En Venezuela los billetes han servido principalmente como medio para ilustrar la gloria de nuestros héroes militares. Casi todas las imágenes que aparecen son las del rostro de un prócer de nuestra violenta épica criolla. Bolívar está en casi todos los billetes en una especie de reiteración delirante de su figura: joven, viejo, con bigotes, con rulos, con canas, de cualquier forma. También Antonio José de Sucre y José Antonio Páez reflejan en sus miradas la gravedad de sus campañas, y se asoman en algunos billetes viendo al infinito. Casi sin darnos cuenta hemos convivido durante años con militares y próceres en nuestros bolsillos. Salvo la honrosa excepción de Simón Rodríguez y José María Vargas (y de Andrés Bello en el extinto billete de cincuenta), era “normal” ver a generales y mariscales ilustrando nuestro dinero. Están allí las charreteras, las condecoraciones, las bandas, todos los símbolos de la cultura castrense, donde además podemos adivinar, como una extensión fantasma, la bota, el sable y la pólvora.
Aparte de una evidente falta de creatividad, esto revela una fatiga iconográfica. Que yo recuerde, nunca hubo una discusión pública acerca de los motivos o figuras que serían seleccionados para ilustrar nuestros billetes. De alguna forma todos asentíamos ante algo que nos parecía que estaba bien, o peor: nos era totalmente indiferente, pues la raíz de toda indiferencia es la conformidad acrítica. En el mejor de los casos, nuestra capacidad de respuesta era apenas de carácter estético, y sólo destacábamos la belleza del billete, sus colores, su diseño, o nos burlábamos de cierta imagen afeminada de Bolívar o de la insignificancia material de los “tinoquitos”. A pesar de su importancia estratégica (un billete además de instrumento de pago es una herramienta casi propagandística) jamás se debatió acerca de esto, como tampoco se ha debatido sobre la casposa idea de que toda plaza principal debe llevar el nombre de El Libertador y en su centro una estatua ecuestre o un busto de Bolívar.
Se trata de una consecuencia más del culto excesivo a nuestros héroes independentistas. Si convenimos en que la cultura de la violencia es el rostro más real de nuestra sublimada epopeya, entonces es evidente que los venezolanos hemos crecido en una sociedad cuya estructura mítica justifica el uso de la violencia militar. Le debemos a la guerra el nacimiento de nuestra nación, y esta es una deuda que a los ojos de una sociedad moderna puede resultar conflictiva. No cabe duda de que la independencia es nuestro mito fundacional, pero la reiteración fatigosa de las figuras de ese mito nos ha distanciado de otro tipo de representaciones igualmente necesarias. Es como si nuestro archivo de imágenes se hubiese reducido sustancialmente y sólo echáramos mano de las imágenes pertenecientes a un hecho específico en una época remota. Esto trae como consecuencia el empobrecimiento de lo que podríamos llamar nuestra “galaxia” de imágenes nacionales, y por lo tanto nuestro ser nacional, antes que enriquecerse y hacerse complejo, se simplifica a un paseo solemne entre los mármoles de los panteones.
Antes de la llegada del euro, los billetes españoles reproducían los rostros de Pérez Galdós, Valle Inclán, Rosalía de Castro y José Clemente Mutis: un narrador, un dramaturgo, una poeta y un eminente botánico el siglo xviii que registró en sus dibujos la heterogeneidad de la flora sudamericana. En Brasil, el billete de veinte cruzeiros está ilustrado con el rostro del poeta Mario de Andrade, y en Uruguay el billete de cinco pesos está dedicado al gran pintor y hacedor de juguetes Joaquín Torres García. Yo me pregunto: ¿por qué no están Vicente Emilio Sojo o Juan Antonio Pérez Bonalde en nuestro papel moneda? ¿O Arturo Michelena o Armando Reverón? ¿O Francisco Narváez o Carlos Raúl Villanueva? Me entretiene imaginar billetes venezolanos con las imágenes de Teresa Carreño o Teresa de la Parra, o incluso aunque esto ya sería una provocación para los nacionalistas más recalcitrantes con imágenes del bogotano José de Oviedo y Baños, del soldado español Juan de Castellanos o del sabio alemán Alexander Von Humboldt, quienes, a pesar de ser extranjeros, hicieron un gran trabajo por la construcción de nuestro ser y el registro de nuestra geografía. Sospecho que detrás de estas exclusiones habita la firme convicción de que el billete es una especie de Olimpo en el que sólo merecen estar los héroes incuestionables, y en Venezuela este privilegio parece ser exclusivo de los comandantes.
Resulta excesivo cargar en un simple billete la responsabilidad de un giro civil en nuestra iconografía cotidiana, pero se trata de un medio idóneo para familiarizarnos con otra cosa que no sea la epopeya militar independentista. El venezolano de hoy en día no se identifica exclusivamente con las figuras de la gesta patriótica. Tampoco el londinense del siglo xxi dialoga a diario con el genio militar del almirante Nelson. Nuestros grandes mitos militares han llenado por mucho tiempo nuestro imaginario con sus campañas gloriosas, sus miradas adustas y sus espléndidos uniformes. Quizás ahora haga falta alimentar nuestro archivo de imágenes, no sólo con héroes, sino con escritores, poetas, docentes, pintores, arquitectos, científicos, escultores, músicos, y esto sería una forma de perfilar una imagen no sólo de nación emancipada, sino también abonada, con personajes que no sólo contribuyeron a libertarla sino también a construirla. Es decir, comenzar a familiarizarnos más con nuestro también importante legado civil, y hacer de nuestra imagen de nación algo más complejo, pleno de opciones diversas y rico en referencias más allá de las militares. Hoy más que nunca se hace necesario descansar de la epopeya: el renacimiento de sus cultores actuales nos obliga.
Nuestros billetes son un espejo de nuestras preferencias y de la lectura que hacemos de nuestra propia cultura, y en ese espejo podemos ver desde hace muchos años una repetición de motivos que ha conducido a una pérdida de significados. Esto además evidencia la necesidad de una revisión aún más profunda de nuestra hagiografía patriotera, que traería como resultado un cambio estructural necesario: sustituir la idolatría manipuladora por conceptos menos ciegos, y cultivar la admiración hacia nuestros personajes civiles modernos. A través de esto podríamos poco a poco construir, junto a los mitos militares del siglo xix, los mitos civiles del siglo xx. Pero esto es una tarea enorme y para ello haría falta mucho más que unos billetes devaluados. –
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