A las tres de la madrugada, un hombre estĆ” a la espera. Es el perseguidor, estĆ” sentado al volante de un coche grande y pesado que piensa arrancar en cuanto se haya bajado el otro, el traidor, de un taxi. EstĆ” tranquilo, lo va a atropellar, no le queda otra opciĆ³n.
Mientras espera, el perseguidor repasa la historia compartida, que data de los aƱos duros de la dictadura: entonces ambos, Ć©l y el traidor, tocaban en una orquesta de baile, El Seis de Plata. En secreto, los mĆŗsicos imprimĆan y distribuĆan octavillas, ayudaban a opositores del rĆ©gimen, robaban tarjetas de racionamiento y documentos de identidad. Pero uno de ellos, el traidor, los denunciĆ³ a las autoridades. A pesar de las torturas, ninguno de ellos intentĆ³ desviar su responsabilidad hacia los demĆ”s. Fue necesario el testimonio del traidor para que el tribunal militar les pudiera imponer la pena capital.
El que ahora estĆ” esperando en el coche ha sobrevivido de pura casualidad. Un dĆa se cruza en la calle con el traidor, lo reconoce, lo sigue, da con su casa y el bar donde toca el piano todas las noches. DĆas o semanas mĆ”s tarde, el sobreviviente se dirige al bufete de un abogado apreciado por su habilidad. Quiere que Ć©ste inicie una causa contra el otro. El abogado rechaza el encargo. Dice que por las circunstancias del caso āel expediente se quemĆ³, no se encuentra a otros testigosā no puede levantar acta. AdemĆ”s le advierte de los lĆmites legales del presente, en un paĆs que estĆ” celebrando, con euforia y amnesia, la llegada de la modernidad. No es el momento para abrir zanjas entre las vĆctimas y los victimarios de antaƱo. Al cabo de unos meses, el perseguidor ve a la cantante de la orquesta. Otra sobreviviente, de un campo de exterminio. La para, le habla, le pide hacer de testigo en el juicio contra el traidor. Ella se niega, por miedo, por estar harta de revivir el pasado, y porque quiere llegar a ser āuna persona sanaā. Tampoco el juez militar de entonces (que ha ascendido en la jerarquĆa judicial) estĆ” dispuesto a colaborar ya que no piensa comprometerse. AsĆ que el hombre se queda solo con su sed de justicia. Despierta en Ć©l la idea de hacer lo que la sociedad rehĆŗye.
Acabo de resumir el argumento de una novela casi olvidada. El autor se basĆ³ en su propia experiencia. ParticipĆ³ en la resistencia, fue detenido y condenado por alta traiciĆ³n a la patria, y pasĆ³ largos aƱos en la cĆ”rcel. Al salir, ya en Ć©poca de la democracia, se dio cuenta de que nadie emprendĆa acciones legales contra los represores de entonces, de que ni siquiera existĆa un desprecio generalizado hacia ellos. Cuando acusĆ³ al fiscal, el cual habĆa conseguido que 47 de sus compaƱeros fueran ejecutados, el tribunal aboliĆ³ el juicio afirmando que los condenados habĆan sido incitados por su odio desmesurado a las instituciones patriĆ³ticas. A cualquier lector ni la historia contada ni las vivencias del autor le resultarĆ”n extraƱas. Lo preocupante es precisamente su vigencia, a lo largo de los aƱos e independiente del lugar. La novela se llama El perseguidor, fue publicada en 1961 por el narrador y dramaturgo alemĆ”n GĆ¼nther Weisenborn. Weisenborn integrĆ³ una amplia red de resistencia antifascista que las autoridades nazis denominaban āla capilla rojaā.
Hacia el final de la novela āya pasaron las cuatro de la madrugada, y todavĆa no ha aparecido el traidorā el perseguidor recuerda su Ćŗltima conversaciĆ³n con el abogado, el silencio posterior. āDe repente se levantaron mundos entre nosotros. Ćl era uno de los millones que āconstantemente a la defensiva, bien cubiertosā se mueven por el tiempo. Yo pertenecĆa a una oposiciĆ³n no cubierta, la cual sigue creyendo que se puede cambiar el mundo.ā Una frase amarga, y llena de orgullo.
He tardado en interesarme por la novela. La encontrĆ© hace tiempo en una caja con libros rebajados, el ejemplar a un euro. Entonces ya estuve curado de la idea de que su autor era un escritor convencional. Con dieciocho, diecinueve aƱos, creĆa que la tarea de la literatura consistĆa en buscar nuevas formas expresivas. MĆ”s tarde me avergoncĆ© de mi ignorancia. El mundo, tambiĆ©n el de la literatura, se divide segĆŗn la correlaciĆ³n de las fuerzas polĆticas, que hace despertar la conciencia, no segĆŗn decisiones estĆ©ticas.
Hace unas semanas leĆ un comentario de la antropĆ³loga austriaca Margot Schindler acerca de su compatriota, el narrador Johannes Urzidil. TerminĆ³ su homenaje declarando: āPor principio, sĆ³lo leo libros que tienen que ver conmigo.ā Pienso en esta frase mientras estoy avanzando en la lectura āy frenĆ”ndola al mismo tiempo, para que dure unos minutos mĆ”sā. En algĆŗn momento el traidor se burla de su contrincante recomendĆ”ndole olvidar el pasado. āLos tiempos cambian. Quien sigue pensando como antes, debe ingresar en un manicomio.ā En vez de ceder, el perseguidor se justifica con una frase que confirma y anula al mismo tiempo la confesiĆ³n de la seƱora Schindler: āUno busca algo que ataƱe a los demĆ”s. O a todos.ā