Cuando a la muerte de Franco España se enfrentó al reto de implementar una democracia homologable a la de esa Europa en la que nos mirábamos, no estábamos solo ante un acontecimiento del que habría de ocuparse ampliamente la historiografía. Estábamos ante la oportunidad de forjar un mito fundacional nuevo que, por primera vez, fuera inclusivo y permitiera una cierta cohesión nacional. Y en buena medida se consiguió para un par de generaciones.
Una parte de ese mito se traduce en un relato, quizá algo adulterado o edulcorado, pero funcional, de lo que fue la Transición. Con frecuencia se dice que la Transición fue la obra del conjunto de los españoles. Y es cierto que la sociedad tuvo un gran protagonismo en el proceso, pero la arquitectura jurídica y política de aquel cambio de régimen fue el resultado de un pacto entre élites, la obra de un puñado de hombres y mujeres que supieron entender lo que demandaba la sociedad española hacia finales de los años 70, que actuaron con el desastre de una guerra que no debía repetirse en la memoria y que antepusieron la negociación y el compromiso a sus aspiraciones máximas.
Bajo esos principios se sentaron a negociar una constitución que, por primera vez, no fuera de parte, sino que aspirara a incluir e integrar a los españoles de izquierda y derecha, y de todos los rincones de España. En este sentido, la Constitución de 1978 fue, como ha explicado muy bien Alfonso Guerra, “un acta de armisticio”. No fue, como se ha dicho, un pacto de amnesia; fue un pacto construido sobre el recuerdo atroz de la guerra y sobre la voluntad firme de que no pudiera reeditarse. Un acta de armisticio y reconciliación.
Esa reconciliación fue posible porque los principales actores implicados en el acometimiento de la Transición actuaron desde una responsabilidad y un sentido de estado que merecen ser recordados. La derecha más reaccionaria y nostálgica del franquismo pronto moraría en los márgenes del sistema, tomando la iniciativa una nueva derecha posibilista con vocación de integrarse y de protagonizar la nueva etapa democrática. En el otro extremo del eje ideológico, el PCE, con Carrillo al frente, que había liderado la oposición antifranquista clandestina durante la dictadura, supo contener el ánimo revanchista presente en alguna izquierda y supo también actuar con generosidad, renunciando a la bandera republicana para aceptar la monarquía constitucional y su enseña rojigualda.
En la fragua del gran consenso constitucionalista del 78 tuvieron también un papel protagonista notables catalanistas como Miquel Roca o Jordi Solé Tura, uno desde desde un espacio liberal que no terminaría de cuajar en aquellos años y otro que transitaría desde el comunismo catalanista del PSUC hacia una socialdemocracia más formal para integrarse en el PSC. Ambos representaban un catalanismo que en la Transición se había articulado en torno a las demandas de democratización y autogobierno que planteó la Assemblea de Catalunya, bajo el famoso lema: “Llibertat, Amnistia, Estatut d’Autonomia”.
Así, el consenso constitucionalista fue posible tanto por el compromiso de los actores ideológicamente diversos implicados en el proceso como por el compromiso de lealtad institucional suscrito por las minorías regionales más relevantes. En ningún caso se trató de un pacto entre territorios, pues la Transición se forjó desde la unidad nacional previa; pero sí fue importante esa doble lealtad en los ejes ideológico y territorial para articular el nuevo régimen democrático.
Como fue crucial el desempeño del rey Juan Carlos, que no dudó en acometer, desde dentro, la demolición del régimen que había heredado de manos de Franco.
La Constitución del 78, de la que este año celebramos su cuarenta aniversario, se aprobó en referéndum con la participación de más de dos de cada tres españoles llamados a las urnas, y una aceptación del 88%. En toda Cataluña, por ejemplo, el sí en el plebiscito obtuvo más de un 90% de apoyos, e incluso en el País Vasco, donde la participación fue menor, debido seguramente a la ausencia del PNV en la ponencia constitucional, los síes rozaron el 70%.
