Steven Spielberg, arqueólogo de lo imposible

La tetralogía que define el término "spielbergiano" es la saga de indiana Jones. 
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1.

Uno sabe que un autor –de cine, de literatura, de cómic: de lo que sea– es digno de mayor atención cuando sus cualidades no se cuentan tan fácilmente. Digamos: uno entiende que el cine de Richard Donner, por mencionar un contemporáneo equivalente a la mano, es solvente y de éxito comercial, pero es complicado hallar más que correcta manufactura en la mayoría de sus películas. Steven Spielberg, en cambio, es harina de otro costal: sus atributos se cuentan por montones, y es necesario hacer un exhaustivo rastreo en su filmografía si se desea tener una imagen más o menos completa de sus capacidades. Concentrémonos en una tetralogía que, para algunos, aún define el término “spielbergiano”: la saga de Indiana Jones.

2. Cazadores del arca perdida: apología del saqueo

Es conocida esa anécdota que narra la génesis de Indiana Jones: sentados bajo el sol de una playa de Hawaii, rumiando el posible fracaso de Star Wars, Steven Spielberg y George Lucas piensan en cuál será su siguiente proyecto. Lucas propone revisar los filmes de la Republic; piensan quizá en Allan Quatermain y en el profesor Challenger y por allí se van, peloteando la idea. Tal vez ese mismo día, tal vez al siguiente o la semana entrante: el caso es que de ese rebote nació el germen que terminaría siendo el profesor Henry “Indiana” Jones. Para interpretarlo fue elegido –pese a la negativa inicial de George Lucas, que prefería a Tom Selleck con tal de no usar a Han Solo— el ya conocido Harrison Ford, destacado ejemplar del all-american boy: alto, delgado, rubio, de mandíbula cuadrada e ingenio rápido.

El doctor Henry Jones, cosa bien sabida, es un arqueólogo norteamericano casi superheroico: a veces parece un profesor de universidad, un académico de escritorio –y su apariencia no desentona con la de Clark Kent: lentes, saco, peinado de raya en medio—; cuando no está dando clases, se transforma en un intrépido explorador que combate nazis –al menos durante esta primera entrega—. Su rostro, inteligentemente, no es revelado sino hasta que transcurren unos minutos de la película: sólo podemos ver su silueta, misteriosa, avanzando a través de la vegetación de la selva amazónica. Esta presentación puede tener alguna otra intención: la de crear un icono. Spielberg pone la silueta de los elementos que conforman a su héroe –el látigo, la fedora, la chaqueta— quizá con el objetivo en mente de fascinarnos, intrigarnos: de enamorarnos de su iconografía como nos enamoramos de la de un Batman o un Supermán. Poco tiempo después averiguamos la misión del arqueólogo: recuperar una valiosa estatuilla de una civilización sudamericana. Aquí podemos trazar una analogía: Indiana Jones –la saga y el personaje en lo general y esta película en lo particular— es también una apología del saqueo: Spielberg es, también, un poco Indiana Jones. Ambos, facultados por sus habilidades extraordinarias, pueden visitar el pasado –o lo que queda de él— y revisarlo y saquearlo a su conveniencia.

Este saqueo, perfectamente justificado, tiene sus consecuencias en el rumbo de la historia, al menos en la que ocurre en el universo ficcional: Steven Spielberg, descendiente de judíos que conocieron en algún momento los horrores del nazismo, coloca en Indiana Jones a su vengador, a su perfecto héroe americano. Mientras que Spielberg, acá en el futuro, ya no puede combatir a los nazis, Indiana, allá en el pasado, está más que posibilitado para hacerlo. Esto es claro: la esvástica nazi es maltratada en al menos tres ocasiones:

(En la primera, Indiana la usa como soga para salir de un sitio; en la segunda, es salpicada con la sangre de un nazi gigante con el que el arqueólogo se trenza a golpes. La tercera es rica y, además, contiene doble insulto: antes de quemarse la esvástica, es mostrada con un par de ratas enfrente. Queda bastante clara la opinión de Spielberg alrededor de este símbolo –y lo que significa.)

