Los otros mexicanos: Entrevista a Manuel García y Griego

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¿Cuál es la postura de usted sobre la tesis de Huntington en torno a los inmigrantes mexicanos en su libro ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense (Paidós, 2004)?

Creo que al libro de Huntington se le ha dado demasiada importancia, y a lo mejor también al autor. Por un lado, habría que recordar que realmente hay sólo dos capítulos de todo el libro que se refieren a la inmigración hispana; el resto, plantea la cuestión de la identidad estadounidense en clave nacionalista, por cierto no tan lejana de la visión nacionalista mexicana en su expresión máxima. Es importante tomar eso en cuenta porque así podría interpretarse mejor alguno de los puntos que Huntington aborda. Ahora bien, en su trato al tema de inmigración de mexicanos, curiosamente no llega a la misma altura académica que se encuentra en el resto del libro. Parecería como si le hubiera salido bilis al tratar el asunto; se vuelve muy emocional, pierde la cordura y la objetividad: de pronto, la forma, el tipo de fuentes que cita, los argumentos que maneja, no son del mismo nivel que en otras partes del libro. Yo, desde luego, no estoy de acuerdo con él, nada más lo estoy considerando como una obra de un politólogo estadounidense que intenta plantear un análisis de la identidad estadounidense. Si se invirtieran los papeles y se pusiera “estadounidenses” donde dice “mexicanos”, y se cambiara un poco el lenguaje, parecería que se está hablando de algunos de los políticos mexicanos refiriéndose a Estados Unidos en los años sesenta. Creo que todos entendemos que esas opiniones nacionalistas, que tienen sus limitantes, también tienen sus virtudes, y ésa es una forma de ponderar a Huntington.

Además es un libro que tiene aportaciones positivas, relacionadas con la herencia inglesa y el apego a las leyes, esa lógica inmanente que está detrás de la formación de Estados Unidos. Ha propuesto una idea que ha sido muy criticada, pero considero que tiene sus virtudes como idea objetiva, que de alguna forma describe lo que es Estados Unidos: dice Huntington que los colonos ingleses que llegaron a Norteamérica no son inmigrantes, sino pobladores, lo cual plantea el argumento de que los ingleses tienen un estatus especial, tal vez para subordinar a los demás. Al margen de que uno quiera o no interpretar a Huntington en ese sentido, considero que tiene razón, que no es lo mismo llegar a una sociedad donde las instituciones ya están establecidas y, seguramente, son diferentes de las que uno conoce. En este caso, los mexicanos que llegan a Estados Unidos son obviamente inmigrantes, como lo fueron los polacos, los chinos, los húngaros y los judíos del Este de Europa, etcétera. Los ingleses fundadores de las poblaciones de Norteamérica, en cambio, trajeron consigo las instituciones inglesas de su época, y establecieron las reglas del juego de esa nueva sociedad, al igual que los españoles que llegaron al México antiguo para fundar la Nueva España.

En ese sentido, ¿no le parece que Huntington es injusto con los mexicanos que cruzan y trabajan en la Unión? Se trata de una comunidad que paga sus impuestos, es leal a las instituciones que la cobijan y contribuye a la riqueza colectiva…

Todos conocemos el defecto humano, de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Creo que con los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos hay algo que se da por hecho: se acepta su trabajo y sus contribuciones sin darles el reconocimiento correspondiente, y al mismo tiempo se lamenta que no aprendan inglés lo suficientemente rápido. Los estadounidenses, curiosamente, tienen una de las menores tasas de aprendizaje de idiomas extranjeros. Lo anterior sería entendible en un país que no tiene muchos inmigrantes, pero resulta imperdonable en el caso de Estados Unidos, porque en realidad es una forma velada de subordinar a los recién llegados.

Y aquí hay un desperdicio terrible, una oportunidad perdida realmente inaceptable: Estados Unidos ha recibido y sigue recibiendo a decenas de miles de inmigrantes, que hablan los idiomas del mundo, y que los tienen que perder totalmente en poco tiempo.

