Las manifestaciones, como las guerras (recuerden a Julio Camba), también nos enseñan geografía cuando estallan. En cierto modo, las concentraciones contra el gobierno serbio de Aleksandar Vučić que los estudiantes alientan desde el pasado año (a partir del accidente de noviembre en la estación de Novi Sad, que causó 15 muertos y que se vincula con la corrupción endémica que corroe las vértebras del estado), se han hermanado, de los Balcanes hacia Tracia y Anatolia, con las que en Turquía se vienen produciendo a raíz de la detención por supuesta corrupción y vínculos con el terrorismo kurdo de Ekrem Imamoğlu, el popularísimo alcalde de Estambul y, hasta ahora, candidato opositor, por el socialdemócrata CHP, a las presidenciales frente al plenipotenciario Recep Tayyip Erdoğan.
Las increíbles vistas aéreas de la gran manifestación ocurrida en Belgrado el pasado 15 de marzo, se solapan fraternalmente con las otras imágenes que se han visto en las campas de Maltepe, en el Estambul asiático, donde la contestación contra el sultán Erdoğan reunió a un vastísimo y abanderado gentío para pedir la libertad de Imamoğlu. Desde un punto de vista frívolo –o solo estético si se quiere–, las manifestaciones en Serbia y en Turquía han alcanzado cierta fusión artística y visual entre el paisaje de la urbe y la fuerza humana alcanzada por ambas contestaciones.
Los puentes sobre el Sava y el Danubio y los bulevares de Belgrado, atestados por la muchedumbre, se iluminaron con cientos de miles de lucecillas de móviles al caer la noche. En Estambul (como en Ankara, Antalya o Esmirna), los gases lacrimógenos y los caños de agua de la policía contra los manifestantes han sido la nota común en estos largos días de agitación. Con todo, la imagen icónica en Turquía ha sido la de un manifestante ataviado cual derviche sufí, con su negro atuendo, su cónica lápida en la cabeza y su máscara antigás, mientras era gaseado con saña por agentes antidisturbios. Otra imagen viral, por lo cómico, fue la de un individuo disfrazado de Pikachu, personaje de color amarillo del universo Pokémon, y al que se le vio correr por las calles de Antalya huyendo de la policía.
Uno se pregunta si estas manifestaciones darán alimento a futuros guiones para películas, series y documentales inspirados en lo mejor que ha dado el género en los últimos años. Si nos centramos solo en Serbia, como veremos ahora, hay motivos sobrados para esperar que sea así. El cine balcánico –y el serbio en particular– no ha sido ajeno a los episodios históricos de las últimas décadas. Desde los años noventa, mientras Yugoslavia se iba desmembrando en las atroces guerras de Croacia, Bosnia-Herzegovina y Kosovo, la agitación callejera en Serbia ha sido recurrente y ha dado lugar a películas y series influidas por los años fatídicos. De 1991 al presente 2025, la crónica reciente de Serbia ha discurrido a modo de un thriller político, de la calle a los podridos interiores del poder. Nadie podía fiarse de nadie (cloacas del estado profundo, mafias yugoslavas, paramilitares en la sombra, lealtades y felonías en altas instancias).
Viajemos al preámbulo de la Yugoslavia fatídica. Casi nadie recuerda ya las manifestaciones de estudiantes que en el lejano marzo de 1991 se produjeron en Belgrado para pedir reformas políticas al todopoderoso Slodovan Milošević. El peculiar opositor monárquico, Vuk Drasković, arengaba a la masa variopinta desde una balconada en la Plaza Republike. En aquella ocasión pudo percibirse ya el extraño mejunje que envolvía a la sociedad serbia de antaño (los que repudiaban a Milošević y los estómagos agradecidos que lo apoyaban a muerte).
La cultura estridente del llamado turbofolk y los usos del dinero fácil con mafias asesinas de por medio, creó una amalgama de estética macarra que los años de la guerra en la ex Yugoslavia no harían si no acentuar (el chándal, cadenas de oro, atuendos militares, gafas de cristal opaco, cruces ortodoxas y la persignación al uso, musculitos de gimnasio, poses de victoria, ademanes patrióticos al modo chetnik). Aquí se forja la estética moderna del nacionalismo radical serbio. Se irradia como una hombría machorra y la idea de la guerra, para jóvenes en busca de adrenalina, se convierte en ocio y pasatiempo de fin de semana: ir a la frontera para matar croatas y, de seguido, a musulmanes bosnios.
De estos años macarras y mafiosos, conforme se sucedía la guerra en Croacia y Bosnia (Serbia era tildado de país de criminales), son testigos películas muy desconocidas por otros pagos no balcánicos, caso de Lepa sela Lepo gore (1996), Cabaret Balkan y Rane (ambas de 1998). Recuerda también Miguel Roán, en su imprescindible libro Belgrado brut, el documental Vidimo se u čitulji (1995), que muestra cómo los mafiosos de aquella primera hora morirían asesinados años después en ajustes de cuentas.
