En una entrevista postrera, Witold Gombrowicz afirma: “Se compra un Diario porque su autor es célebre, y yo escribía el mío para hacerme célebre…”
La declaración, rebosante de autoironía, es, al mismo tiempo, puntillosamente honesta y cierta. Aun siendo ésta una ambivalencia singular, la encontraríamos sin dificultad en el libro de cuentos Recuerdos inventados o, por citar otro ejemplo, en la novela París no se acaba nunca, en boca de su protagonista y narrador. Quiero decir que las palabras de Gombrowicz nos podrían recordar alguna de las máscaras literarias de Enrique Vila-Matas o a Enrique Vila-Matas mismo. Precisamente en el primer escrito de la colección de artículos El viento ligero en Parma, el autor se ocupa de Gombrowicz: expone la fascinación que por su figura y sus declaraciones a la prensa tuvo antes que por sus libros, los cuales, confiesa, leyó algo tarde.
“La sorpresa fue grande cuando […] leí el primer volumen de Diarios y vi con gran asombro que no se parecía en nada, pero es que en nada, a lo que yo escribía. Durante años había estado copiándole imaginariamente y eso me había servido para, sin saberlo, crearme un estilo propio…”
El hecho de que la declaración de Gombrowicz me halla sonado a Vila-Matas no contradice la noción del segundo respecto a no parecerse, como autor, al primero. Sin duda yo apuntaba a cercanías espirituales, actitudes afines, más que a convergencias en la escritura. Como quiera que sea, Vila-Matas concluye así: “Queriendo parecerme a él, había acabado por parecerme a mí mismo.”
A su vez, Gombrowicz, varado un cuarto de siglo en Argentina, se solía considerar el opuesto de Borges, su contrario. “Él se halla enraizado en la literatura, y yo en la vida”, explicaba. Dado el incesante flujo de citas literarias, la recurrencia de los nombres favoritos de Magris, Sterne, Walser, Pitol, Fitzgerald, Pessoa, Tabucchi, Capote y Sebald, más la aparición continua de otros tantos autores de las proveniencias más diversas, Perec, Canetti, Rulfo, Beckett o Kafka, uno pensaría que ese lugar opuesto al de Gombrowicz le correspondería hoy a Vila-Matas. Pero resulta que no. A pesar de la enorme carga referencial y la gravitación permanente de la literatura y lo literario, en Vila-Matas respiran simultáneamente otras tesituras, o, como él mismo explica en el sexto escrito de su libro, refiriéndose a otros autores que le son cercanos (pero igualmente otorgándonos claves de su propio trabajo): “… una novela puede ser construida como un tapiz que se dispara en muchas direcciones: material ficcional, documental, autobiográfico, ensayístico, histórico, epistolar, libresco […] libros que mezclan la narración con la experiencia, los recuerdos de lecturas y la realidad traída al texto como tal.”
Extravagante y literario a la cuarta potencia, su erudición es tan elocuente, las citas son tan articuladas y orgánicas que funcionan como discurso poético, y así el flujo del texto no deja de asemejarse a un soliloquio, el de un ventrílocuo, si se quiere (recuérdese al personaje de Una casa para siempre), pero soliloquio al fin. Me parece que una constante en la escritura de Vila-Matas, ya sea en sus novelas o en cualquiera otra de sus vertientes, es la exposición de la propia fragilidad. Y creo que en ello, al margen de la precisión y lucidez y hermosura de su lenguaje, ha encontrado un arte de seducir y conmover. Por supuesto, la joroba del narrador de Bartleby y Cía delata una indulgencia melodramática, pero se trata de un guiño, un detalle más de humor con el que el autor se va enroscando en la vida del lector, tornándose su cómplice. Pero existen otras jorobas más sutiles: la parálisis creativa del joven Montano; los afanes ridículos de aquel otro alter–ego del autor por parecerse a Papa Hemingway, sus desatinos como novelista en ciernes, refugiado en la buhardilla de Marguerite Duras; el lirismo extraviado del español Tenorio en Veracruz; las penurias de aquel espía que tiene un hijo anómalo, quien “de una manera infinitamente seria, se ríe”, y tantísimos otros personajes alrevesados, complejos y de nacimiento extravagantes, sí, pero curiosamente llegando a través de su condición impar a una humanidad exhibida en lo quintaesencial, en lo vulnerable o adolorido.
Auténtico, fiel a sí mismo a riesgo de ser monocorde o reiterativo, el Enrique Vila-Matas de las colecciones de crónicas, reseñas y ensayos como El traje de los domingos, Para acabar con los números redondos o este El viento ligero en Parma es asombrosamente cercano al que nos conduce por las sendas de la narrativa de ficción. Más allá de compartir elementos por voluntad expresa del autor, por ese afán de que el tapiz se dispare en muchas direcciones, la prosa narrativa de Vila-Matas y el ensayo se confunden porque hay un mismo pulso y una misma vocación para lo confesional encubierto o no y lo reflexivo, así como una vertiginosidad de eventos, ya se trate del viajero que busca la Cartuja en Parma, y no la encuentra, o aquel hombre que tenía once hijos, dos gatos, un perro, tres peces, dos conejos y un loro.
Vila-Matas publica en periódicos, revistas, aborda temas de aparente ligereza, de actualidad obligada, de brevedad obligada, pero, como Eliot habría querido, los textos apuntan a lo universal y transparente, desligados de la fecha de caducidad del asunto reseñado, con trascendencia propia. Un crítico que asume la primera persona pero evita con rigor la autocomplacencia. (Si acaso, se complace en fustigarse a sí mismo.)
Bajo la forma de una conferencia nos hace la confesión de que su vocación literaria viene de admirarse con Mastroianni en La Notte de Antonioni, desempeñando el papel de escritor y teniendo como mujer a Jeanne Moreau; en otro texto, describiendo calles de Barcelona se encuentra con Vicente Rojo, pintor y diseñador de tantas portadas de libros entrañables; en una nota necrológica logra establecer el reclamo de todo vivo: “¿por qué me exigen que cumpla con un papel establecido?”; en otras más aborda de nuevo el Tristram Shandy, la ficción de Pitol, los viajes y el cine, sobre todo el italiano. Y de nuevo sus fragilidades: el pánico a hablar en público, los malentendidos trágicos y los desasosiegos subsecuentes, las fisuras de la vida diaria.
A cada página, Enrique Vila-Matas nos ofrece pruebas renovadas de su amor desbordado por la literatura, pero que también dejemos atrás dicotomías forzadas se traducen en amor por la vida misma, amor contagioso. (Quizás lo único que este hombre quiso, por buen gusto, fue evitar el entusiasmo, ser un entusiasta. Para contagiar vida optó por eso que le imputa el crítico J.A. Masoliver, la extravagancia.) –
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