Perdiendo así una potencial riqueza cultural…

Y lo pierden porque el mensaje que reciben los inmigrantes es que no es aceptable hablar ni conservar el idioma de los padres o de los abuelos.

Pasemos revista rápidamente a otros temas de actualidad, como su postura sobre la barda que supuestamente ocupará toda la frontera.

Es un grave error por parte de Estados Unidos, un ejercicio, como muchos otros en su política migratoria, para desviar la atención del fondo del asunto. El problema migratorio no es un problema de frontera, sino de hacer coincidir las demandas económicas con las políticas: si Estados Unidos demanda trabajadores, debe tener políticas adecuadas, y si no los quiere, debe tomar las medidas políticas necesarias para que su economía no dependa de esa mano de obra. No es difícil plantearlo a nivel intelectual, pero sí es muy difícil llevarlo a la práctica. Y la barda es un problema con México, y también con los países al sur de México, con Centroamérica; es un problema de hispanos, de personas de piel oscura, de gente que se ve diferente de los angloamericanos. Ése es el mensaje que todo eso conlleva, y, curiosamente, esa medida no solamente es inefectiva sino contraproducente, y la mejor prueba que tenemos al respecto son los datos sobre las tendencias demográficas de la migración de indocumentados mexicanos en los últimos dos decenios. Antes de la aprobación de la Ley Simpson-Rodino en 1986, había aproximadamente tres millones de indocumentados mexicanos en Estados Unidos, la gran mayoría de los cuales se legalizó mediante esa ley. En los noventa, cuando quisieron hacer ruido porque había gente que estaba cruzando la línea ilegalmente, adoptaron una nueva política de concentración de esfuerzos en la frontera y desviaron la atención del interior del país; con esto, que es lógico desde el punto de vista político pero no desde el administrativo, hicieron más difícil cruzar ilegalmente, con lo cual, mucha gente que regresaba a México después de trabajar por una temporada, dejó de hacerlo, se quedaba en Estados Unidos. El resultado fue totalmente opuesto a lo que esperaban: la cifra de indocumentados en términos netos de población creció de una manera repentina a partir de mediados de los noventa.

Otro fenómeno que apareció en los noventa como consecuencia de esta política fueron las muertes en el desierto y el tráfico de personas por los llamados “polleros” o “coyotes”.

Con respecto a Nuevo México, donde usted vive, ¿cuál es la historia y la peculiaridad de las comunidades de mexicanos que quedaron del otro lado cuando cambió la soberanía de la zona en 1848?

El panorama en 1848, cuando el territorio pasó a manos de Estados Unidos, era bastante distinto al actual, pues había cerca de cien mil mexicanos residiendo en esos territorios. Había una concentración de las llamadas “mercedes” comunitarias de tierra, que habían sido concedidas en la época virreinal por los reyes de España. De ellas, todavía sobrevive una veintena, una de las cuales es de donde provengo yo. Nuevo México contenía alrededor de 75,000 habitantes, y entre California, Tejas y Arizona se repartían los otros veinticinco mil. Estamos hablando en realidad de pequeñas aldeas; de hecho el crecimiento posterior a 1848 más fuerte fue en el sur de Tejas, entre el Río Nueces y el Río Bravo, adonde llegaron emigrantes mexicanos. Entonces no era un fenómeno migratorio en el sentido estricto, sino de pobladores que simplemente cruzaron a un territorio donde se hablaba español. Todas esas zonas se mantuvieron aisladas, no solamente en el Virreinato, sino también en el siglo XVIII y a principios del XX. Por eso el español que se hablaba aquí era muy parecido al español de ciertas zonas rurales mexicanas, que se está perdiendo ya, como el de los Altos de Jalisco.

¿Cuál es el fin de la historia de estas comunidades de Nuevo México vinculadas en torno al español?

