Los animales y nosotros, 1

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Cada vez que se delimita un tema, la vastedad encuentra la manera de inundarlo todo. Al preparar el número de junio, los puntos de contacto entre los animales y nosotros resultaron cada vez más cuantiosos. Más allá de anecdotarios personales, estábamos ante una fronda de alusiones –analogías, enumeraciones, metáforas, evocaciones, lamentos– sobre el encuentro entre el animal y el hombre. Con cierta indulgencia, hemos decidido darle espacio a unos cuantos fragmentos literarios para evitar que queden sofocados por el peso de lo urgente.

– La redacción

Hay una araña arrastrándose por el piso alfombrado del cuarto en el que estoy sentado; corre con descuidado y distraído apuro, cojea torpemente hacia mí, se detiene –ve la sombra gigante ante ella y, sin saber si retirarse o proceder, evalúa a su inmenso enemigo– pero como yo no me levanto ni me lanzo sobre la extraviada bestia, como ella sí haría con una infortunada mosca en sus enredos, se anima y continúa con una mezcla de astucia, imprudencia y miedo. Al pasar a mi lado, levanto el alfombrado para ayudar con su escape, me alivia deshacerme de la visita inoportuna, y me estremezco al recordarla una vez que se ha ido. Hace un siglo, un niño, una mujer, un payaso o un moralista habrían aplastado hasta matar al pobre animal –mi filosofía está más allá. No le tengo mala voluntad a la criatura, pero aún así odio sólo verla. El espíritu de malevolencia sobrevive a su agotamiento práctico. Aprendemos a modular nuestra voluntad y mantener nuestras acciones explícitas dentro de las lindes de la humanidad mucho antes de reducir nuestros sentimientos e imaginaciones al mismo tono sosegado. Cedemos la demostración externa, la violencia bruta pero no nos deshacemos de la esencia o el principio de hostilidad. No pisamos al pobre animal en cuestión (¡eso sería bárbaro y penoso!) pero lo contemplamos con una suerte de horror místico y aborrecimiento supersticioso.

William Hazlitt, “On the pleasure of hating”

¡Qué tontería cartesiana es pensar que los cantos de las aves son apenas unos gritos previamente programados que lanzan para indicar su presencia al sexo opuesto y cosas por el estilo! Cada canto de ave es una sincera liberación del yo al aire, acompañada de un júbilo que apenas podemos comprender. ¡Yo!, dice cada grito: ¡Yo! ¡Qué milagro! Cantar libera la voz, la deja volar, expande el alma.

J.M. Coetzee, Diario de un mal año

Aleteaban hacia a un retoño, flotaban sobre él. Con mi red para mariposas en alto, sólo esperaba que el encanto que las flores parecían tender sobre ellas terminara, cuando de súbito el delicado cuerpo se deslizaba hacia un lado, con un temblor suave en el aire, para posar su sombra –quieta como antes– sobre otra flor que también abandonaría de pronto sin tocar. Cuando una vanesa o una esfinge de la calavera (a las cuales podría haber dado alcance fácilmente) se burlaban de mí con sus vacilaciones, dudas y demoras, con todo gusto me habría disuelto en aire y luz sólo para acercarme inadvertido a mi presa y someterla. Y tan cerca estaba mi deseo de cumplirse que cada estremecimiento y cada palpitación de las alas me acariciaban con su soplo o su ondulación. Entre nosotros, ahora, la vieja ley de la caza se afirmaba: entre más intentaba confundirme, con todas las fibras de mi ser, con el animal –entre más parecido a la mariposa me convertía en alma y corazón–, más la mariposa, en cada cosa que hacía, se teñía de voluntad humana; y al final era como si la captura fuera el precio que tenía yo que pagar para recuperar mi existencia humana.

Walter Benjamin, “Butterfly Hunt”,

en Berlin Childhood around 1900

Esas ambigüedades, redundancias y deficiencias recuerdan las que el doctor Franz Kuhn atribuye a cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos. En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas.

Borges, “El idioma analítico de John Wilkins”,

en Otras inquisiciones

La diferencia principal entre el perro y el hombre, a pesar de y quizá antes de la distinta duración de sus vidas, es que uno habla y el otro no. La ausencia de la capacidad de hablar limita el desarrollo del intelecto del perro. Le impide tener muchos pensamientos, pues las palabras son el inicio de la metafísica. A la vez le salva de muchas supersticiones, y su silencio le ha dado una fama de virtuoso mayor de lo que su conducta justifica. Las faltas del perro son muchas. Es más vanidoso que el hombre, está singularmente ávido de atención, es singularmente intolerante con lo ridículo, es suspicaz como los sordos, celoso hasta la locura, y está radicalmente desprovisto de verdad.

Robert Louis Stevenson, “La personalidad de los perros”,

en Memorial para el olvido

Te apiadas de un erizo fuera, en el frío, y lo colocas en una vieja caja de sombrero con algunos gusanos. Después colocas dicha caja, con el conejo dentro, en una conejera en desuso y dejas la puerta abierta para que el pobre animal entre y salga cuando quiera. Para que vaya a buscar alimento y, tras haber comido, vuelva al calor y la seguridad de su caja en la conejera. […] La llama de tu buena acción tarda más que de costumbre en atenuarse y extinguirse. […] Ahora bien, a la mañana siguiente no sólo se había apagado la llama, sino que, además, a ésta la había substituido una gran inquietud. La sospecha de que tal vez todo no estuviera como Dios manda. De que, en lugar de hacer lo que hiciste, acaso hubiese sido mejor dejar las cosas como estaban y que el erizo siguiese su camino. Días, si no semanas, pasaron antes de que pudieses armarte de valor para regresar hasta la conejera. Nunca has olvidado lo que entonces encontraste. Estás boca arriba en la obscuridad y nunca has olvidado lo que entonces encontraste. La papilla. El hedor.

Samuel Beckett, Compañía

Fotografías del zoológico de Londres a principios del siglo XX

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