Terrorismo viejo y nuevo

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Entre las imágenes de las semanas posteriores a los atentados del 11 de septiembre, hubo dos que me afectaron particularmente. En la primera, una mujer anglosajona en evidente estado de conmoción preguntaba: "¿Por qué nos odian tanto?", refiriéndose implícitamente a los terroristas árabes que al parecer eran responsables del atentado. En la otra, una mujer árabe, madre de uno de los terroristas identificados por el FBI, declaraba sollozando que a su hijo "le habían lavado el cerebro": no entendía cómo había sido capaz de cometer semejante atrocidad. Las escenas se repitieron una y otra vez —el profesor de Hamburgo, pasmado de que su alumno fuera un terrorista; el testimonio de alguien que estaba en el piso 86 y escapó de milagro— y la preocupación era constante: ¿De dónde surge tanto odio? ¿Cómo es que un padre, un esposo, un hijo se transforma de pronto en el asesino de miles de personas? Es una pregunta difícil, y la tentación de recurrir a una explicación grandiosa, definir un "antes y después en la historia" para estar a la altura de la magnitud de la tragedia, es enorme. Sin embargo, hay que resistir esa tendencia.
     La confusión se incrementa cuando comienzan a hacerse públicos los perfiles de los terroristas. En lugar de los pobres sin nada que perder que dominaban la imaginación del terrorismo suicida en Occidente, los terroristas de Al Qaeda resultan personas educadas, de clase media e incluso alta, perfectamente capacitadas para aprovechar el potencial de movimiento y comunicación de la era global. Además, de acuerdo con el espíritu de los tiempos, tienen objetivos más amplios —no hay un solo enemigo, sino muchos, entre los que sobresalen uno o dos por su importancia real o simbólica— y no formulan reclamos concretos —no son un pueblo que busca su independencia o su derecho a la tierra—, sino que enarbolan una causa en abstracto: el regreso al esplendor del Islam.
     Estas diferencias entre los nuevos terroristas y los de las últimas décadas alimentan la sensación de que nos enfrentamos a un cambio sin precedentes, que algunos entusiastas insisten en fechar el 11 de septiembre. Sin embargo, el terrorismo, al igual que el mundo, no cambió esencialmente desde los atentados, aunque quizás sí lo haya hecho nuestra percepción de ambos. En realidad, el giro en el fundamentalismo violento, al igual que el cambio en el sistema internacional, datan de mucho antes. Lo viejo y lo nuevo del terrorismo es, grosso modo, lo que hay de viejo y nuevo en la humanidad.
     No es una distinción menor, porque evita caer en uno de los dos extremos del debate: suponer que las ideas explican todo o pretender que las circunstancias por sí mismas son suficientes. El terrorismo, como manifestación extrema de la violencia política, abreva en ambas fuentes. No se puede tener una causa sin justificación ideológica —no existe el terrorismo sin un sistema de creencias: de otra forma sería mera conducta criminal—, pero esa causa no puede avanzar sin las condiciones propicias, en este caso las libertades y el potencial de la globalización.
     El terrorismo fundamentalista contemporáneo no es la excepción. Las raíces de su justificación ideológica son muy antiguas: se remontan al trauma que para la "comunidad de creyentes" significó el haber perdido la supremacía frente a Occidente en el siglo XVII. En esos tiempos, un estudioso del Islam creó una nueva corriente que llamaba a recuperar precisamente la supremacía del mundo musulmán. En ella se apoyan los grupos terroristas islámicos contemporáneos, ajustándola a los tiempos y de paso alejándose de las principales corrientes religiosas del propio Islam.
     Así fue como Al Qaeda dejó de ser un grupo de combatientes mal pertrechados en Afganistán para constituir una red organizada con alcance mundial, siguiendo un patrón antiguo en Occidente: preparar la destrucción del orden establecido mientras se goza de las libertades que ofrece. Marx concebía el fin del capitalismo desde Londres, y los primeros anarquistas planeaban la caída de los gobiernos monárquicos en las calles de París. Incluso el modelo de células autónomas es viejo, desarrollado por terroristas completamente ajenos a la tradición islámica. No es ninguna casualidad que el superterrorismo haya prosperado en las democracias liberales y no en los regímenes dictatoriales del Medio Oriente.
     El dilema que se le presenta a Occidente es aterrador: las libertades civiles y el desarrollo que ha alcanzado son a la vez las condiciones propicias para que se desarrollen quienes pretenden destruirlo. No es un dilema nuevo, pero requiere de una solución más inteligente: exige dejar de lado las grandes explicaciones para concentrarse en los hechos concretos. La lucha contra el terrorismo no es la lucha contra el fascismo o el comunismo: es la lucha contra una minoría que, en su infinita arrogancia, pretende imponerle su voluntad a la mayoría. En este sentido, y sólo en este, es una lucha por defender la libertad. –

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