En las formas de mirar el mundo radica una singularidad que nos define. Las formas en que nos miramos también dicen mucho de cómo nos concebimos. Un territorio y las personas que lo habitan son las líneas centrales del recorrido a través de la plástica mexicana que el Museo Kaluz presenta en su exposición inaugural: México y los mexicanos.
La muestra abarca una selección representativa de la Colección Kaluz, propiedad de don Antonio del Valle Ruiz, marcada por un gusto figurativo y una gran diversidad plástica que permite el diálogo entre tiempos, estilos e inquietudes estéticas. El guion curatorial tiene dos grandes núcleos temáticos que a la vez se subdividen. El primer eje lo integran “Paisajes naturales”, “Paisaje construido”, “La seducción de México sobre los extranjeros” y “Frutos de nuestra tierra”; mientras que el segundo se divide en “Rostros de México” y “Celebrar lo nuestro”, el cual incluye las tradiciones, ritos y festividades típicamente mexicanos. La exposición reúne todos los géneros pictóricos, a excepción de la pintura histórica; sin embargo, cuenta las pequeñas historias de lo cotidiano con el fin de exhibir un país plural a través de la mirada de artistas consagrados y otros menos conocidos.
La museografía es precisa y amable con los reflejos de la luz resaltando las cualidades pictóricas de cada cuadro. Pinceladas sueltas y espesas reflejan los árboles en el Río Churubusco de Pedro Galarza. El jalisciense dejó claro el interés de pintar los colores de la luz al estilo impresionista. Este bucólico paisaje evoca la gran avenida por la que transitamos hoy sobre el río ahora entubado y nos hace pensar cómo el crecimiento urbano limita la concepción de los espacios naturales que alguna vez existieron a las afueras de la metrópoli. Tal es también el caso de Vista del Castillo de Chapultepec de Manuel Serrano en donde aún se aprecian grandes extensiones de tierra para el pastoreo de las vacas o de Vista del Ajusco desde Barranca del Muerto de José María Velasco, cuando solo se veía a lo lejos el pueblo de San Ángel. Estos cuadros son espacios de representación en donde lo pintoresco y el realismo nos invitan a reflexionar en torno a las formas de relación entre la naturaleza y la cultura.
En los múltiples ejercicios de creación de una identidad nacional, el paisaje de la cuenca del Valle de México fue uno de los primeros en instaurarse como hito territorial con los volcanes como telón de fondo. Su grandeza ha sido representada en el tríptico del impresionista de Campeche Joaquín Clausell, donde el Iztaccíhuatl forma parte de una escena de cosecha y maternidad, y en Vista del Popocatépetl desde Amecameca del paisajista oaxaqueño Armando García Núñez, que parece flotar en el pasillo de transición entre los paisajes icónicos del valle y las representaciones de la naturaleza en su estado más bruto.
La siguiente sala ofrece un recorrido por el territorio nacional. Una de las escenas características de Francisco Goitia es un pequeño paisaje desolado que brilla con la claridad de la luz del trópico de Cáncer. Este se contrapone a un paisaje rocoso con nopales, junto a un detallado estudio naturalista de piedras de José María Velasco, frente a un colosal peñón de José Chávez Morado. Las vistas de la sierra en tonos morados y azulados de Carlos Orozco Romero parecen levitar en contraste con las plastas de piroxilina del paisaje pedregoso de David Alfaro Siqueiros o con el brillo translúcido de la luz zodiacal de los Atl-color sobre el Paisaje nocturno de Gerardo Murillo: no hay mayor complacencia estética que la ofrecida por la materialidad.
Entregarse al encuentro con las obras es situarse frente a ellas y recorrerlas con la mirada. Los pequeños detalles se vislumbran en los grandes cuadros con el mismo asombro del niño que observa desde el otro lado del canal al pintor Francisco de Paula Mendoza. Los visitantes de la exposición se sumergen en la naturaleza exuberante de Rosario Cabrera, Angelina Beloff y Fanny Rabel o, incluso, descubren artistas como Carmen López a través de la imagen de Xalapa y se transportan a otros lugares con las nubes de Pahuatlán de Luis Covarrubias.
