Timothy Snyder
The road to unfreedom: Russia, Europe, America
Nueva York, Tim Duggan Books, 2018, 368 pp.
Timothy Snyder, profesor de historia de la Universidad de Yale, publicó en 2017 un manual titulado Sobre la tiranía, en el que sintetizó la experiencia política del pasado siglo en veinte lecciones. Algunas, como la “creencia en la verdad”, el “cuidado del lenguaje” o la necesidad de no confundir el patriotismo cívico con cualquier tipo de nacionalismo esencialista, pudieron ser también lecciones del siglo XIX, que las primeras generaciones del XX no tuvieron en cuenta. Pero otras, como la defensa de las instituciones de la democracia, el rechazo a regímenes de partido único, la eliminación de estructuras paramilitares o la convicción de que no hay, dentro de una nación, algo realmente excepcional o que no tenga equivalentes en otros países del mundo, provenían de los totalitarismos del siglo XX y de los momentos más autoritarios de las democracias occidentales durante la Guerra Fría.
En su nuevo libro, Snyder, que ha dedicado la mayor parte de su obra al estudio de Europa del Este en los siglos XIX y XX, se coloca frente a las dos primeras décadas del siglo XXI. Dos décadas que, en la relación entre las dos Europas, la oriental y la occidental, están marcadas de manera inevitable por el único líder que las abarca en su totalidad: Vladímir Putin. En Estados Unidos, pasaron Bill Clinton, George W. Bush, Barack Obama y Donald Trump; en Gran Bretaña, Tony Blair, Gordon Brown, David Cameron y Theresa May; en Francia, Jacques Chirac, Nicolas Sarkozy, François Hollande y Emmanuel Macron; en Alemania, Gerhard Schröder y Angela Merkel. Pero en Rusia, desde 1999, siempre ha estado Putin, como presidente o primer ministro.
De sus estudios de los dos últimos siglos, Snyder extrae la premisa convincente de que en la frontera de ambas Europas se juega la suerte del mundo. Fue en esa frontera donde se iniciaron y concluyeron la primera y la segunda guerras mundiales y la Guerra Fría, y donde hoy se están armando algunos de los regímenes políticos que más claramente desafían el orden democrático y los equilibrios geopolíticos de la globalización. Hay un fatalismo moderado en el enfoque de Snyder, que parte de la posibilidad de que la historia se repita secularmente, y que el rearme autoritario del Estado, que observamos en Rusia y algunos países de Europa del Este, se extienda a Europa y a Estados Unidos, y, si bien no destruya la democracia, la redefina en términos oligárquicos.
Snyder no piensa que el proyecto de Putin estuviera formulado desde un inicio, cuando se convirtió en el sucesor de Borís Yeltsin a fines de los noventa. Los orígenes del nuevo modelo autoritario –lo que los rusos llaman rokirovka o enroque, como la jugada de ajedrez– se encuentran, a su juicio, en la presidencia de Dmitri Medvédev entre 2008 y 2012. Entonces se produjo una reforma de la Constitución de 1993, que extendió la presidencia de cuatro a seis años, y eliminó la imposibilidad de que un candidato se presente por tercera o cuarta vez a las elecciones presidenciales. Aquellas reformas tuvieron, además, un impacto en la legislación electoral y el sistema de partidos, que aseguró a Rusia Unida, la organización de Putin y Medvédev, una consistente mayoría tanto en las elecciones legislativas como en las presidenciales.
Pero como bien puntualiza Snyder, la nueva modalidad autoritaria rusa no se limita al reeleccionismo presidencial, el amarre electoral de un partido hegemónico o la estigmatización y represión sistemáticas de grupos opositores y de la sociedad civil. El giro de los últimos años refleja una torsión discursiva de la mayor importancia y que ha sido subestimada por el liberalismo occidental, demasiado absorto, todavía, en los tópicos triunfalistas del fin de la historia y el ocaso de las ideologías. Lo que ha sucedido con Putin en Rusia y el ascenso de los nacionalismos euro-orientales y las nuevas derechas occidentales es lo contrario: un regreso de la historia, una vuelta a las ideas originarias de los nacionalismos del siglo XIX.
