No hay que olvidarlo nunca: desde el principio de los tiempos el hombre vive para contarlo y cantarlo. Y sí: al contar cantando o cantar contando se presta más atención y se memoriza, y no solo se recuerda más fácil sino que se dificulta el olvido. Además de con mentirosos pero certeros eslóganes para vender productos histéricos, también –mucho antes– para hacer y deshacer lo histórico con ritmo y armonía en textos religiosos, sagas homéricas, gestas juglarescas y óperas dramáticas y graciosas operetas. Con la llegada del long play, claro, la idea giró aún mejor. Y se impuso el afinado duelo circular y nunca del todo resuelto –cuestión casi existencialista-ideológica– entre lo largo y tendido versus lo corto y erecto, entre el largo aliento versus el breve suspiro, entre el song genius versus el album artist. Así, léase/óigase: la canción suelta y eficaz y a quemarropa (lo trending) o la obra magna que debe ser apreciada in toto (lo best). Así, el single de ocasional compañía contra el álbum de amplia asociación. Y resulta muy reveladora la puesta en escena y discusión estética/dogmática de este tema/temas en los foros de Spotify o Reddit (en muchas ocasiones llevada o dejada caer por esos juveniles y virginales first reactors de YouTube que no ocultan su impresión o fascinación ante el hecho de que una canción pueda llegar a durar más de tres minutos y medio). Allí se celebra/condena la comodidad cuasi zombi a ritmo de algoritmo del track al azar o se cuestiona/alaba la grandeza/grandilocuencia del disco-al-completo al que en ocasiones las diferentes plataformas sónicas le alteran el orden original de sus canciones por cuestiones técnicas o anímicas privilegiando hits que dan en el blanco por encima de acaso mucho mejores y salvadores disparos al aire. Y –claro y oscuro, apenas escondido entre el ruido de los surcos– acaso El Tema que esconde algo más grave y agudo y mono y estéreo: no la pérdida del oído pero sí la falta de concentración a largo plazo y la corta satisfacción absoluta de lo inmediato y corto.
Y el concepto de lo conceptual reconoce antecedentes muy claros que van calentando los motores disyuntores de la disyuntiva: ahí están las reuniones de los talkin’ blues excitados de Woody Guthrie, el ordenamiento sentimental de las melancólicas baladas para swingin’ lovers de Sinatra, las idas y vueltas de los trenes cristianos y/o asesinos de Johnny Cash. Con la llegada del rock ‘n’ roll ‘n’ pop se abre y libera la barra y las visiones góspel de Elvis no demoran la liturgia de los sonidos mascoteros de los Beach Boys o las solitarias corazonadas del Sgt. Pepper y su banda a la que mutan los Beatles. Y, de pronto, todos necesitan salir a la persecución y alcance de un concept para así poder tener un mejor concepto de sí mismos. Y, en más de una ocasión, presentándose como autoconceptos (Serge Gainsbourg, Kiss, Sex Pistols, Alice Cooper, Prince, Alan Parsons Project, Marilyn Manson, Kanye West, Guns N’ Roses, Devo, The Residents, Rosalía) o cayendo en un egocentrismo casi mesiánico (y, reflejo y casi automáticamente, muchos de ellos deciden dar el siguiente paso o tropiezo y se ponen a escribir y publicar libros autobiográficos o de ficciones o ficticias autobiografías). Entonces todo eso de la ópera-rock que abarca desde el profeta ciego-sordo-mudo-pinball y rocker-alien-suicida con polvo de estrellas a la decadencia del Imperio británico en village green a preservar, pasando por la casi tontería sinfo-prog fantasy/sci-fi à la Rush/Styx con Spinal Tap que se burla de todo eso. Y la cosa se complicó/sofisticó aún más en los megalómanos ochenta, con la llegada de la mtv ilustrando canciones en clips –e imponiendo versión oficial a interpretación personal– que enseguida se quisieron mini-maxi-films de muchos minutos contenidas en cd a los que ya no había que dar vuelta y en los que no había que distinguir entre los vinílicos y psycho-bifrontes lados a y b.