Después de recuperar y perder y recuperar y volver a perder el arca de la alianza, tal y como Spielberg recupera y vuelve a recuperar los modelos del serial clásico (véase el apunte de las películas de la Republic, clarísimas precursoras y fuentes de inspiración de la saga), Indiana Jones y su acompañante Marion Ravenwood –la guapa e intrépida Karen Allen, cuyo personaje, aunque damisela en peligro más o menos clásica, exhibe varios visos de independencia y autonomía, más evidentes que los de Willie Scott, de Indiana Jones y el templo de la perdición— contemplan la apertura del arca de la alianza. La vida, el destino y el guión alcanzan y castigan finalmente a los nazis, y un fuego fatuo los consume hasta reducirlos a nada. El héroe, finalmente, termina, ante nuestros ojos y los de su creador, reescribiendo el pasado –con lo que se suma a una tradición de farsas del revisionismo histórico y la historia alternativa, en el mismo cajón que Bastardos sin gloria o Sector 9— y cumpliendo su cometido: los malos han sido castigados.

3. Indiana Jones y el templo de la perdición: función de humor

No puede decirse que la saga Indiana Jones sea cosa seria cuando el mismo arqueólogo hace chistes constantes –parece estar pasándola bien pese a no estar pasándola bien en lo absoluto— sin importar la gravedad de la situación. Con todo y todo, esto no es más evidente en ningún otro momento de la saga que en la segunda entrega –precuela cronológica de Cazadores del arca perdida—. Spielberg inicia la cinta con una secuencia más o menos análoga a la inicial de su película anterior. Indiana Jones es mostrado in medias res –y sin que su rostro se revele sino hasta un par de minutos después de comenzada la cinta—, después de recuperar una valiosa pieza para Lao Che, gángster chino que opera desde el bar Obi-Wan. Aquí ocurre una conversación tensa que ya alguien se encargó de recordarnos en el conteo de Harrison Ford y el cine ochentero; comienza un pandemónium de sonido y baile y balazos; un Indiana envenenado y Willie Scott, la bailarina y acaso concubina de Lao Che huyen para caer en un vehículo conducido por un niño oriental, el simpatiquísimo Short Round, gran sidekick infantil: el Robin de Indiana Jones. Aquí sucede uno de los máximos chistes de la saga –y el que, como ya se dijo atinadamente en el texto linkeado, define el resto del tono de la cinta. Indiana escapa, seguro de sí mismo; ha burlado a Lao Che y a su malévola guardia; está abordando un avión que lo conducirá a la libertad, después de salvarse del envenenamiento. Y entonces:

Aquí hay un chiste y hay suspenso: el golpe de genio de Spielberg en este momento y en el resto de la película, que incluye la ya legendaria –escójase hipérbole: exagerar en la maestría de esa secuencia no es exagerar— persecución en el carrito de las minas, es hacernos reír y temblar de nervios al mismo tiempo y con las mismas imágenes en pantalla. No pequeña virtud.

4. Indiana Jones y la última cruzada: lazos de familia

Hay una cosa que no sé si ha sido del todo notada, pero tampoco quiero dármelas de original diciendo que es descubrimiento propio: Indiana Jones y la última cruzada es, básicamente, un remake de Cazadores del arca perdida. Los enemigos son nuevamente los mismos –los nazis, cómo no— y el argumento es también muy parecido: Indiana tiene que emprender una búsqueda frenética por algo valiosísimo de lo cual pende la propia existencia: su padre. Ah, sí: hay un artefacto bíblico también en la trama. No tiene mayor importancia, como tampoco lo tiene, en cuestiones de calidad, el hecho de que sea un remake.

Si en Cazadores del arca perdida Spielberg se proyectaba en Indiana como un héroe capaz de terminar con los nazis y de recuperar a la chica mediante el saqueo del pasado, en La última cruzada lo que hay es un respeto reverencial ante los antecesores, dentro y fuera de la cinta. El segmento inicial –trece minutos de acción incesante— es también el planteamiento de una de las temáticas de la cinta: el pasado y nuestra relación con él. El joven Indiana, encarnado por River Phoenix, lucha hasta hacerse con una reliquia, arrebatándola de las manos de unos ladrones de antigüedades: pierde, y tiene que entregarla, pero en el camino ha adquirido ya su látigo, su fedora –también, muy afortunadamente: ¡la cicatriz real que Harrison Ford tiene en la barbilla!— y la imagen de un explorador con chaqueta de cuero. Habría que hacer aquí énfasis en lo que está ocurriendo fuera de la película: si aceptamos la tesis, propuesta arriba, de que Indiana Jones es en efecto un trasunto de Steven Spielberg, lo que estamos viendo aquí no es otra cosa que al fascinado niño Spielberg contemplando por vez primeraEl secreto de los incas (estrenada en 1954, cuando el director tenía ocho años). La cinta, protagonizada por Charlton Heston –y disponible en un torrent perfectamente legal aquí y en YouTube aquí: no teman, porque se encuentra ya libre de derechos—, narra una aventura de Harry Steele, de quien no sabemos nada más que se dedica a recuperar antigüedades, en su búsqueda por un artefacto inca. No es una gran película, aunque tampoco carece de virtudes, pero lo importante aquí es el símil entre el encuentro del joven Indiana con el explorador –de chamarra de cuero y sombrero fedora, mismo que termina pasando a manos del muchacho— y el del joven Spielberg con el explorador Steele que, por si les quedaba alguna duda, se viste así:

