Recado para Ingrid Betancourt

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Ingrid:

Le pido ante todo perdón por escribirle cuando no la conozco y sólo a últimas fechas se me ha hecho presente, aunque lleva más de dos mil días de estar cautiva. Le escribo movido por su imagen difundida a fines de 2007, en la que, con el cabello largo y el rostro vuelto hacia la tierra, expresa e irradia desolación. Su figura, Ingrid, me ha hecho pensar en los santos de antaño que atravesaban el fuego de los suplicios con un rostro limpio de pasiones por el dolor y la decepción. En esa fotografía, es cierto, no da la cara, no se le ven los ojos, no expresa en apariencia nada, nada que no sea ese estar ahí con firmeza inquebrantable, a pesar de las cadenas que le atan las muñecas y que a mí me hicieron pensar a primera vista en un rosario.

No me puedo imaginar cómo, mediante cuántos trabajos y aflicciones ha podido llegar ahí, a ese lugar interior desde el cual domina al mundo sin necesidad de mirarlo ni de confrontarlo. ¿Cuántas tentaciones habrá tenido que vencer? ¿Cuántas veces habrá pensado en hacerse sacrificar o en dejarse caer para desaparecer en el olvido? ¿Cuánto habrá rumiado y velado y vuelto a rumiar en el corral donde le tienen confinada y en los caminos que ha tenido que andar y desandar? ¿Se dieron cuenta sus captores de que estaban jugando con fuego al jugar con su vida y que ellos se iban quedando en las llamas de su sosegado incendio? Y ese secuestrador ¿no es más bien una generación o varias de secuestradores que usted ha sabido consumir con su paz interior y su silencio? ¿Qué sabe ahora para que no la dejen ir en libertad? ¿Quién era hace seis años? ¿Quién es ahora? Su rostro, su figura, la atmósfera que la rodea me hacen pensar que ese cautiverio ha despertado en usted una fuerza de comprensión y clemencia, no exenta de coraje y lucidez, un impulso capaz de trascender y de tocar fondo ahí donde en apariencia sólo hay inmediatez y silencio. Su imagen quiere decir, desde su mudez, muchas cosas: es una imagen de tácita protesta que dice “si ustedes no han dado la cara por nosotros, los prisioneros, no veo por qué entregarles la luz de mi mirada; mi cabello ha crecido como mi cautiverio y si nada me interesa es porque los que estamos acá al parecer no le interesamos a nadie”. Y así me imagino que usted descubrió de repente que su patria, aquella por la cual se postulaba como candidata a la presidencia, no era tal, que esa tierra era de ellos, ¿quiénes?, de esos otros que la secuestraban y la hacían peregrina en su patria.

En su imagen reverbera, como envolviéndola, una música cristalina que se resuelve en silencio. Y silencio, recogimiento, es lo que su imagen bienhechora impone. Estas líneas, Ingrid Betancourt, son para darle gracias por estar viva y por estar sufriendo ese martirio que nos limpia y, de algún modo misterioso, nos confronta a todos. En esa imagen también están presentes esos más de setecientos prisioneros de la guerrilla cuyos rostros y sufrimientos no conocemos pero cuya existencia está indisolublemente ligada a la suya. El Papa le ha dicho a su madre que él reza por “esa niña” pues sabe las condiciones tan difíciles en que está; yo más bien creo que es usted la que debe tenernos presentes a todos nosotros en sus oraciones.

Sus trabajos, Ingrid Betancourt, riman, riman demasiado bien, lamentablemente, con esta edad devastada por los espejos, por la reproducción. Pero riman a contratiempo, a contrarritmo. Esos trabajos, trabajos silenciosos, oficios de tácita piedad que se conduele de la miseria, son y han sido, ¿quién lo duda?, de una eficiencia mayor y perdurable y en ellos, en su elegancia y nobleza, en su amorosa disponibilidad dispuesta a vencerlo todo y a renunciar a todo menos a la esperanza y a la fe, quisiera leer una prenda de la humanidad por venir, de esa humanidad que debería ser muy fuerte para poder arrostrar las amenazas, los peligros, la supresión, los desplazamientos, las hambrunas, los desvelos, las privaciones, las injusticias, las crueldades, las iniquidades que ya rodean y recorren crecientemente a la especie dentro y fuera de Colombia. Quienes han abusado de su libertad poniéndole cadenas y cepos, convirtiéndola en mercancía, no han podido cortarle la sombra y el cuerpo de la dignidad que irradia desde su cautiverio. Yo la saludo, Ingrid Betancourt, y me pongo como un voluntario bajo su estandarte solitario y con devoción iré rastreando las sendas perdidas por donde transitan sus silenciosos pasos que nos permiten pensar que hay razones e imágenes como la suya que nos ayudan a no tener vergüenza de pertenecer a la especie humana.