En 1996, acabada la guerra de Bosnia tras los acuerdos de Dayton, Serbia se subsumía, aún más si cabe, en su fase sonámbula. Su economía había quebrado (el mercado negro y el trapicheo de manufacturas operaba no a la sombra y sí a la luz del día). En lo político, el país de los serbios malvivía bajo el mazo de Milošević pero, sobre todo, era repudiado, según el canon de la opinión internacional, por las atrocidades cometidas por los primos serbobosnios del otro lado del río Drina (los croatas se libraron en principio de todo juicio sumario).
Aquel mismo año –1996– dio lugar a nuevas algaradas de estudiantes contra la misma efigie socialista de siempre: Milošević. El aparato policial a su servicio las reprimió con suma dureza. La patria perdida (2023), del belgradense Vladimir Perišić, recrea a través del cine aquella opresiva atmósfera. Un adolescente, hijo de una destacada dirigente del partido en el poder (interpretada por la genial y habitual Jasna Đuričić), sufre las consecuencias de su filiación y es marginado por sus colegas de clase, que tachan a su madre de represora y cómplice en pucherazos electorales. La cruenta desarticulación de Yugoslavia irá creando fisuras civiles en distintas generaciones de serbios.
El funesto epítome de la guerra en Kosovo (1998-1999) afectó por extensión a Belgrado. Sin el plácet de la ONU, entre el 24 de marzo y el 10 de junio de 1999, la OTAN bombardeó la capital con bombas de grafito y la dejaron a oscuras, sin suministro eléctrico, durante meses (cientos de víctimas civiles y militares aparte). La película The Sky Above Us, de Marinus Groothof, recrea el clima de desorientación y aparente apatía que se vivió en aquellos días. La rabia, finalmente, también prendió en los habitantes anónimos de la ciudad (muchos ciudadanos mostraron al cielo sus cuerpos como escudos humanos en los puentes sobre el Sava).
La cólera tuvo su pizca de humor negro, con lemas groseros y gran cantidad de pintadas y grafitis dirigidos contra la OTAN de Javier Solana y el entonces presidente Bill Clinton (aún hoy, tantos años después, pueden verse proclamas anti OTAN y anti UE junto al puente Branko en el río Sava, que lleva, por cierto, el nombre del escritor y suicida Branko Ćopić). Durante los bombardeos, la plaza Republike adoptó la forma teatral de una gran diana para que las bombas la hicieran trizas cual blanco fácil. En la manicomial escena, en mitad de la plaza, hicieron acto de presencia la que fuera la más simbólica pareja de aquellos años: la cantante y reina del turbofolk, la neumática Ceca, y su dilecto, conocido delincuente y criminal de guerra en Bosnia, Želko Ražnatović, alias Arkan (moriría asesinado en 2000 en el Hotel Intercontinental). “El gansterismo en chándal” como subcultura (el brochazo es de Miguel Roán) hizo de Arkan su más genuina estampa, admirado por el patrioterismo afín y repudiado por los serbios más proeuropeos.
Aquel Belgrado de 1999, aturdido y a la deriva, es recreado por la turbadora película La carga (2018), de Ognjen Glavonić, especie de spin off de su no menos turbador documental Depth Two, realizado, con no pocas adversidades, dos años antes. La cinta, como el documental, narra el siniestro envío de cadáveres de albaneses víctimas de la limpieza étnica en la guerra de Kosovo. Los cuerpos, como frías piezas de matadero, son llevados en un camión de carga desde la frontera kosovar a las afueras de Belgrado, donde fueron enterrados en absoluto secreto (las fosas se descubrirían años después).
Hasta cierto punto, la muy reciente serie de Filmin, Jakov, toca tangencialmente el conflicto en Bosnia y en Kosovo, cuyas noticias e imágenes aparecen al comienzo de cada capítulo. Pero en Jakov hay que situarse en la lejanía de la próspera Suecia. En Estocolmo, en los años noventa, las mafias yugoslavas (y en connivencia con funcionarios del estado serbio), operaron con el contrabando de tabaco y pusieron en un serio brete, con sus sangrientos ajustes de cuentas, a la policía y las instituciones suecas.