Estas comunidades continúan actualmente como mercedes. Incluso están organizadas como comunidades propias y reconocidas por el Estado; de hecho, tienen un estatus casi municipal, bajo el que pueden dictar reglamentos, y allegarse recursos sobre todo para construir infraestructura. Pero la dinámica de estas comunidades depende mucho de estar cerca de una gran ciudad, como Alburquerque, que tiene un millón de habitantes, y adonde va mucha gente a trabajar.

Se trataría de una comunidad con un doble conflicto identitario: una, que son mexicanos en un sentido pero que no vivieron ni el Porfiriato, ni las Leyes de Reforma, ni la Revolución, etcétera, algo así como en Quebec son franceses sin la Revolución Francesa; y otra, que son estadounidenses de nacimiento pero pertenecientes a otra cultura, lo que además tiene implicaciones para la concepción del modelo cultural estadounidense.

Estamos hablando, en el caso de Nuevo México y de estas comunidades, de personas de origen mexicano que son culturalmente mexicanos, norteños. El nuevomexicano, que aquí llaman hispano, es descendiente de personas que estaban aquí desde el siglo XIX, o antes, y se parece muchísimo a los mexicanos de Sonora, Chihuahua, Coahuila, etcétera, en su música, sus creencias, sus experiencias, sus costumbres, su cocina. Pero no es una población que vivió la cultura política mexicana en el siglo XIX ni en el XX, y todo lo que supuso la Constitución del 57, las Leyes de Reforma, el Porfiriato, y luego la Revolución Mexicana: todo eso es totalmente ajeno a esta población. Son una suerte de mexicanos arcaicos, con mucha influencia gringa, obviamente, en usos del lenguaje y demás.

¿Pero cuál es el sentir comunitario de esta gente: se sienten mexicanos o estadounidenses? ¿Cómo es su relación con México?

Creo que México se ve de una manera muy distante. La gente de aquí diría “no somos mexicanos”. De hecho, con frecuencia les digo a mis paisanos de Nuevo México que no están ni siquiera concientes de lo mexicanos que son, pues, por ejemplo, han adoptado como algo local e interiorizado la música de José Alfredo Jiménez o las películas de Cantinflas. Por no hablar de la forma de ser, de las nociones tan mexicanas de fuerte parentesco, de compadrazgo, etcétera. No es una población conciente de esos vínculos con México, en parte porque los vínculos explícitos han sido pocos; ahora empezamos a ver mucha más inmigración mexicana en Nuevo México, pero aun así sigue siendo una población muy pequeña en comparación con las comunidades mexicanas de Chicago o Nueva York.

¿Cuál es la relación con los inmigrantes mexicanos que llegan?

Está reviviendo el español. Hay gente que había perdido el español, o que lo usaba ya poco, que lo aprendió de niño hace algunos años y lo olvidó, y lo está redescubriendo. La llegada de inmigrantes ha fortalecido la lengua, pero también genera un conflicto de identidad, ya que hace que se nos englobe en el mismo campo que el del inmigrante recién llegado.

Estados Unidos, siguiendo con la lógica de que hablábamos, la de Huntington, es una sociedad fundada por los ingleses, con unas leyes, una estructura, una indiosincrasia, unas instituciones, y sin embargo, cuando se hace con el territorio mexicano en 1848, hereda una población que se vuelve nativa inmediatamente. Eso da lugar a que en un paraje de Estados Unidos haya, en sí misma, otra cultura, pero que no es una cultura extranjera o de inmigrantes, sino una cultura propia. No sé si en Estados Unidos se entiende las repercusiones que esto tiene.

No, creo que no se entiende. De hecho, la razón estadounidense, el proceder y la justificación, desde el inicio, fue tratar de hacer a un lado a los mexicanos que estaban aquí, igual que hicieron con los indígenas. Tomar sus tierras, apoderarse de la región, obligar a los que estaban ahí a adaptarse a sus instituciones.

