Juan Rulfo habla de la cristiada

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El 15 de enero de 1969 tuve la suerte de escuchar durante varias horas a Juan Rulfo hablarme sobre la Cristiada. Luis González (q.e.p.d..) me había presentado con él en el Centro Mexicano de Escritores donde, demasiado intimidado, me había limitado a balbucear que hacía mi tesis sobre los cristeros. En aquella ocasión Juan Rulfo me había aconsejado fuertemente buscar a un tal Antonio Estrada, autor, según él, de la mejor novela sobre el tema, Rescoldo.1 Así, gracias a Juan Rulfo, pude conocer al hijo del coronel cristero Florencio Estrada, muerto en la sierra de Durango durante la Segunda Cristiada, la “albérchiga”.
     Sin embargo, eso no fue todo. Poco después, Juan Rulfo me citó a la salida de una sesión del Centro Mexicano de Escritores, el día 15 de enero de 1969, una tarde en la que habló, habló y habló, absorbiendo una cantidad impresionante de café con leche, invitándome a imitarlo. No hice preguntas, tomé apuntes. Hace poco, a la hora de tirar viejos papeles, encontré, bajo la rúbrica “Arreglos de 1929”, mis fichitas, y me pareció que una buena manera de celebrar los “mentados” arreglos, en su 75 aniversario, podría ser transcribirlas 35 años más tarde. Desde luego, no se trata de la transcripción fiel de una cinta grabada. La forma no es de Juan Rulfo, pero el fondo sí.