El cambio de siglo, tras el oscurísimo túnel de los noventa, asistió a la caída de Milošević. Impulsada por el movimiento Otpor! (Resistencia), la gran manifestación del 5 de octubre de 2000 celebrada en Belgrado (la mayor de la historia de Serbia hasta la producida el pasado 15 de marzo) consiguió derrocar al autócrata que había regido la agonía de Yugoslavia desde el socialismo poscomunista y el nacionalismo a la carta. La estética popular tampoco fue ajena al derrocamiento. El Parlamento serbio –hoy foco también de las actuales protestas contra Vučić– fue tomado por la heterodoxa y enardecida masa, donde no faltaron los habituales de aquella otra subcultura viril, los hinchas radicales del fútbol en torno al Estrella Roja y el Partizan. Sus huestes se unieron a aquella especie de patchwork urbanita y tumultuoso, cuyo único cordón umbilical era el antimilosevismo.
La excelente serie Los tres últimos días (2022), producida por la televisión pública de Serbia y dirigida por Bojan Vutelić, se centra, como su propio título alude, en los tensos tres días que van del 30 de marzo al 1 de abril de 2000, en los que Milošević, junto con su esposa Mira y su hija Marija, se atrincheró en su residencia de Belgrado, mientras se negociaba su detención y extradición al Tribunal Penal Internacional de La Haya para ser juzgado por crímenes de guerra. El también habitual y excelente Boris Isaković interpreta a Milošević (asombroso parecido físico el de ambos) y el papel de su influyente esposa recae en la actriz Mirjana Karanović. La serie se emitió en Serbia en 2021, coincidiendo con el vigésimo aniversario de los hechos tratados, lo que produjo, pese al paso del tiempo, una enorme controversia en el país, sobre todo por parte de los últimos nostálgicos, aún afines al legado de quien fue considerado el último valedor de Yugoslavia (Milošević falleció de muerte natural en 2006 en la prisión de Scheveningen, próxima a La Haya, y en 2016 el Tribunal Internacional lo exoneró de responsabilidad directa por crímenes de guerra en el conflicto de Bosnia-Herzegovina).
La controvertida entrega de Milošević, bajo presión de Estados Unidos y Bruselas, no se entiende sin el contexto del gobierno de concentración nacional que, tras la caída del autócrata, unió forzosamente a dos figuras políticas del momento. Ambos se detestaban con especial inquina: Vojislav Koštunica, presidente de la República (partidario de juzgar primero en Serbia a Milošević) y Zoran Đinđić, primer ministro y proclive a la extradición. Precisamente, el magnicidio de Đinđić, ocurrido el 12 de marzo de 2003, es tratado en otra excelente serie igualmente producida por la televisión pública serbia SRT: Operación Sabre.
La serie (ocho capítulos) muestra el turbio correlato que, aún en 2003, sigue uniendo al estado profundo con las mafias serbias (sobre todo el temible clan de Zemun) y los cuadros de la élite militar (leales al legado de la era Milošević). Un honesto y cabal policía, una entregada periodista de investigación y un joven reclutado por la mafia forman el eje principal de un auténtico thriller político e incluso sociológico. Nadie es quien dice ser y el estado serbio, impulsor de la propia Operación Sabre para hallar a los culpables del magnicidio, es toda una galería de sombras.
El papel de Zoran Đinđić lo interpreta Dragan Mićanović. Más de veinte años después de su asesinato, su legado aún divide a quienes lo tachan de héroe de la nueva democracia serbia de quienes lo toman por un felón y un antipatriota. En las actuales concentraciones de los estudiantes contra el gobierno de Vučić, en alguna que otra facultad universitaria, la evocadora fotografía de Đinđić ha sido emborronada, reflejo del doble rasero con el que aún hoy, pese a los notables vientos de cambio que se antojan, se mide su recuerdo y su herencia.
En cierto modo, el actual y muy original pulso de la juventud serbia contra la corrupción institucionalizada (carente de signo político, alérgica a los medios de comunicación y renuente a las redes sociales al uso), pueden verse en el tiempo como la herencia de anteriores protestas, sucedidas por espasmos en 2016, 2017 y 2020. Todas ellas iban dirigidas contra el proyecto urbanístico, tan megalómano como supuestamente corrupto, auspiciado por el partido de Vučić a orillas del Sava: el espacio de ocio, con aroma a globalización, conocido como Belgrade Waterfront.
Curiosamente, y volviendo a Turquía, las actuales manifestaciones contra Erdoğan son hoy comparadas por su dimensión con las graves protestas que en 2013 golpearon seriamente a su gobierno (de fondo latía una gran exasperación por años de autocracia refrendada, eso sí, por las urnas). Entonces la protesta prendió en el parque Gezi, junto a la plaza Taksim de Estambul. El gobierno quiso levantar un gran centro comercial en detrimento del escaso espacio verde, lo que hizo estallar una gran revuelta social y popular que se extendió a otras ciudades de Turquía.
Por eso, según lo dicho al inicio de esta crónica, las protestas y las manifestaciones, como las guerras, nos enseñan geografía allí donde estallan y se expanden.