La España democrática y constitucional echaba al fin a andar, construida sobre el armazón político y jurídico de la Constitución del 78, y también sobre el carácter fundacional y mitológico de una norma y un consenso llamados a dotar de cohesión e identidad a una España históricamente “invertebrada”, por decirlo con Ortega.
Salvado el escollo de dar forma a una Constitución que fuera por primera vez plural e inclusiva, y que contrapusiera los valores democráticos europeos a un franquismo trasnochado, la Transición concluyó con la consolidación democrática y la alternancia en el poder, que llevó a la oposición moderada de izquierdas que representaba el PSOE de Felipe González al gobierno. González, como antes Suárez, era el líder de una nueva generación de políticos que no habían librado la guerra y que encarnaban las ansias de modernización de la sociedad española.
Cuando celebramos cuarenta años de andadura constitucional cabe preguntarse qué queda de aquel pacto y del consenso que permitió cimentar el periodo más largo de estabilidad política y democrática de la historia de España. Y cabe preguntarse también si sería posible reeditarlo hoy.
El pacto constitucional, por todo lo que de mito fundacional conlleva, ha de ser, como diría Renan de la nación, un “plebiscito cotidiano”, esto es, un compromiso que se renueve cada día. Por cierto, que con la idea de “plebiscito” Renan no se refería al ánimo refrendario que el nacionalismo ha abrazado con el llamado “derecho a decidir”, por mucho que algunos de sus ideólogos hayan querido encontrar en las palabras del filósofo francés una ratificación de sus postulados separatistas. Lo que Renan sostenía es que la nación se construye con las pequeñas decisiones y actos que protagonizamos cada jornada. Tomados individualmente pueden parecer insignificantes, pero en la suma agregada de los días sus consecuencias son de gran magnitud.
Lo que ha sucedido en España durante las últimas décadas es que una parte de los actores políticos que debían renovar cotidianamente el acuerdo constitucional que suscribieron los padres fundadores ha ido descuidado con decisiones y actos progresivos, bien por negligencia, bien con la intención de propiciar una ruptura constitucional, este compromiso. Hasta el punto de que hoy difícilmente podría suscribirse ese gran pacto entre élites que permitió la cohesión constitucional por un periodo que implicó a un par de generaciones políticas.
Desde la periferia territorial, huelga decir que el nacionalismo, hoy independentismo, ha abandonado el consenso constitucionalista para promover un nuevo proceso constituyente al margen del Estado español y de la Unión Europea. Es cierto que ya el pujolismo inauguró una senda de ambigua lealtad, pactando con los distintos gobiernos de Madrid, socialista o popular, cuando sus intereses políticos lo requerían, al tiempo que se valía de su hegemonía en Cataluña para poner en marcha estrategias de nacionalización y construcción de estructuras con vistas a un estado independiente. El pujolismo fue ya un nacionalismo desmarcado de la tradición republicana que había regresado del exilio con Tarradellas, y se encuentra en el origen de lo que, a partir de 2012, se dará en llamar el “procés”.
En este sentido, puede decirse que, desde Pujol, el nacionalismo catalán mantiene una relación accidentalista con la Constitución del 78, para romper con ella en el momento en que, con la concurrencia de la crisis económica, política y social de la pasada década, y con el cerco judicial a la red clientelar y de corrupción tejida por la antigua Convergència, la Constitución se convierte en un obstáculo para sus intereses.
Ese accidentalismo también está presente en un PNV que ya no oculta que los intereses del conjunto de los españoles le son ajenos. Con ocasión de la reciente moción de censura, su portavoz en el Congreso, Aitor Esteban, lo constató sin tapujos: “Una vez votemos los Presupuestos, nuestro único compromiso es con los electores vascos”. Es decir, una vez obtengan todo lo pactado para Euskadi a cambio del voto afirmativo, los nacionalistas vascos no tienen ninguna voluntad de participar de la vida política de la nación común. No en vano, en las últimas semanas hemos visto cómo el PNV y Bildu acordaban una nueva vía decisionista para Euskadi, en la estela del procés catalán, introduciendo el “derecho a decidir” en el preámbulo del futuro Estatuto vasco.