Así, la especie va de protagonistas-paradigmas-arquetipos (Quadrophenia de The Who, The lamb lies down on Broadway de Genesis, Joe’s garage de Frank Zappa, The point! de Harry Nilsson, Thick as a brick o Aqualung de Jethro Tull). La dolida y en ocasiones incómoda y exhibicionista-autorretratista exploración del sentimiento encontrado y desencontrado y divorcista (Rumours de Fleetwood Mac, Blood on the tracks de Bob Dylan, Here, my dear de Marvin Gaye, Shoot out the lights de Richard y Linda Thompson, Since I left you de The Avalanches, Walls and bridges de John Lennon, Heartbreaker de Ryan Adams, For Emma, forever Ago de Bon Iver, y todas esas tristes-eufóricas alegrías-alegorías de Taylor Swift y Beyoncé con modales de vengativas condesas de Montecristo). El análisis generacional-socio-ideológico-de género (What’s going on’ de Marvin Gaye, Good old boys de Randy Newman, Southern rock opera de Drive-By Truckers, There’s a riot goin’ on de Sly and The Family Stone, American idiot de Green Day, Exile in Guyville de Liz Phair, Good kid, m.a.a.d. city de Kendrick Lamar). La denuncia de los no muy buenos modales de la industria discográfica o los secretos teórico-prácticos del oficio y la vida on the road (Lola versus power man and the moneygoround, part one de The Kinks, Captain Fantastic and the Brown Dirt Cowboy de Elton John, 69 love songs de The Magnetic Fields, Running on empty de Jackson Browne). Las obsesiones y paisajes y dolores y climas muy personales (Funeral y The suburbs de Arcade Fire, I often dream of trains de Robyn Hitchcock, Berlin y New York y Magic and loss de Lou Reed, The downward spiral de Nine Inch Nails, Aerial y 50 words for snow de Kate Bush, Ghosteen de Nick Cave, Norman fucking Rockwell! de Lana Del Rey, Skylarking de xtc). El –toda una categoría per se– sonido y entonación para alinear alienación (la triunfal racha de Pink Floyd con The dark side of the moon, Wish you were here, Animals, The wall y The final cut). Y, por supuesto, el The End como fin y finalidad en crepuscular cénit-despedida (Brainwashed de George Harrison, The wind de Warren Zevon, Blackstar de David Bowie, You want it darker de Leonard Cohen, The man comes around de Johnny Cash y, quién sabe porque nunca se sabe con él, el sublime Rough and rowdy ways de Bob Dylan).
Y la anterior enumeración es, por supuesto, personal e incompleta porque cada quien atiende su juego y concepto.
Y ahora –seguramente no el último, pero sí uno de los concept albums más interesantes y dignos de atención y exigente de atención en años– llega Life, death, and Dennis Hopper de Mike Scott al frente de una nueva encarnación de sus polimorfos y perversos The Waterboys. Y –con etiqueta de la legendaria y fundacional Sun Records– el título lo dice todo: el genio y figura y mito y true story del actor Dennis Hopper como más que apropiado icono conceptual-contracultural y multitask y fuera-de-ley cuyo concepto vital era la metamorfosis constante del concepto que se tenía de él. Y Scott lo filma en letra y música desde Rebelde sin causa, Easy rider y La última película hasta Apocalypse now y El amigo americano y Blue velvet por senderos de la más constructiva de las autodestrucciones. Scott (quien ya había frecuentado lo conceptual en álbumes en pos de su epifánica y espiritual big music o su carnal y terreno raggle taggle sound como This is the sea y Fisherman’s blues, o, incluso, dedicó un álbum entero a musicalizar los poemas de W. B. Yeats) declaró haberse fascinado por la figura de Hopper a partir del encuadre de sus fotografías reveladas durante los sesenta y expuestas en una galería de arte de Londres en 2014 y de las posibilidades de un nombre tan rimable. De ahí que Scott ya hubiese explorado su perfil en una canción –“Dennis Hopper”– del álbum Good luck, seeker (2020). La canción no era mala pero sí era muy… fea (y ahora vuelve, mejorada y mejor y en contexto, como festiva coda funeraria). Y, evidentemente, la obsesión creció y Life, death and Dennis Hopper –en parte Illinoise de Sufjan Stevens y Smile de Brian Wilson y en parte Songs for Drella de John Cale & Lou Reed y Beat de King Crimson y La hija de la lágrima de Charly García– amplía esa campo de batalla. Y es rigurosa a la vez que caprichosa biografía y carnival freak con atracciones invitadas (Steve Earle, Fiona Apple, Bruce Springsteen…). Y multiplicidad de sonidos marca waterboy (yendo de lo santo-dionisíaco a lo sátiro-apolíneo en “Hopper’s on top” o “I don’t know how I made it”) o de otros (casi parodiando a Burt Bacharach o a Jefferson Airplane), abarcando la amplia trayectoria de un Homo concept renacentista y automoribundo desde su fuga adolescente de Kansas hasta un delirio psicodélico y crepúsculo aburguesado en veinticinco tracks. Todo se escucha como a bordo de un tren fantasma descarrilando en montaña rusa (incluyendo voces, instrumentales dedicados a cada una de las esposas de Hopper, collages narrativos, cameos maníaco-referenciales de Terry Southern y Natalie Wood y Andy Warhol y James Dean y Nico y Sal Mineo y Grateful Dead y Nicholas Ray y Orson Welles y Derek Taylor y Ann Margret y Hedda Hopper). Y, sí, lo más importante de todo: Life, death and Dennis Hopper resulta imposible de escuchar en parte o en partes. Es un artefacto vintage pero súbitamente vanguardista. Es toda una experiencia, una aventura, una película, un trip definido por el propio Hopper, en vida y poco antes de morir, como algo que no podía ser sino “una gran mentira, porque ni siquiera yo puedo creerme mi propia historia”.
Y la historia del concepto y el concepto de las historias continúan.
Y el mes que viene el argentino Fito Páez girará por España presentando un flamante concept album que vino conceptuando desde 1988 y que por fin concluyó y grabó.
Su título es Novela. ~