daño, porque lo mío es un tema político, y me da mucho coraje, me da asco.”

Otra vez, Florence está a punto de las lágrimas. Ahora va a terapia con un psicólogo. Está en su niñez. Llora todos los días; lee, escribe, dibuja, hace deporte, arma collares, limpia de lunes a viernes las escaleras. “Con el libro me he desnudado un poquito, ahora en la terapia me estoy desnudando toda”, me dice. “Estoy en mi tercer año de infancia.”

Unos guardias anuncian el fin de la visita; “vayan recogiendo sus cosas”, ordenan; es un momento vulnerable: la despedida. Florence me sorprende con la carga emocional y la fuerza con la que dice esto: “Estoy dispuesta a todo; voy a salir por esa puerta; no le temo ya a la muerte, a que me maten…; sí le temo, me asusta, pero ya vivo con ello; voy a llegar hasta el final.” Sus palabras respetan el mismo principio de su libro: “Me queda una sola riqueza: mi inocencia.”

He estado casi siete horas con Florence Cassez; 390 minutos; son las cinco de la tarde de un jueves casi veraniego, aunque es invierno. No sé si Florence lo guarda en la memoria, pero hace hoy siete años exactamente, un 11 de marzo, pisó por primera vez México, este país del que recuerda sus viajes, del que evoca días hermosos, del que siente fascinación y tristeza al mismo tiempo. Evito mencionar la efeméride. Ella mira por la ventana, hacia una cancha de cemento desangelada, donde las internas suelen jugar basquetbol; hoy toca voleibol, deporte en el que Florence parece que ha comenzado a destacar. Dicen que tiene mucha fuerza; su profesora, dice Cassez, siempre precisa: “Tiene mucho coraje, no es fuerza.” Florence vaga con la mirada en el infinito finito de la cancha, hasta donde tropieza con una barda del reclusorio, el límite entre “adentro” y “afuera”, y dice sin quitar la vista de su horizonte: “Aunque esté destruida internamente, y aunque no me lo creas, en este momento, no pienso en los años que me han robado, sino en que esta es mi vida por ahora, y que en este momento tengo muchas ganas de ir ahí –la cancha– y jugar, aunque después me duche con agua fría.” ~

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Periodista y escritor, autor de la novela "La vida frágil de Annette Blanche", y del libro de relatos "Alguien se lo tiene que decir".


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