El caso de Nuevo México es excepcional en la historia del suroeste estadounidense, de aquel viejo norte mexicano. En California, por ejemplo, donde ocurrió de inmediato el descubrimiento del oro, la población pasó en un solo año –de 1848 al 49– de diez mil habitantes aproximadamente a cien mil, y la gran mayoría fueron estadounidenses provenientes del Este. Eran poblaciones muy pequeñas en el inicio, y en muchas de ellas fue posible crear el mito de que el territorio estaba casi vacío. Tejas fue más difícil: en el norte del estado no había muchos mexicanos, pero sí en el sur, en torno a San Antonio –el antiguo Béjar–, y en Laredo era innegable la presencia de mexicanos; allí hubo luchas y una violencia considerable, entre todos los mexicanos, por preservar una herencia que duró más de cien años, a tal grado que en el programa de braceros durante la Segunda Guerra Mundial, Tejas tenía tanta fama de maltratar a los mexicanos, que el gobierno de México se negó a enviar braceros allá.

En Nuevo México, la cosa era más complicada para Estados Unidos, porque no era una zona tan codiciada como California o Tejas, no tenía sus recursos naturales, y estaba densamente poblada, desde el punto de vista rural y para la tecnología de aquella época: había decenas de comunidades pequeñas, pero muy cerca unas de las otras. Aquí los anglosajones se enfrentaron a una situación diferente de la de California o Tejas: tuvieron que aprender el español, estaban en minoría numérica, y las instituciones locales eran relativamente fuertes, hasta el punto que, desde el principio, había una presencia electoral de personas de origen mexicano para el Congreso de Estados Unidos.

Eso fue así hasta la Segunda Guerra Mundial. Luego se construyeron los laboratorios de Los Álamos, se hizo la primera prueba atómica en el desierto del sur de Nuevo México, se establecieron bases militares, y con ello hubo un crecimiento bastante fuerte de población anglosajona, sobre todo en Alburquerque y Santa Fe, lo cual transformó radicalmente la cultura local.

Sorprende también la falta de comprensión de la sociedad en la República Mexicana hacia estas comunidades, su desconocimiento, incluso su desprecio: por ejemplo, hablamos despectivamente sobre la cocina texmex, cuando en realidad es probable que sea una derivación de la cocina de Nuevo México, que se extendió por otros sitios. ¿A qué se deberá esa distorsión?

Sí, es la cocina norteña, se parece mucho a la cocina de Nuevo León. Esa actitud de desconfianza podemos extenderla hacia la reacción de la frontera en general, y está en el uso de términos como “pocho”, para hablar en tono negativo de una población que ha absorbido elementos de los dos países.

¿Y cuál es la historia concreta de Carnuel, su comunidad?

La mayor parte de las mercedes comunitarias se establecieron a fines del siglo XVIII y principios del XIX. La experiencia nuevomexicana era vivir constantemente con el temor y el peligro de los indios nómadas, como los comanches, lo cual ocasionaba muchos conflictos en las grandes poblaciones. Lo que hicieron los de Alburquerque fue establecer comunidades hacia el norte y el sur, y hacia el este, como el Cañón de Carnuel, que es el nombre de la merced –por cierto que el nombre original no tenía ele al final, “Carnué”. Carnuel está hacia el este, estratégicamente ubicada a unos veinte o treinta kilómetros de distancia del centro de la ciudad. Eran poblaciones que se usaban como línea de frontera. La idea era que si los comanches llegaban a Carnuel, o a Bernalillo, o a Belén, las otras comunidades de ese tipo tocarían las campanas de la iglesia local para avisar a los de Alburquerque.

Como guarniciones adelantadas.

Sí. Carnuel está establecida desde 1819, y digo de broma que eran realistas en doble sentido, porque fue fundada dos veces: la primera, en 1763, y diez años después los comanches la despoblaron; la segunda, autorizada por el Rey en plena Guerra de Independencia, con una pequeña población de 75 familias. Hoy sigue siendo una comunidad pequeña, de unos ochocientos habitantes, pero continúa existiendo.