Si, en los años posteriores a la caída del Muro de Berlín, Francis Fukuyama se apoyó en un hegeliano ruso de izquierda, Alexandre Kojève, para sostener el llamado “fin de la historia” como consecuencia del desplome de la alternativa comunista al liberalismo, en la segunda década del siglo XXI, Putin y sus ideólogos echan mano de otro hegeliano ruso, pero de la derecha fascista de entreguerras: Iván Ilyin. Este aristócrata moscovita fue uno de los filósofos rusos expulsados por Lenin en 1922, en el buque alemán Preussen, que establecieron residencia en Europa. Ilyin se fue a Berlín, donde había estudiado de joven, y a fines de los treinta se trasladó a Suiza, no por diferencias con el fascismo, ya que su admiración por Mussolini y Hitler permaneció incólume.
Ilyin fue un monarquista y paneslavista que, apegado a la filosofía de la historia de Hegel, pensaba que el Estado era un instrumento de la idea absoluta de la cristiandad. El rol providencial que, según Hegel, había jugado el Sacro Imperio Romano Germánico hasta el siglo XIX debía ser asumido por Rusia en el siglo XX: “Dios era ruso.” La revolución comunista, a su juicio, había sido resultado de la corrupción, la decadencia y el cosmopolitismo del reinado de Nicolás II. La monarquía de los Románov perdió el sentido de la ley y del interés nacional de la gran Rusia y acabó siendo víctima de la voracidad occidental y del naciente comunismo mundial. En sus ensayos sobre Rusia, Ilyin proponía un regreso a la idea cristiana de nación por medio de una nueva legalidad imperial, que preservara la hegemonía de Moscú en el mundo eslavo.
Durante el segundo término de Putin, en 2006, cuando sus relaciones con el gobierno de George W. Bush pasaban por su mejor momento, el Ministerio de Cultura ruso compró los papeles de Ilyin, depositados en la Universidad de Michigan, y reeditó la obra fundamental del filósofo de derechas. Los discursos del líder ruso ante la Duma del Estado comenzaron a llenarse de citas del filósofo fascista, en cuya obra parecía encontrar la respuesta al porqué de la fatídica desintegración de la urss en 1991, que había puesto a Moscú en desventaja frente a las grandes naciones occidentales. Luego de la reforma constitucional de 2008 y, especialmente, luego de su regreso a la presidencia en 2012, el Kremlin estaría listo para recuperar su poder territorial y mundial.
Snyder describe el proyecto de Putin como la voluntad de hacer renacer un imperio, en contra de una vieja tradición intelectual que, desde Edward Gibbon en el siglo xviii hasta Jean-Baptiste Duroselle en el XX, supuso inevitable el ocaso de las grandes potencias. Las fronteras de la “gran Rusia” iban de los Cárpatos hasta Kamchatka, por lo que Bielorrusia y Ucrania nunca debieron separarse de Moscú. En 2013, Putin inició un forcejeo con la Unión Europea, en un inicio por Siria, que a través de una precisa cadena de golpes y contragolpes desembocó en 2014 en la anexión de Crimea. A fines del año anterior, había estallado una revolución contra el presidente ucraniano Víktor Yanukóvich, aliado de Putin, y el candidato proeuropeo Petró Poroshenko se perfilaba como favorito. Tras el triunfo de Poroshenko en 2014, la anexión del territorio ucraniano fue el mayor desafío de Putin a Europa y Estados Unidos.
El objetivo siguiente de Putin, según Snyder, fue Estados Unidos. El acuerdo nuclear con Irán y el combate al terrorismo en Siria fueron dos objetivos compartidos con Barack Obama, que Putin supo aprovechar a cambio de incrementar su respaldo a los nacionalismos de Europa del Este y a nuevos autoritarismos como el de Recep Tayyip Erdoğan en Turquía. A la vez, como relata este libro, Putin inició una estrategia de intervención sostenida en procesos electorales europeos, que pasó por el Brexit británico y el apoyo a Marine Le Pen en Francia, y desembocó en toda una operación para desfavorecer a Hillary Clinton en las elecciones de Estados Unidos en 2016.
No dice nada Snyder sobre la activa política de Putin y su canciller Serguéi Lavrov en América Latina, en especial, en algunos países miembros del eje bolivariano, como Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua. Pero es evidente que esa zona, al igual que el Medio Oriente, también forma parte de la gran estrategia de reconstitución hegemónica de Rusia en el siglo XXI. Es significativo que, mientras en Europa y Estados Unidos el mensaje de Putin sobre la decadencia de la democracia liberal atrae a la derecha conservadora, en América Latina despierta el entusiasmo de las izquierdas herederas de Fidel Castro y Hugo Chávez. El antiliberalismo une a unos y otros en la misma resistencia autoritaria a la forma democrática de gobierno. ~
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.