Jünger, la biografía

La obra de Jünger es uno de los pasajes iniciáticos del siglo pasado y su biografía lo revela como uno de los seres humanos más misteriosos con los que puede toparse un lector. 
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Al fin, el mejor amigo francés de Ernst Jünger (1895–1998), Julien Hervier, se decidió a escribir la vida del escritor alemán que casi logró ser un hombre de tres siglos. No es mucho lo que aporta de nuevo en relación al heroico soldado alemán que salió de la Gran Guerra, que con Tempestades de acero (1920), escribió la más polémica y duradera exaltación de aquel conflicto que es recordado, al contrario, por sus poetas antibélicos sobre todo ingleses. Ernst Jünger. Dans les tempêtes du siècle (Fayard, París, 2014), de Hervier, sigue a Jünger por la nebulosa de grupúsculos de la extrema derecha nacionalista durante la República de Weimar, por los que se movió hasta que el triunfo arrollador de uno de ellos –el partido nazi– lo disuadió de seguir por ese camino. A diferencia de su admirado e impenitente rector Heidegger, que siguió pagando sus cuotas al partido hasta que Hitler se suicidó, o del poeta Benn, a quien le salió caro su arrepentimiento por haberse afiliado al nacionalsocialismo, Jünger nunca fue nazi. ¿Es harina de otro costal decir que sus artículos periodísticos de la primera postguerra o sus obras mayores de metafilosofía política como El trabajador. Dominio y figura (1932) contribuyeron poderosamente a crear la atmósfera de donde salió la peste hitleriana? ¿Fue astuta su manera de sobrevivir bajo el nazismo primero como escritor independiente y luego como oficial asignado al Estado mayor alemán en París, más preocupado en la salud de la literatura francesa que en la victoria de la Wehrmacht?¿No sigue siendo extraño que a pesar de haberse opuesto al atentado de 1944 contra Hitler, planeado y ejecutado por varios amigos suyos, él haya salido indemne a las brutales represalias contra los conspiradores y sus familias?

Todo ello se ha discutido sin tregua en Alemania, sobre todo cuando en 1982 le dieron a Jünger el Premio Goethe. Después el tiempo –vio morir a muy apreciados camaradas suyos, mucho más involucrados con el nazismo como el jurista Carl Schmitt– fue disipando la polémica; el autor de Heliópolis (1949) y Euwesmill (1977), quedó convertido en símbolo de la reconciliación franco alemana, cuando Mitterrand y Kohl lo eligieron como el veterano de Verdún encargado de cerrar la herida en 1984.

Jünger sintió repugnancia del antisemitismo pero renunció demasiado tarde al uniforme sin el cual no habría habido Holocausto. Y no creyó  con seriedad en que su obra tuviese mayor relación con el nazismo. Dice Hervier, –siempre bien dispuesto ante el escritor cuyos diarios, sobre todo, ha traducido al francés–, que su negativa a reeditar sus artículos antiweimerianos y la ingeniería a la que pretendió someter a El trabajador, lo volvieron consciente de que había sido el siglo del totalitarismo. Según le escribió a su hermano y cómplice Friedrich Georg, los había vuelto más benévolos con las democracias liberales, benevolencia más parecida a la amarga resignación si uno lee al viejo Jünger dándole la vuelta al mundo buscando insectos –fue un notable entomólogo– o  siendo nombrado jefe honorario de una tribu en Liberia. Ese Jünger, ecologista y enemigo de la globalización, tiene más que decirle, hoy día, a los jóvenes antisistema de la izquierda que a la derecha de los años treinta.

Aunque la de Hervier es una biografía que deja muchos cabos sueltos, es la primera, al menos en una lengua distinta al alemán, que habla del Jünger íntimo y de sus correrías amorosas, sobre todo en la Francia ocupada –uno de sus paraísos perdidos. Este oficial alemán creía que una mujer hermosa es la única riqueza a la que puede aspirar la brevedad de la vida del soldado. Esa brevedad trágicamente no le tocó a él, herido tantas veces durante la primera guerra, sino a su hijo Ernstel, marino de 17 años arrestado por repetir lo que oía en casa sobre la bajeza de Hitler, a quien su padre, con la orden “Pour le mérite” por delante, salvó de la cárcel permitiendo que fuese enviado al frente para morir víctima de las balas de los partisanos en Carrara, Italia, en 1944. Jünger, lector del Antiguo Testamento e indiferente a los evangelios, nunca se curó del remordimiento de haber “salvado” a su hijo ni de haberlo educado, a la vez, en el deber militar y en el desprecio del nacionalsocialismo.

Durante la partición de la Alemania derrotada, Jünger se negó a llenar los formularios de desnazificación que le exigían las autoridades inglesas y pudo cambiarse a la zona bajo control francés, más benigna, donde en 1949 le fue retirada la prohibición de publicar. Establecido en el pequeño pueblo de Wilfingen, donde murió medio siglo después, casado en segunda nupcias con su archivista, honrado por tirios y troyanos, Jünger, habiendo consagrado la primera mitad de su vida a las vicisitudes de la Historia, dedicó la segunda al milagro cotidiano de la Naturaleza, fuese en el esmerado e infinito jardín de su casa o en las cuevas de Lascaux. Al cumplir 95 años, Juan Pablo II lo mandó bendecir a él, amigo de Albert Hoffmann el inventor del LSD, y defensor público (Jünger) del derecho del individuo a investigar, en carne propia, con las drogas. Ni duda cabe que la prosa de Ernst Jünger sobrevivirá como uno de los pasajes iniciáticos al siglo pasado. Y leyendo no sólo sus diarios y sus novelas, sino esta biografía de Julien Hervier,  aparece como uno de los seres humanos más misteriosos con los que puede toparse un lector.

(Publicado previamente en el periódico Reforma)

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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