Covarrubias, aldea global

Castilla es una tierra de viejos que no recuerdan que una vez reinaron a ambos lados del Atlántico.
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El otro día, en mi pueblo, escuché a un señor que le decía a su nieta adolescente: “La plaza mayor de Covarrubias es la más grande del mundo, porque se tarda entre una hora y media y dos horas en cruzarla”. Me pareció una buena definición de los efectos de la globalización. El progreso técnico ha convertido nuestro planeta en la plaza de Doña Urraca: ha reducido las distancias entre las personas y ha multiplicado sus conversaciones.

Sin embargo, vivimos días de reacción contra la globalización. En Europa y en Estados Unidos asistimos al auge de un populismo que, tanto desde la izquierda como desde la derecha, enarbola la bandera de la soberanía nacional. Son tiempos ciertamente tristes y penosos, en los que a una ya solo le reconforta tomar una coca-cola bajo los soportales del Hotel Arlanza.

Y es aquí, en esta incertidumbre, en las desigualdades, en la xenofobia y en el repunte de los nacionalismos, donde creo que cabe detener el paso para escribir un elogio de Castilla. Quiero escribir un elogio de Castilla porque a nadie, nunca, se le ocurriría la ridiculez de escribir uno. Nadie, nunca, dirá que Castilla es la más guapa. Nadie proclamará en Castilla: independicémonos, seremos ricos. Nadie en su sano juicio afirmará: Los castellanos somos mejores. A fin de cuentas, nadie sabe qué es ser castellano.

Si se le pregunta por su origen, con toda probabilidad, el castellano dirá: “soy de aquí”. Castilla vive en la ambigüedad de un adverbio de lugar, no tiene hechos diferenciales, su lengua es solo una herramienta, como la azada o el martillo, y, preguntado por su cultura, el castellano se encoge de hombros. Castilla saluda con un gruñido o con un golpe seco de mentón, y su identidad cabe en unas cuantas muletillas: adiós, majo.

Castilla es recia y antipática. No tiene olas que le refresquen las piernas en verano ni que le abriguen los pies en invierno. Nadie pasaría su luna de miel en Castilla. Es una tierra de viejos que no recuerdan que una vez reinaron a ambos lados del Atlántico. O mejor, que no lo añoran. Castilla es un sembrado seco y una linde de somieres. Castilla es posguerra y pan duro con un chorrito de vino.

Castilla es una dulzaina insufrible. Pero es también un compás de cigarra y un rumor de ríos largos. Es un chopo derribado por el Duero, condenado pero vivérrimo, en mitad de un piélago. Castilla son berrañas en flor y moscas borriqueras. Castilla es el frío sin complementos y es el calor en el lomo que se encorva sobre la era. Castilla es un sol que solo ensombrece alguna nube eléctrica, a la tarde, y el vuelo de los buitres que llaman leonados, porque como aquellos que reinan en la sabana, estos gobiernan aquí nuestros cielos. Creo que define muy bien Castilla que su criatura más impresionante sea un ave carroñera y apestosa.

Castilla es aliagas. Pero, en Castilla, los caminos los hacen los corzos y los jabalíes, y los quercus engalanan los suelos con sus hojas de encina y roble. Castilla nunca ganará el premio al mejor branding: morcilla y olla podrida, pero querrás más. Castilla es más adobe que piedra. Castilla es un cerro yermo con una nave cuadrada y solitaria que guarda palmeras y camellos. Castilla es desamortización.

Castilla es una corriente opaca y verde de sedimentos. Barbos y luciérnagas, tejones y cigüeñas que se han quedado a vivir. Castilla son pueblos en retirada, escuelas cerradas, flores entre ruinas, casas sin gente. Castilla es un frontón sin fuste, es un mesón con telarañas, es un mulo viejo y un chucho simiesco y zalamero.

Castilla no es mejor en nada ni lo pretende. No quiere ser nación. El nacionalismo castellano no está desprestigiado, porque afirmar eso implicaría admitir que alguna vez gozó de prestigio. Los cuatro gatos que hablan de los comuneros viven en Vallecas, o en alguna ciudad dormitorio de Madrid.

Castilla tampoco sabe lo que es la globalización, pero el nieto de El Galo habla chino mandarín y vive en Pekín. Y el hijo de El Chumi es artista y vive en Nueva York. Cuando vuelven a Covarrubias tardan una hora y media, dos horas, en cruzar la plaza de Doña Urraca, que es más o menos lo que debe de tardar uno en cruzar la plaza de Tiananmén o Times Square. Vale, es una chorrada, pero, ayuda a dormir en esta larga noche de estío y fronteras.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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