Ribeyro entre luces y sombras

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En una anotación del 22 de julio de 1969, Julio Ramón Ribeyro da rienda suelta a su descontento después de pasar varias horas releyendo sus diarios de los años cincuenta: “Los primeros de estos diarios, de 1950 a 1955, están ya irremisiblemente condenados y serán arrojados al fuego”, declara o, mejor, decreta, como un implacable inquisidor. No sabemos por qué nunca ejecutó esta sentencia ni tampoco cuáles fueron las razones que le llevaron a incorporar finalmente esas páginas juveniles a la suma de La tentación del fracaso. Quizás la publicación de los diarios de la década de los ochenta, aún inéditos, arrojará en el futuro alguna luz que explique su actitud. Lo cierto es que sorprende que un escritor lúcido y escrupuloso como Ribeyro, que ha tasado con buen juicio el escaso valor de sus más tempranos ejercicios de diarista, haya cambiado de opinión de un modo tan radical. Es más, no sólo resulta sorprendente que los haya reevaluado, sino que, al cabo de unos años, haya decidido darlos a conocer con el conjunto de sus diarios, desequilibrando así el peso de una obra que habría podido situarse entre las más sobresalientes en el breve canon de nuestra literatura íntima.
     Ciertamente, no se puede menos que lamentar que no haya dejado fuera de La tentación del fracaso los primeros diarios de Lima, París y Madrid, e incluso el diario de Múnich que corre hasta el año de 1956. Y es que muchos de los admiradores de Prosas apátridas (1975) y de Silvio en El Rosedal (1977) —y me cuento entre ellos— hubiéramos preferido que se nos ahorrara el autorretrato de un Ribeyro posadolescente, conflictivo e invariablemente atormentado, con poca distancia crítica ante sí mismo y ante los otros, y aún menos sentido del humor. Es probable que la influencia de Amiel haya sido determinante en la semblanza de este desesperado personaje. Ribeyro, como es sabido, tenía una honda admiración por el suizo y consideraba que era el prototipo mismo del diarista. En un artículo de comienzos de los cincuenta, “En torno a los diarios íntimos”, llegó incluso a proponer una descripción analítica del género que, siguiendo el modelo del Journal intime, lo definía como un tipo de texto veraz, cotidiano, libremente compuesto y, sobre todo, lleno “de inseguridad, de incertidumbre y de desamparo”. Me temo que no son otras las notas que dominan la escritura de sus primeras minutas y van creando un raro clima espiritual que rápidamente se convierte en un escenario o en un telón de fondo demasiado evidente e impostado. Uno no puede sino sonreír ante el muchacho peruano que afirma pomposamente a los 25 años: “Todo diario íntimo surge de un agudo sentimiento de culpa” o “El camino más corto para llegar a la santidad es el de la corrupción”. Se puede sentir incluso cierta ternura ante la ingenuidad con que postula que “el ejercicio de la virtud debería tener un poder resolutorio sobre la adversidad de las circunstancias”. Sin embargo, nuestra paciencia y nuestra mejor disposición acaban en enfado cuando lo vemos instalarse tan a menudo en el papel de la torturada víctima de todos y de todo. Ribeyro se dice “agobiado de pereza, de culpa, de una especie de agotamiento moral”; se siente, además, como tantos seudoexistencialistas de la época, “inútil, incomunicado, una especie de larva viviendo artificialmente bajo una campana neumática”. En otra ocasión, se pregunta “si vale la pena estar así, golpeado, humillado” o simplemente exclama: “¿Quién se apiadará de mi miseria?”
