Carta de Reims: Velocidad, vino y volante

La preocupación en Europa, y particularmente en Francia, por reducir los siniestros de tráfico ha ido en aumento desde 1992, cuando entró en vigor el carné por puntos.
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Por espacio de dos semanas recorrí 2,000 kilómetros de ruta entre los viñedos de la región de Champaña, la Borgoña y la Alsacia al este de Francia, y el Rin y la Selva Negra al oeste de Alemania; la espectacularidad de la zona, entre montañas, bosques y una alfombra interminable de uvas chardonay, riesling y pinot noir que serpentean las carreteras es digna de un relato aparte, pero lo que más me sorprendió al volante fue que en quince días, pese a estar en una de las regiones más densamente pobladas de viñedos y de mayor producción de vino en el mundo –también de mayor consumo–, no fui testigo de un solo accidente de tráfico. O sí, de uno solo: una motoneta volcada a lado de unos viñedos de Moët & Chandon, hasta donde habían llegado dos ambulancias, muy cerca de Hautvillers, ahí donde el monje benedictino Dom Perignon descubrió el método de fermentación en botella del champaña en el siglo XVII.

La preocupación en Europa, y particularmente en Francia, por reducir los siniestros de tráfico ha ido en aumento desde 1992, cuando entró en vigor el carné por puntos (el permiso de conducir de doce puntos al que a cada infracción se le reduce uno o varios según la gravedad), y que se le retira por un periodo que puede ir hasta los cinco años a quien los pierde todos; hoy, las autopistas francesas cuentan con un sistema de radar continuo que controla los límites de velocidad, desde los 30 y 50 kilómetros por hora en las entradas y salidas de las ciudades hasta los 130 máximos en las carreteras, midiendo también el promedio de velocidad de un automóvil entre un radar y otro. Cada 20 kilómetros en las autopistas e incluso en las vías secundarias hay estaciones de descanso con baño y mesas para comer, zonas siempre verdes en las cuales se puede hasta dormir unos minutos; la buena señalización y recordatorios continuos de los límites de velocidad, por otra parte, juegan un papel fundamental en torno a la seguridad vial y, sobre todo, cuando una ruta está en obra se previenen con antelación y con grandes carteles indicativos los desvíos necesarios.

La última ley vial, que entró en vigor el pasado 1 de julio obliga a los conductores de vehículos de toda Francia a llevar consigo un éthylotest, sea químico (1,5 euros) o electrónico (100 euros), que permite conocer la cantidad de alcohol en la sangre de las personas al volante; no llevarlo a partir del 1 de noviembre causará una infracción de 11 euros (cerca de 200 pesos); el objetivo: reducir a 3,000 los muertos anuales en las carreteras francesas, donde en 2011 murieron 3,900 personas.

Ahora que el presidente de México está en su etapa de celebrarse así mismo antes de dejar el puesto y de lanzar campañas que quieren tapar el hoyo, muerto el niño, como la de ““Pilotos por la Seguridad Vial”, y peor, hacer creer que la culpa es de los automovilistas y no de las autoridades reguladoras, federales, estatales y locales, de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, de las malas autopistas y peor pavimento, de la nula señalización, de un sistema que regala los permisos de conducir a quien se presente, de empresas que hacen manejar a sus choferes un tráiler durante 12 horas seguidas, bien le haría al mandatario que lo sustituirá tomar nota de lo que al exterior se hace en la materia para reducir la siniestralidad vial, y sobre todo, el número de personas que cada año fallecen en nuestras autopistas: 24,000, como lo reconoció el año pasado el entonces secretario de salud, José Ángel Córdova, cuando México se puso la medalla del séptimo lugar en el mundo de acuerdo a la Organización Panamericana de la Salud en mortalidad por accidentes viales, segunda causa de orfandad en el país.

Si hacemos caso de las cifras que proporcionó el año pasado la Secretaría de Salud y obviando el desastre que tenemos en México para contabilizar nuestros muertos, como ya lo anotó Carlos Puig, durante el sexenio de Calderón habrían muerto alrededor de 140,000 personas en las carreteras, más del doble del número de muertos que a todos nos espanta (60,000), contabilizados en el mismo periodo y durante la llamada “guerra contra el narco”.

A mí, que suelo hacer el trayecto México-Querétaro con bastante frecuencia, me ha resultado insólito el viaje en el que no haya visto un tráiler volcado, una colisión, y hasta uno o varios muertos en un mismo día; cuando hace tres semanas leí la noticia del nuevo programa de seguridad vial en cuyo acto el presidente dijo que “no ponerse el cinturón de seguridad no es un acto de valentía, sino un signo de estupidez”, comprendí que quien nos gobierna no tiene la menor idea de lo que significa una estructura que permita tener autopistas seguras y ordenadas, comenzando por su señalización: la belleza de la ruta es lo de menos.

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Periodista y escritor, autor de la novela "La vida frágil de Annette Blanche", y del libro de relatos "Alguien se lo tiene que decir".


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