Sé, por lo que ha contado Clara, su amiga y compañera de lucha y cautiverio, que intentó escapar junto con ella pero que se perdieron en la selva y fueron capturadas de nuevo. Sé, por lo que usted misma ha dicho, que lleva una Biblia, su único lujo, su única posesión. Tengo curiosidad de preguntarle: ¿cómo llegó este libro sagrado a sus manos? ¿Lo llevaba usted? ¿Alguien se lo regaló?

También sé que no está sola, que hay otros setecientos o más prisioneros capturados que no son, por supuesto, comparables con los presos de la guerrilla, pues los rehenes de esta son secuestrados, y los guerrilleros prisioneros toman las armas voluntariamente; y sé, además, que a todos esos prisioneros hay que sumar los miles de desplazados que han sido proscritos de sus lugares por las fuerzas confrontadas en esa guerra que, desde acá, no sabemos entender. Esto me lleva a pensar en las dimensiones de ese país flotante acosado por las fuerzas que la tienen retenida y a preguntarme por el origen de la tendencia, al parecer muy arraigada, de algunos seres humanos a maltratar, torturar, secuestrar y atormentar al otro. También pienso en el pavor que debe tener usted y que seguramente lleva no como una sombra sino como un manto invisible o una nube de miedo, que también cubre a su país, a nuestros países, en fin, a la Tierra toda, a la patria grande. Y sobre esta frase de la “patria grande”, tan manoseada por los políticos, me gustaría compartir con usted, apreciada Ingrid, aunque sólo sea para distraerla, unas observaciones.

¿A qué se refieren con esa voz ampulosa de “patria grande”? ¿Una “patria” que estaría por encima de las “patrias pequeñas”? Algunos escritores han hablado de una “cultura matriotera” identificándola con “matriotismo”, con querencia o patria chica. La palabra fue empleada por vez primera por don Miguel de Unamuno en un artículo así titulado “Matriotismo” y ahí dice:

 

En un reciente escrito autobiográfico del filósofo alemán Leopold Ziegler, leemos hablando de lo que el filósofo debe hacer: como hogar escoja su matria Europa pues su patria no puede escoger, y cuanto más osadamente nieguen a aquélla los pueblos fraternalmente enemigos tanto más honda lealtad debe guardarla.

En este pasaje de Ziegler, en rigor intraducible, hemos vertido “hogar” por Heimat, “patria” por Vaterland, o sea tierra-padre, y la expresión mutterland o sea tierra-madre que el filósofo aplica a Europa la vertimos por “matria”. (“Matriotismo”, artículo de Miguel de Unamuno, publicado en el periódico Nuevo Mundo de Madrid, el 10 de octubre de 1923, y recogido en De esto y aquello, vol. ii, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, Argentina, 1953, pp. 433-435.)

 

¿Esa mutterland o tierra madre que Unamuno traduce como matria no será la famosa “patria grande” que pregonan los altavoces de los revolucionarios?

Perdóneme, Ingrid, que la distraiga con estas constelaciones cuando usted ha podido mirar a las estrellas e inventar en el firmamento otras constelaciones más elocuentes y persuasivas. Pero usted comprenderá, desde ese ex-patriamiento que es el del cautiverio, que esta rancia cuestión de las patrias no es un tema menor en el paisaje de los nacionalismos ciscados por la mundialización.

Evoco su silueta cabizbaja y silenciosa y no puedo dejar de pensar en las numerosas batallas interiores y exteriores que ha sostenido y que la han ido limpiando de escoria. No me hago ilusiones sobre el poder que puede tener este recado y no sé si algún día usted podrá leerlo. Son letras que pongo en su camino y en el de todos los prisioneros, los cautivos de un lado y del otro –pese a las obvias diferencias éticas y jurídicas– y los innumerables desplazados, y que quisieran elevarse como una oración por la libertad en el mundo y para abrir el camino de la concordia.

Los habitantes indígenas de la Huasteca, en la Fiesta de los Muertos, siembran, a lo largo de los caminos que llevan a sus casas, pétalos de flor para que los muertos no se pierdan pues son muy olvidadizos y no saben recordar el camino de regreso. Usted, Ingrid, ha dicho que vive como muerta, y se lo creo. Siembro estas palabras en su camino para que, si algún día puede llegar a una casa mexicana, estos signos, que quieren ser como pétalos o piedrecillas blancas, le sirvan a usted y a otros prisioneros como viático y brújula.

Que pronto, muy pronto sus cadenas se rompan, y hago votos porque los altos comandos comprendan que los tiempos de este tipo de violencia, como el secuestro, han quedado atrás. Que la lección que nos viene usted dando ayude a todos a fortalecer aún más la resistencia interior.

La saluda con profundo respeto, ~

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(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.


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