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En junio de 1929, los cristeros tenían la impresión de que estaban a punto de ganar, así que cuando llegó la noticia de los arreglos,2 a fines de junio o principios de julio, se sintieron defraudados. A un país arruinado por tres años de terrible guerra, a la dificultad de encontrar trabajo y a una readaptación a todas luces difícil —volver a la vida normal— se añadió, para muchos, el peligro real de ser asesinados. Unos pocos formaron unas gavillas de bandoleros, al estilo Pedro Zamora, por rencor, por la inercia de la costumbre adquirida y por la falta de trabajo; otros, más numerosos, volvieron a levantarse en armas.
     A la hora de los arreglos los cristeros tuvieron la oportunidad de presentarse a las autoridades militares para recibir un salvoconducto; a cambio tenían que entregar el caballo y el rifle, instrumentos de guerra, contra diez pesos que se les ofrecían para regresar a casa, en un estado mucho peor que en 1926, con una mano adelante y otra atrás. Las cosas se pusieron color de hormiga para ellos, porque los arreglos fueron a medias y a ellos los hicieron a un lado, abandonados completamente a su propia suerte.
     Algunos generales federales se portaron bien, muy bien, como Charis, Cedillo y Figueroa. Charis en Colima y en el sur de Jalisco; Andrés Figueroa tan bien que le mandó al jefe cristero de San Gabriel [el pueblo de Juan Rulfo] una larga carta por conducto de la señora Amalia Díaz, ofreciéndole todo su apoyo, facilidades y garantías, para él y sus hombres.3
     En julio, el general Charis recibió con honores, en Comala, a las importantes fuerzas cristeras del general Salazar, con todo y escenas de fraternización. El general cristero Manuel Michel, persona honorablemente conocida por mi familia, excelente y honesto administrador de hacienda antes de la Cristiada, se puso de acuerdo con la Federación para presentar su tropa y hacer entrega de sus armas, en San Gabriel. Pidió que fuese en viernes, porque quería rendir sus armas al Señor de Amula en su día. Pero la mayoría de sus soldados no quisieron amnistiarse, “amistar” decían ellos, y no querían ninguna amistad con el Gobierno; mucho menos rendir armas y caballos contra un pedazo de papel y unos pesos que no les servirían de nada. Se reservaban así la posibilidad de empuñar las armas de nuevo.
     Como si supieran lo que iba a pasar. Parece que Charis le dijo a Salazar: “Váyase muy lejos… aquí lo matarían pronto. No nosotros los federales; de nosotros no tienen nada que temer, pero estos politiquillos locales no los perdonarán.” Y el odio entre cristeros y agraristas era muy grande y los agraristas buscaron venganza. Y así redobló el odio entre agraristas y los que no habían recibido, o más bien que no habían querido recibir, la tierra del Gobierno. El odio contra el agrarista, “el agrio”, “el agarrista”, “el gorrión”, amigo y protegido, y por lo tanto, sirviente del Gobierno. Con el reparto agrario los pueblos se quedaron sin carpinteros, ni albañiles, ni panaderos: el pan se volvió muy malo. Curioso fenómeno aquel de la destrucción de los oficios, de las artesanías por el agrarismo. Dieron la tierra a los artesanos porque muchos campesinos no la querían recibir de esa manera. Esos beneficiados eran pésimos agricultores —no era su culpa, no era su oficio— y muchos se fueron de braceros al norte o a Guadalajara y rentaron su parcela. Antes de la Cristiada en cada pueblo había un peluquero, uno o dos herreros, un zapatero, un panadero, un carpintero, varios albañiles, tejedores de sarapes, curtidores. Hoy cada quien se las arregla en familia. Es un fenómeno de todo el Occidente de México, no sólo de mi sur de Jalisco; se dio y se sigue dando un fenómeno de concentración urbana selectiva. Los primeros en salir de los pueblos fueron los obrajeros. Las pieles se venden hoy “en crudío”, ya que no hay quien las trabaje. La novedad, a consecuencia de lo mismo, fueron las cantinas y los billares; antes, uno compraba el alcohol en las tiendas, no había ni cerveza, ni refrescos.
     De mi pueblo de San Gabriel salieron unos seiscientos hombres para la Cristiada, casi todos los que tenían edad de pelear. Regresaron para quedarse solamente unos cien. Los otros habían muerto durante los tres años de la guerra, o se escondieron en Guadalajara y Los Ángeles. Después de los arreglos fue cuando Los Ángeles se llenó de mexicanos; la gente se agrupaba por pueblo, tal calle pura gente de San Gabriel, la calle siguiente, pura gente de Etzatlán. Fue un sálvese quien pueda, una dispersión general. Muchas rancherías quedaron despobladas y varios pueblos se convirtieron en pueblos fantasma. Mi pueblo nunca se repuso. Y es que no tardó en empezar la cacería contra los antiguos cristeros. Eran muy buenos para correr y esconderse.
     No hubo mucho agrarismo antes de Cárdenas. Los agraristas que combatieron a los cristeros de mi región venían de Michoacán. Apulco fue repartido en 1936 y los agraristas que solicitaron el reparto no eran de Apulco sino de Tonaya, del municipio de Tuxcacuesco. Los de Apulco tuvieron que salir como braceros hacia la costa y en Estados Unidos. En los Altos, vieja zona de pequeñas propiedades, el agrarismo entró muy poco; en el sur había grandes comunidades indígenas que empezaron a sufrir después de las Leyes de Reforma; algunos inpiduos empezaron a introducirse como comerciantes, luego prestan y cuando la gente no puede pagar obtienen la tierra. Un abuelo mío, un licenciado, compró la hacienda de San Pedro a una mujer de Zapotlán, dueña de casi todo el sur. Así se formaron las haciendas que luego entraron en el ciclo de arrendamiento, medieros, pequeños propietarios, rancheros, lo que cuenta Luis [González] de su pueblo San José de Gracia. Esos comuneros indígenas casi todos fueron cristeros; por ejemplo, los indios del Volcán de Colima, que los de la ciudad llamaban “indios mecos”. Jiquilpan era indio y comunero, y fue despojado por los Pinzón de la hacienda de Buenavista; San Gabriel y Tonaya eran criollos.
     Dionisio Ramírez, de San Gabriel, era hijo del administrador de Buenavista: después de 1929 se fue a México, llegó a ser comandante de policía; tenía el deseo de comprar lo que quedaba de la hacienda y finalmente lo logró. Fue la obsesión de toda su vida. Había sido cristero.
     Mexicali, Tijuana y toda California están pobladas de descendientes de cristeros. Del sur de Jalisco los cristeros se fueron a Tijuana. La mitad de la población de San Gabriel vive en Tijuana con sus hijos y nietos, lo mismo para Tolimán, Zapotitlán, Tuxcacuesco, etcétera. La ola de emigración cristera, proveniente de Jalisco, Colima y Nayarit, representó en aquel entonces el ochenta por ciento de los mexicanos de California.
     Otros cristeros, para sobrevivir, se remontaron en el viejo cráter del Nevado [de Colima] a vivir en cuevas y grutas, como trogloditas. Eran cazadores. Con sus 30-30 mataban animales que venían a comer sal y a beber “agua de leoncillo” [agua de nieve derretida]; era un ganado remontado, cimarrón. Hacían cecina y bajaban a Zapotlán [Ciudad Guzmán] a venderla junto con las pieles. Les decían los “salitreros”. Entre el Nevado y el Volcán hay un enorme arenal, sin agua, y una barranca muy estrecha, a la que le dicen la “barranca del muerto”; es un pasaje natural que deja pasar apenas un hombre. Los cazadores cuidaban ese paso para venadear a los animales.
     Conocí a un capitán [federal] Castillo, “el Pelón”, del 38o Regimiento de caballería del general Manuel Ávila Camacho, acuartelado en Sayula; y mi tío, el capitán Pérez Rulfo. De los jefes cristeros, a Michel, Bouquet y Degollado. Viví el levantamiento cristero. Los cristeros tomaron San Gabriel y todos los pueblos que no tenían una fuerte guarnición del ejército. Soplaban en sus cuernos. El saqueo era muy común. San Gabriel fue tomado la primera vez, cuando ni se sabía que la guerra había empezado. Carlos Bouquet era un general cristero muy audaz y muy hábil. Una vez fracasó en el sitio de Tatalpa, frente a Sayula, y se retiró a San Gabriel, pero “el Pelón” Castillo lo hizo correr. Después de los arreglos, volvió a levantarse a favor de Vasconcelos y lo mataron.
     En aquel entonces la riqueza de una tienda se medía por sus puertas. En San Gabriel había tiendas hasta de ocho puertas; cada una tenía su especialidad. Ese comercio murió con la Cristiada y nunca se recuperó. Sayula era la bodega de todo el sur, la cabeza de cordillera de todos los arrieros. Controlaba hasta Autlán y más allá, toda la costa de Cihuatlán. Hoy Sayula ha sido dejada a un lado por la nueva carretera y está en decadencia. El regimiento ahí sigue, vestigio de la grandeza pasada.
     Parece que Cárdenas quiso destruir la propiedad en esa región tan cristera. Dio la tierra a quien se presentaba; los verdaderos agricultores, medieros, arrendatarios, peones, se quedaron como campesinos sin tierra y engendraron el bracerismo. Ahora, treinta, 35 años después, la situación ha cambiado en el sur con el surgimiento de grandes propiedades en una zona recién colonizada por la gente venida de los Altos de Jalisco.
     Zapotitlán quedó arrasada por mi pariente el capitán Pérez Rulfo, por el cuartel general de los cristeros. El general cristero Manuel Michel era el administrador de la hacienda de la viuda [Rulfo], administrador y arrendatario de parte de esa hacienda de San Pedro, con límites con Colima, cerca de Tolimán, al sur de San Gabriel. Cuando se levantó en armas, todos los peones, absolutamente todos, lo siguieron. La situación de mi familia fue muy difícil en esos años, atrapada entre la Iglesia y el ejército, sin contar a los cristeros. El curato de San Gabriel era el cuartel de los federales.” ~