     Por momentos, parece que estuviéramos ante una versión pueril y prosaica del peor Vallejo: el de las quejas, las jeremiadas y la autocompasión. Que el joven que fue Ribeyro haya podido escribir en esta forma se entiende y es algo que no exige explicación; pero que el autor maduro, después de desecharlos, haya querido conservar, valorar y difundir esos textos me resulta, lo repito, asombroso. Tal vez sintió que debía ser fiel a su pasado o, mejor, a la escritura de su pasado, como el propio Amiel. O acaso cometió el error de pensar que el diario íntimo de un escritor no tenía por qué ser leído necesariamente de un modo literario. En todo caso, si hubiera que indicar dónde empiezan las anotaciones del Ribeyro que verdaderamente vale la pena leer, citaría el diario de Amberes de 1957 que contiene la deliciosa historia de sus amores con la flamenca Mimí y trae, además, este apunte autoirónico y liberador: “Cuántos hombres se han suicidado por angustia cuando lo que tenían en realidad era una indigestión. Un vaso de sal de frutas los hubiera salvado.” Bendita sea la risa que rescata a Ribeyro de las servidumbres del victimismo y nos devuelve por fin al autor que amamos. En adelante, nuestro diarista sigue anotando sus tribulaciones, desgracias y sufrimientos, entre otros muchos asuntos, pero lo hace con una creciente sutileza e irreverencia que lo alejan de la pose del joven maldito y lo van acercando paulatinamente al fino estilista de la madurez.
     Los dispersos diarios de los años sesenta constituyen, en este sentido, una serie de instantáneas de la evolución literaria del peruano y son como el laboratorio secreto donde se gesta la cuidadosa escritura de sus relatos y la forma densa, concisa y acerada de sus Prosas apátridas. No en vano muchos de los fragmentos de ese libro proceden directamente de la anotación diarística o, para decirlo con más claridad, son notas de diario traspuestas o apenas retocadas. En el tránsito de lo íntimo a lo público, su híbrida condición algo nos dice de una construcción paralela del hombre y el autor marcada por la conquista del absurdo y el ridículo como dos dimensiones que hacen posible la escritura al quitarles peso a las tiránicas exigencias de la vocación. Si no me equivoco, fue Eliot el que dijo que para escribir se necesita poca vergüenza porque el que tiene mucha no lo hace nunca. A Ribeyro le sobraba y una de las maneras de combatir este exceso que lo paralizaba y lo destruía fue cultivar la mordacidad y la agudeza frente al íntimo espejo que eran sus diarios. En ellos aprendió a reírse solo de sí mismo, de sus circunstancias y de lo grotesco de nuestra condición antes de invitarnos a compartir su risa o su perplejidad en sus cuentos y en sus inolvidables Prosas apátridas.
     La otra función que, creo, pudo cumplir la escritura diarística de Ribeyro está vinculada a su conocido temor o rechazo de la obra acabada, pues los diarios son el lugar donde se desarrolla y se generaliza una cierta práctica del fragmento que, en un movimiento contradictorio, presupone y niega la totalidad. El peruano suelta la mano, aguza el oído y afina la mirada: muchas de las anotaciones de los años setenta, las mejores de estos diarios, dan fe del consumado arte del esbozo con que es capaz de plasmar una semblanza, un pensamiento o una escena de la vida cotidiana. También nos hablan de su valiente combate contra la enfermedad y de su soledad de expatriado. Son textos que pueden ser a la vez el germen de otros mayores o el residuo de un desistimiento, objetos inacabados o inacabables cuya discontinuidad enuncia la ausencia de una realización plena y cuya negatividad celebra su simple posibilidad de existir. ¿Fue otra la imagen que quiso dejarnos Ribeyro de sí mismo y de su obra al ponerles a todos sus diarios el título general de La tentación del fracaso?
      No hace falta contestar a esta pregunta. Baste comprobar de cuántas maneras este grueso volumen de seiscientas páginas es ya indispensable para comprender cabalmente a Ribeyro con sus luces y sus sombras. Pero hay más: La tentación del fracaso es también un documento de primer orden que describe ese momento brillante de la literatura peruana en el que coinciden en la capital francesa figuras como las de Vargas Llosa, Bryce Echenique, Rodolfo Hinostroza y tantos otros amigos y conocidos del autor. Por último, cabe añadir que, desde un punto de vista histórico, los diarios de Ribeyro son asimismo importantes en un rubro más reciente: el de los testimonios de los escritores que, en las últimas décadas del siglo xx, dieron cuenta del lento e inevitable ocaso del mito de París en la conciencia literaria latinoamericana. ~

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