¿Y de la historia de su familia?

Es muy parecida a la de muchos nuevomexicanos. En mi caso, tengo la ventaja de que mi hermana preparó una genealogía familiar, y aunque no la tenemos completa, sí disponemos de unos trazos muy largos. Nos hemos enterado, por ejemplo, de que mi segundo apellido, Griego, proviene de un Juan Griego, de Grecia originalmente, que llegó con Juan de Oñate en 1548. Tenemos identificados a casi cincuenta ancestros que nacieron entre 1800 y 1903, un siglo entero, y solamente dos de ellos nacieron fuera de un radio aproximado de cuarenta o cincuenta kilómetros de Carnuel. Uno de ellos era mexicano de Sinaloa, que llegó hacia 1860, y el otro era francés, me imagino que habría llegado con el ejército estadounidense en 1848.

Uno de los puntos que yo querría subrayar es que existe un conflicto identitario abierto entre los que somos estadounidenses de origen mexicano, como es el caso de tantos en Nuevo México, y los nuevos inmigrantes mexicanos y sus descendientes. En un sentido superficial, todos somos para las clasificaciones estadounidenses “hispanos descendientes de mexicanos”, pero, en otro sentido, tenemos poco que ver. Para México, por otra parte, esta doble realidad también requiere un esfuerzo de comprensión. Es importante señalar que la mayoría de los mexicanos no sabe que existe en Estados Unidos una comunidad como la de Nuevo México, la mía; en este sentido digo que el esfuerzo se tiene que dar en ambas direcciones.

En Estados Unidos se suele organizar a las personas en función de los grupos étnicos a los que pertenecen, generalizando como hispanos a todos los que proceden de Latinoamérica, etcétera. Por el contrario, en México se tiende a pensar más en términos de ciudadanía, de pertenencia a un país determinado, independientemente de su origen étnico.

Más allá de los pueblos nómadas que acosaban a los colonos, ¿existían otras poblaciones indígenas sedentarias provenientes del Altiplano, como sucedió en otras zonas de México, sea Sonora o Chihuahua?

Sí, aunque eran poblaciones sedentarias, en su mayoría originarias de esa misma comarca, no trasladadas del Altiplano. Desde el principio tuvieron una relación relativamente cercana con la población hispana local, de mestizaje y de vínculos comerciales.

El resultado de las elecciones legislativas de noviembre pasado en Estados Unidos probó que es contraproducente hacer una campaña contra la inmigración y la “invasión” mexicana.

Sí, pero no nos equivoquemos: el resultado de las elecciones lo determinó la guerra de Iraq.

Pero sí es un riesgo político usar los demonios xenófobos, porque el voto migrante ya decide y cuenta.

En California, después de la Proposi-ción 187, pasó justamente eso, que el Partido Republicano fue penalizado en las urnas, pero en el caso nacional el efecto no es tan fuerte. De todos modos, lo importante en la política muchas veces no es la realidad, sino la apariencia, y la apariencia actual es que efectivamente esa retórica tuvo un efecto contraproducente.

¿Querría decir algo, por último, del caso de Richard Rodríguez? Buena parte de su lógica fue renunciar a la cultura hispana para formar parte del melting-pot, de la clase media estadounidense, y en ese sentido reproduce la historia de todos los migrantes.

Más que sobre Hunger of Memory y Rodríguez en particular, querría hablar sobre la actitud que él representa. Creo que hay dos modelos de inmigrantes en Estados Unidos: uno es el clásico, muy conocido en México, el que al adaptarse pierde las costumbres y la cultura de donde viene; otro sería el de los pluralistas, que predican que el hecho de continuar hablando el español, por ejemplo, no demerita su contribución, incluso su lealtad, al país al que llegan. Creo que el segundo modelo es más sensato. Pero el primero es el tradicional, y es el que representa Richard Rodríguez en cierta forma, según se desprende de muchas de sus declaraciones y de sus obras. ~

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(ciudad de México, 1969) ensayista.


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