Pero si hacia la periferia el nacionalismo se ha situado netamente fuera de consenso constitucionalista, ¿qué ha sucedido con los partidos de ámbito nacional? En la derecha, tenemos un PP, heredero ideológico de la confluencia de una parte de Alianza Popular con una parte de la extinta UCD, que se mantiene dentro de ese compromiso con la Constitución del 78.
En el centro, alimentado del descontento que ha generado la gestión de PP y PSOE, y respondiendo a nuevas demandas de índole territorial y generacional, ha emergido Ciudadanos, que también se sitúa netamente dentro de ese consenso.
¿Y qué ha sucedido en la izquierda? Es cierto que los herederos políticos del PCE, Izquierda Unida, hoy han caído en la irrelevancia política, integrándose en un nuevo partido de izquierda posmaterialista que es Podemos. En todo caso, es evidente que el discurso de Alberto Garzón carece del sentido de Estado y de la responsabilidad que supo exhibir Santiago Carrillo en momentos muy delicados en los que España se jugaba democráticamente mucho. Con respecto a aquel consenso de la Transición, Garzón ha afirmado: “La Constitución del 78 está agotada y desbordada por la realidad. Necesitamos un proceso constituyente para una nueva Constitución”.
Un mensaje indistinguible del de Podemos, que irrumpió como el tercer partido del Congreso enarbolando un discurso de impugnación y de ruptura con lo que ellos denominan de forma despectiva el “régimen del 78”.
Finalmente, el PSOE, actor fundamental en el acuerdo constitucional de 1978, y que ha jugado un papel muy destacado en la vertebración política y social de la España democrática, acaba de llegar al gobierno, con Pedro Sánchez como presidente, por medio de una moción de censura en la que ha tenido como socios a todos los impugnadores del consenso constitucionalista. Y eso incluye a Podemos, a Bildu y a los partidos independentistas catalanes que protagonizaron un golpe de Estado (un autogolpe si se quiere, o un “pronunciamiento civil”, como ha escrito Santos Juliá) en el otoño pasado. Emprendiendo esta política de alianzas, que, como estamos viendo, va mucho más allá del voto de censura y que se ha constituido de facto como una coalición de gobierno que se prolongará por todo el tiempo que dure la legislatura, Sánchez ha puesto en peligro el equilibrio constitucional.
Así lo explicaba recientemente Nicolás Redondo Terreros, quien fuera secretario general de los socialistas vascos, desde las páginas del El Mundo: “Con el voto de censura lo periférico ha adquirido centralidad, lo radical ha adquirido legitimidad, lo minoritario socialmente se ha encaramado en la política española y todo ello no es una buena noticia”.
Redondo también opina que “la crisis catalana no tendrá solución si no se llega a un acuerdo entre los partidos nacionales por el cual las políticas para hacerle frente, sea cual fuere el signo político del Gobierno, sean duraderas y permanentes”. Es una opinión que comparto y que hago extensiva, más allá de la crisis territorial, a otras cuestiones de Estado que han de requerir un acuerdo amplio dentro del consenso constitucionalista, como, por ejemplo, una eventual reforma de la Constitución. Un objetivo que Sánchez, a través de la ministra Batet, parece perseguir, pero que no contempla una voluntad de acuerdo dentro del llamado bloque constitucionalista.
Con los partidos nacionalistas explícitamente fuera del consenso del 78 y el peso político de un Podemos que llegó para impugnar el “régimen del 78”, el PSOE debe aclarar si desea seguir formando parte del acuerdo que ha hecho posible el periodo más largo de prosperidad y estabilidad política de la historia de España. O si, por el contrario, ha decidido emprender un camino sin retorno de la mano del nacionalismo y el populismo. Una senda inexplorada y desconocida de la que el PSOE puede salir gravemente perjudicado. Y, con él, España.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.