Ahí terminan mis apuntes con fecha del 15 de enero de 1969, tomados sobre la mesita redonda de un café. Luego caminamos juntos —ya de nochehasta Insurgentes, para tomar cada quien su camioncito verde. Primero llegó el camión de Juan Rulfo, quien se despidió con estas palabras (había muchísima gente en la calle, en la banqueta, en el camión): “México tiene dos industrias pesadas: la fábrica de desiertos y la de niños.”
     En esta transcripción respeté escrupulosamente el desarrollo de aquella conversación.

— Marzo de 2004


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Encontré este documento en el archivo de Manuel Michel, que confirma lo dicho por Juan Rulfo en aquella conversación.

     General de pisión
     Andrés Figueroa
     Particular
     Guadalajara, Jal. a 24 de Julio de 1929.
     Señor
     Manuel Michel
     San Gabriel, Jal.

Muy señor mío:
Por la señora Amalia Díaz, portadora de la presente tengo conocimiento que usted se presentará en esa plaza de San Gabriel, acogiéndose a la amnistía concedida por el C. Presidente de la República, y por cuyo motivo he ordenado que pase nuevamente a dicha población en unión del señor General Brigadier Ervey González y Capitán José U. Figueroa, que llevan la representación Oficial el primero y el segundo la mía personal, lamentando no haber podido atender los deseos de usted de ir personalmente por razón de que igual petición hicieron los señores Gabino Flores, Bouquet, Degollado, Morfín y otros, y como usted comprenderá me he visto en la necesidad de nombrar comisiones, ya que me sería punto menos que imposible obsequiar a todos en sus deseos.
     El citado señor General González y Capitán Figueroa llevan instrucciones para lograr que no surja ninguna dificultad con usted ni con sus elementos en la entrega de sus pertrechos, y así tengan toda clase de facilidades y garantías para el mejor término de ese asunto.
     La citada señora Díaz me hizo partícipe de la petición que hace usted para obtener en arrendamiento, como antes lo tenía de la Hacienda San Pedro, y aún cuando este asunto no lo pone usted como condición para su amnistía y dándole la interpretación debida, creo que de momento no sería bien vista una petición en dicho sentido; pero ya indico a la señora recoja de usted una carta sobre el particular para enviarla directa y original al señor Presidente de la República, junto con una mía, para que la propia señora Díaz como lo ha ofrecido haga las gestiones necesarias para lograr lo que usted desea.
     Mis representantes llevan a usted mis saludos y atenta invitación para que pase a esta Capital, en donde estoy seguro pasará usted algunos días contento.
     Sin más de momento quedo como su atento, afectísimo y seguro servidor,
     (Rúbrica)

N.B. Obsequiando los deseos de usted queda a su distribución el señor Isaías R. Villa que se encontraba prisionero en esta capital.

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