Este encuentro –que no revela la identidad del padre de Indiana, Henry Jones Sr., encarnado por Sean Connery— sienta las bases, si nos ponemos interpretativos, de lo que será el resto de la cinta: un acercamiento, a través de analogías y metáforas, a la infancia de Steven Spielberg.

La búsqueda del Santo Grial es tratada como un asunto que sólo impulsa a la trama. Lo que es de verdad relevante es el encuentro de Indiana Jones con su padre, viejo testarudo, excéntrico y distraído –como casi cualquier padre distante de más de cincuenta años— al que tiene que salvar mientras el otro no deja de decir que él ya hizo lo que su hijo hace, pero lo hizo mejor. El tema de la paternidad en la obra de Spielberg ha sido ya analizado y apuntado en varias ocasiones: este texto de Yahoo! Voices, por ejemplo, dice al respecto:

La ausencia del padre en la vida de Spielberg ha sido reflejada en la pantalla en películas como Encuentros cercanos del tercer tipo, E.T.y Atrápame si puedes. El tema es quizá explorado más a consciencia en Indiana Jones y la última cruzaday Hook, pero en esos casos el rol del padre es tan crucial para la historia y tan evidentemente presente en la superficie, que se vuelve un poquito menos interesante en un análisis formal. Todas estas películas presentan a un padre que está lejos o completamente ausente de su familia, y en cada caso la cinta puede verse más desde la perspectiva del niño que la del padre, lo que facilita una mejor comprensión del impacto emocional que la lejanía de un padre tiene en su hijo.

Si creemos –como este texto cree— que Indiana Jones es una posible representación de Steven Spielberg, entonces podemos creer también que lo narrado en La última cruzada, en medio de suspenso y aventura –y vaya suspenso y vaya aventura: es difícil mantener la calma durante la secuencia final en el templo secreto— no es nada más que la reconciliación, el ajuste de cuentas simbólico entre dos padres y dos hijos: Henry “Indiana” Jones Jr. y su padre, Henry Jones Sr., y Steven Spielberg y su padre, Arnold Spielberg.

5. Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal: reivindicando la aventura

¿Por qué se recrimina la existencia de la cuarta parte de la saga? Conozco a alguien que acepta no haberla visto: la presencia de Shia LaBeouf le arruina la película antes de poder verla. Alguien más habla de su final: exagerado, quizá inverosímil. Ambas razones pueden ser muy válidas, pero la primera no deja de ser una cosa de simpatías y la segunda es un poco no enterarse de nada: si en la primera cinta podemos ver a un fuego divino bajar del cielo y consumir a unos cuantos nazis y no le ponemos ningún reparo, ¿por qué habría de ser incorrecto que Indiana Jones se meta a un refrigerador para guarecerse de una explosión nuclear?

La cuarta entrega de Indiana Jones, ni modo, es bastante menos divertida que sus tres predecesoras: adolece del casi nulo carisma de LaBeouf –aunque esto bien podría ser una cosa subjetiva—; en más de un momento parece que estamos viendo un calco de las cintas anteriores, nomás que con rusos sustituyendo a los nazis; su duración es quizá excesiva y podríamos quitarle cosas aquí y allá. Todo esto es verdad y es válido y convierte a la última parte de la saga en un desenlace mucho menos lucidor que La última cruzada. Pero lo que podemos ver en ella es a un Harrison Ford autoparódico –y, lógicamente, a un Steven Spielberg instalado en el mismo estado de ánimo—; a un par de viejos que son capaces de reírse de sí mismos y de lo que han hecho, sea bueno o malo. La cuarta cinta de Indiana Jones –última hasta ahora— es, cinematográficamente, un bajón de calidad en la serie. Pero la esencia y los temas de los que se ocupa no podrían ser más fieles –y, al menos en la mente de Spielberg, imagino, no podría haber colofón más adecuado: es una película de padres e hijos, un encuentro de generaciones que tienen algo en común: el amor irrefrenable por la electricidad que sólo la aventura puede desencadenar en el espíritu humano. Y eso es algo en lo que nos parecemos a la familia Jones. 

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Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.


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