Entre los muros de las salas se incluyen citas con tres distintas miradas sobre el paisaje mexicano: un fragmento del poema “En el teocalli de Cholula”del cubano José María Heredia y las impresiones de dos diarios decimonónicos en clave femenina: uno de la condesa Paula Kolonitz y otro de madame Calderón de la Barca, quien escribió: “Cuanto ser humano, cuantas cosas se ven al pasar, son, por sí solos, si no un cuadro, cuando menos excelente pretexto para el lápiz.” Como la exposición lo constata, muchos extranjeros mostraron su manera de dar sentido al paisaje contemplado.
La vasta colección de paisaje mexicano sirvió de inspiración para el mural Jardín urbano de Vicente Rojo que se encuentra en la fachada lateral del museo. Este recuerda al movimiento de los árboles en el bosque y fue para Rojo la manera de llevar la colección a la calle.
La exposición continúa con los paisajes construidos, los ámbitos urbanos, los sitios de congregación y los espacios íntimos de la vida doméstica y religiosa. De aquí resaltan los óleos Cecile Jacques en la biblioteca de Antonio Rodríguez Luna e Interior de un convento de dieguinos de Juliana San Román. También vale la pena observar con detenimiento algunas joyas pictóricas como Valle de Iztacalco con casta atribuido a Juan Patricio Morlete Ruiz, pieza que presenta episodios cotidianos de parejas y familias que pasean alrededor de las fuentes de la plaza central, así como un trío musical sobre una trajinera navegando por el canal de la Viga, que además de evidenciar la abundancia de agua en el idílico pasado funciona como buen vínculo para abordar la siguiente sección centrada en los rostros de México.
Tres pinturas de castas que reafirman el mestizaje introducen la sala y tejen sentido con retratos anónimos, un buen detalle curatorial que da un lugar en el discurso a esas personas cuyo nombre ha sido borrado por la historia y ahora vuelve en la imagen de esas primeras mexicanas. Estrategias como esa ocurren también en el diálogo vertical entre el modesto pero muy erótico ejercicio de Leandro Izaguirre de una Mujer de espaldas y una indígena de la serie Tipos populares de José Jara. El anonimato da pie a interpretaciones estéticas que podrían ampliar la historia del arte mexicano. Por ejemplo, en el zapatero de la misma serie de Jara se aprecia una calidad en el detalle y precisión en el dibujo que develan el uso de la fotografía como herramienta visual en las prácticas artísticas decimonónicas.
La colección del Museo Kaluz se ha formado a través de una constante activación del mercado del arte, un asunto urgente en los museos mexicanos porque pone sobre la mesa la importancia de contar con un programa de adquisiciones que permita invertir en el acervo y en la conservación del patrimonio. Prueba de ello es Autorretrato con Jeannette de Ángel Zárraga, recientemente enlistado en la subasta de Arte Moderno Latinoamericano de Sotheby’s.
Con poco más de doscientas obras, que incluyen estudios preparatorios como las delicadísimas Flores al pastel de Alfredo Ramos Martínez y pinturas modernas como Torso de mujer en negro de Rufino Tamayo y Bailarina de David Alfaro Siqueiros, la exhibición deja entrever los procesos plásticos y la diversidad de imaginarios en torno a lo mexicano. A través de una curaduría que favorece el diálogo del anacronismo de las imágenes con la presencia del ahora se niega la linealidad de la historia generando un movimiento dialéctico en donde el presente y el pasado no cesan de reconfigurarse. El museo desea crear un impacto en la comunidad a través de un espacio de encuentro común y lo logra, no solo con su propuesta curatorial, sino también con pequeños gestos como la fusión de género en la tipografía del título de la exposición que posibilita la lectura doble en femenino y masculino oel cierre de la muestra con un guiño a una generación que ama a los gatitos con Cuadro de comedor con gato de José Agustín Arrieta. ~