El Duque cambia de isla

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Durante buena parte del siglo el amateurismo sirvió de emblema al deporte olímpico. La idea —que terminaría siendo impracticable frente a los apetitos del mercado— sirvió a la perfección a los países socialistas del Este europeo y desde luego a intereses del régimen castrista en Cuba: ahí todo sería por amor al deporte, los atletas serían revolucionarios que, por su disciplina y su talento, encontraban tiempos y espacios disponibles para acumular marcas y medallas. Desde el comienzo Castro empleó los triunfos de los deportistas para machacar con una propaganda que cada vez sería menos próxima a los hechos. Nadie podría negar lo cierto de aquella disciplina y de aquel talento —que lo mismo se despliega en juegos de conjunto como el voleibol que en prácticas especializadas como, por caso, el tiro con pistola; Alberto Juantorena —con su nombre elegiaco— deslumbró a todos mediante su velocidad sobre el tartán, Javier Sotomayor —muy a la moda hoy, metido en un conflicto por uso de cocaína— sigue sin par en el salto de altura, Teófilo Stevenson aplastó cada cuatro años a cuanto oponente le surgió en los encordados. A la vez, nadie podría ocultar que todos aquellos atletas notabilísimos no eran amateurs de veras sino, delante del panóptico de la revolución, empleados del régimen, burócratas que podrían aspirar a algún ascenso en la escala de promoción deportiva, y también de control político.
     La dictadura, en el plano de la viva cultura popular, había tocado uno de los centros neurálgicos: canceló el mundo de prodigios de los peloteros cubanos en los diamantes norteamericanos y en los de la zona caribeña —los mexicanos incluidos. La práctica isleña del beisbol se convertiría en otro vehículo de la propaganda oficial (Castro sobre el montículo lanzando rectas revolucionarias), fuera de la real competencia. Jugadores y (los así llamados) fanáticos podrían disponerse a ver cómo pasa el tiempo, sin que nada suceda. Lejos habían quedado los años de Martín Dihigo, el lanzador al que tanto cantó Nicolás Guillén, los de Sandalio Consuegra u Orestes Miñoso (una extensa pléyade de peloteros que no requirieron de la Verdad histórica para jugar con alegría). Con todo, no murieron el ánimo festivo ni el talento sobre los diamantes. Como en los Estados Unidos, en Cuba el beisbol es el deporte nacional y algunos de sus representantes más notables han abandonado —en precarias balsas y sorteando tarascadas de varios tiburones— el roster dictatorial hasta llegar al voraz mercado de los dólares. Liván y Orlando el Duque Hernández son los primeros en comparecer en las nuevas marquesinas. El Duque especialmente ha sorprendido a todos: sus lanzamientos son velocísimos, sus recursos muy variados, su seguridad asombrosa. "Cuanto más difícil está el juego, mayor frialdad emplea", han dicho de él los neoyorquinos especialistas yanquis. Es de los mejores entre los mejores, a sus treinta o 34 años —las fuentes se contradicen—, un cubano forjado en los rigores del régimen revolucionario que cumple hoy, con una discreta y enriquecida sonrisa, el sueño americano. Ante sus renovadas victorias Fidel Castro sólo ha podido decir: "Lo respeto", con la terca resignación de un sobreviviente, delante de un pueblo que quiere recomenzar el juego. –

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Ensayista y editor. Actualmente, y desde hace diez años, dirige la revista Cultura Urbana, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México


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