Pudor y curiosidad

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Ocultarse a la vista de los demás, esconder algo, manifestarse de manera parcial o engañosa, es un recurso de los vegetales, animales y personas para defenderse, afirmarse y desenvolverse en la convivencia. La ocultación puede atraer la curiosidad y hasta la agresión, pero también subir de nivel la inteligencia curiosa: volverla consciente de sus propios límites. No todo es fácil de entender, dice Heráclito, porque “La naturaleza suele ocultarse”. Algunas traducciones personifican esta resistencia: “A la naturaleza le gusta ocultarse.”
     Los antropólogos han documentado ampliamente la ocultación. Por ejemplo: cómo varían de una tribu a otra las formas de pudor. A partir de esta variedad, se ha llegado a pensar que el pudor es convencional. Max Scheler (Sobre el pudor y los sentimientos de pudor) criticó esta posición, señalando que lo importante no es la variedad de partes consideradas pudendas o la variedad de actos disimulados con recato, sino la invariante universal de que siempre hay actos o partes que se ocultan. En todas las tradiciones de todas las tribus, el pudor dice lo mismo. Es un hasta aquí a los ojos de los demás, una afirmación de que el ser humano no puede ser visto como eso que despierta curiosidad o apetito, sino como tú. Es una expresión del sujeto que se niega a ser objeto. Yo soy más de lo que estás viendo, y ese más no reside en lo que oculto, sino en lo que soy: una persona a cargo de mis actos, no un simple objeto de los tuyos.
     La inteligencia puede tomar dos formas. Una es el diálogo o la mirada de inteligencia mutua entre personas que se entienden, que están en la inteligencia de algo. Otra es la mirada solitaria, unilateral, que examina un objeto, situación o problema. Esto también es inteligente, mientras no se aplique al tú, como lo subraya Antonio Machado (Nuevas canciones):

El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.

El pudor no es ante todo sexual, ni corporal, sino personal: rechaza la mirada abusiva, siente como degradante la observación de que es objeto. Significativamente, cuando James G. Frazer (La rama dorada) habla sobre los tabúes de mostrar la cara, no se refiere al velo islámico del pudor femenino, sino a los velos del poder masculino, como afirmación de soberanía. El sultán de Wadai habla siempre detrás de una cortina. El sultán de Darfur se envuelve toda la cabeza, excepto los ojos: puede ver, pero no ser visto. Ocultarse a los ojos de los demás, ser impenetrable, rebasa lo sexual o lo meramente defensivo.
     Michel Foucault (Vigilar y castigar) recuerda la prisión ideal de Jeremy Bentham, dominada desde el panóptico: la torre de vigilancia que somete, aunque esté vacía, porque los reclusos no pueden ver al vigilante, únicamente ser vistos. Pero la asimetría es reversible, democratizable. También la multitud puede sentirse del lado del poder: ver sin ser vista, desde el panóptico de su televisor, desde las gradas del Coliseo. Prudencio (Contra Símaco), al criticar el circo romano, contrasta “el gran pudor” de las vestales (que actúan como jueces de plaza en una corrida de toros) con la degradación última de los gladiadores: “la delicada virgen indica con su pulgar vuelto a tierra que le desgarren el pecho, para que no se oculte ni una parte del alma en las entrañas del vencido” (cita y traducción de Manuel Briceño Jaúregui, Los gladiadores de Roma). La multitud disfruta el reality show, participa en la violación de cualquier resistencia a la mirada agresiva que destripa, para que no se oculte nada, para arrasar la soberanía del tú, reducido a eso. El espectador anónimo se exalta: participa en la violación multitudinaria, se siente victorioso, superior. Su anonimato es un pasamontañas que lo eleva al poder del sultán de Darfur: ver sin ser visto.
     Las personas arrojadas como carne para los leones son objeto de una curiosidad sádica, cuya degradación moral impone la degradación corporal (reducirlas a eso). Pero, si el gladiador vencido participó voluntariamente en el espectáculo de destripar o ser destripado, la desfiguración última de su cuerpo completa su degradación moral al participar; una degradación que comparte con sus competidores, los organizadores y el público. Ambas situaciones pueden darse en espectáculos no sangrientos. Las personas filmadas por una cámara boba o retratadas por un paparazzi, para reducirlas a objeto de diversión, curiosidad, morbosidad, son arrojadas al espectáculo como carne para los leones; a diferencia de las que hacen striptease porque lo disfrutan o lo cobran o quieren conseguir algo. También distinta es la seducción entre personas autónomas, cuando no se trata de dar un espectáculo ante terceros. El pudor no rehúye la inteligencia mutua, sino la asimétrica. La contribución del pudor al desarrollo de la especie es, precisamente, subir de nivel la inteligencia, pasar de la zafia mirada depredadora al mutuo respeto de saberse autónomos, inabarcables, irreductibles.
     El pudor se explica menos por la sexualidad que por el poder, y menos por el poder que por la inteligencia. La curiosidad más inocente (ya no se diga prepotente) puede provocar el repliegue ante la mirada invasora; repliegue que el agresor puede resentir como agresión: digna de represalias que arrasen toda resistencia y demuestren que el pretendido tú no es más que eso. Los espectadores pueden identificarse con el tú de la víctima y salir en su defensa o, cuando menos, negarse a participar. O pueden identificarse con el poder y disfrutar el espectáculo como una forma de sentirse potentes. Peor aún: hasta la víctima, masoquistamente, puede participar en su propia degradación, identificarse con el poder; pasivamente, como en el Síndrome de Estocolmo, o activamente, como en los noticieros de televisión que suben su rating, no por la calidad de las noticias, sino por el espectáculo de la persona que las lee con toda seriedad, mientras se va quitando la ropa. Ofrecerse como objeto de los que ven sin ser vistos, o reducir una persona a eso, degrada la inteligencia. No asumirse como una inteligencia frente a otra, sino como un objeto frente a un sujeto, o como un sujeto frente a un objeto, es no entender la realidad: ser poco inteligente.
     Erich Fromm (Anatomía de la destructividad humana) relaciona la crueldad con el narcisismo, en el cual la persona no tiene la vivencia del tú como real; “únicamente su propia persona, su cuerpo, sus necesidades, sus sentimientos, sus pensamientos, sus propiedades, todo lo suyo y todos los suyos son vividos como algo completamente real; mientras que todos y todo lo que no forma parte de su persona o sus necesidades carece de interés, no tiene realidad completa, se observa únicamente con la inteligencia, sin peso ni color afectivos”. Pero ¿qué inteligencia es ésta? Una inteligencia inferior, que se mueve en la realidad sin acabar de situarla, ni de situarse. La crueldad, además de todo, es una falta de sensibilidad. El exhibicionismo, además de todo, es una inocentada. Reducir o reducirse a eso no es revelar el verdadero tú o el verdadero yo. ~

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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