No hay ningún debate sobre la libertad de expresión

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La masacre de la redacción de Charlie Hebdo ha reactivado el debate sobre la libertad de expresión y sus límites. La discusión es larga y compleja, pero la solución es más sencilla de lo que parece. No hay ningún debate.

El miércoles 7 de enero, dos hombres encapuchados y armados con rifles de asalto fueron a la redacción de una revista. Amenazando con matar a su hija pequeña si no accedía a sus demandas, obligaron a que una periodista tecleara el código de acceso. Fueron a la sala donde se reunía el personal y abrieron fuego, diciendo los nombres de algunas de sus víctimas. En su huida hirieron a un policía. Cuando estaba en el suelo lo mataron de un tiro. En total, asesinaron a doce personas. Once más resultaron heridas.

Otro hombre, que al parecer el día anterior había asesinado a una policía, secuestró a varios clientes y empleados de un supermercado kosher y se atrincheró en el establecimiento. Mató a cuatro de esas personas. Esto ha ocurrido en 2015, en la capital de un país europeo.

Los terroristas que entraron en Charlie Hebdo administraban un castigo. El delito de los caricaturistas era haber publicado chistes gráficos sobre el islam. El atentado fue la ejecución de una condena a muerte, emitida por un tribunal sin autoridad judicial, según unas leyes que no ha validado ningún parlamento y realizada por unos verdugos autodesignados. (El delito de los rehenes del supermercado, parece, era ser judíos.) Replantearse los límites de la libertad de expresión a causa de este crimen es como replantearse la igualdad racial a causa de que el Ku Klux Klan cometa un asesinato.

Centenares de miles de personas salieron a las calles de París para condenar la masacre. Por todo el mundo se extendieron las condenas a la matanza y la solidaridad con los seres cercanos a las víctimas y con Francia, un país que, con todas sus contradicciones, representa unos ideales republicanos de libertad, igualdad y fraternidad, unos valores laicos, ilustrados y universales.

También ha habido “mentes sutiles”, que es como define Emmanuel Carrère a “esa gente de nuestro mundo que piensa que está más informada y es más inteligente que el lector medio de periódicos, y que está obsesionada por la idea de que no la engañen”. Es curioso que haya quien diga, inmediatamente después de un atentado como este, que el auténtico peligro es la islamofobia. Sin duda, hay que evitar que los movimientos xenófobos que han surgido en buena parte de Europa se beneficien de este episodio. Hay que combatir, más que nunca, el prejuicio y la discriminación, y evitar que el pánico justifique la restricción de las libertades. La mayoría de las víctimas del yihadismo, y de las interpretaciones más oscurantistas del islam, son musulmanas. La inmensa mayoría de los musulmanes europeos son ciudadanos pacíficos que respetan la ley, y que la defienden (a veces, como en el caso de uno de los policías asesinados, con su vida). Muchas organizaciones musulmanas han manifestado su rechazo al crimen. Pero descalificar cualquier crítica a la religión como islamofobia es un error.

También han surgido voces que recordaban que muchas más personas mueren en otros lugares por otros conflictos. En muchos casos se debe al terrorismo islámico, que en Nigeria emplea a niños como terroristas suicidas. Uno de los aspectos más impactantes del atentado contra Charlie Hebdo es que haya sucedido en una parte del mundo donde, tras siglos de violencia, los conflictos ya no se arreglan a tiros, del mismo modo que si un león anda suelto por Tarragona llama más la atención que si está en el parque nacional del Serengeti. Es válido señalar, como dicen quienes critican que se hable demasiado de Charlie Hebdo, que esas vidas no valen en sí más que las vidas de otras personas que fueron asesinadas. Pero eso no disminuye el crimen.

Es desconcertante que la discusión se deslizara a valoraciones sobre los límites de la libertad de expresión, y fue un tanto desolador ver la estructura “El crimen es horrible, pero” a las pocas horas de la matanza. Tony Barber, en el Financial Times, escribió que “algo de sentido común sería útil en publicaciones como Charlie Hebdo y el Jyllands Posten [el medio que publicó las caricaturas de Mahoma en 2005] de Dinamarca, que dicen defender la libertad cada vez que provocan a los musulmanes”.

Palabras como las de Tony Barber tienen algo en común con las que hemos escuchado desde la izquierda en los últimos años, cuando la gente que se ha atrevido a criticar al islam ha estado demasiado sola. El tono de superioridad es el mismo, y también la asunción levemente paternalista de que ningún musulmán puede evitar sentirse ofendido por un dibujo: así de primitivos son todos. Barber apela al sentido común; los otros apelaban al respeto y enarbolaban listas de falsas equivalencias donde aparecía a menudo la igualación entre la situación de los judíos en la Alemania nazi y la de los musulmanes en la Europa actual (aunque un musulmán que sea ciudadano español, francés o danés tiene más derechos que el de ningún país musulmán). Habría sido mucho mejor que mostraran la emoción comprensible que intentaban ocultar: el miedo. From Fatwa to Jihad de Kenan Malik, You Can’t Read This Book de Nick Cohen, o el reciente y estupendo The Tyranny of Silence de Flemming Rose, responsable de las páginas de cultura del Jyllands Posten, cuentan la historia de cómo el temor y la culpa han extendido la autocensura en Occidente desde que se produjo el caso Rushdie. Charlie Hebdo ha estado demasiado solo.

Se podría responder de muchas maneras a las mentes sutiles. Se les podría decir, por ejemplo, que si los disidentes de la Unión Soviética y los países del bloque comunista no hubieran reclamado que el régimen estuviera a la altura de los principios que decía defender, se habrían ahorrado muchas complicaciones. Si los musulmanes que critican su religión o que cambian de confesión no lo hicieran, tendrían vidas más tranquilas, y no se arriesgarían a la tortura o la muerte. Causarían menos problemas para todos si hubieran mostrado algo más de sentido común.

También se podría responder que no podemos admitir que solo los musulmanes puedan hablar del islam. De lo contrario, no se podría criticar la vergonzosa actitud de la Iglesia Católica con la pedofilia durante muchos años si no eres católico, no se podrían reprochar las políticas de regímenes represivos si tu pasaporte es de otro país, no se podría hablar del racismo o de la opresión de la mujer en otras culturas o religiones. Y supondría convertir a los musulmanes en rehenes de los sectores más extremistas, entregar el control de la discusión al sector más estúpido y fanático. Hay que salvaguardar un espacio donde se puedan discutir las ideas religiosas y morales, un lugar al que los disidentes del islamismo puedan recurrir. El espacio intelectual es de todos, como las calles. No podemos dejar que un barrio sea controlado por una banda de mafiosos y desaconsejar a la gente que vaya por ahí porque no es seguro. El barrio tiene que estar bien iluminado y la policía es la única autoridad que debe proteger a quienes vivan en él y a quienes lo frecuenten de vez en cuando.

Sin libertad de expresión no hay democracia. Esa libertad de expresión debe ser lo más amplia posible, y solo excluir a la incitación clara e inequívoca a la violencia. No puede ser algo que proteja solamente a quien diga cosas educadas y sensatas –una de las estupideces que se repiten es que las caricaturas eran vulgares–, o con las que estemos de acuerdo. Aunque la posibilidad de ofender unas sensibilidades u otras debe estar amparada por la ley, se puede discutir sobre si es conveniente. En un debate sobre los supuestos límites de la libertad de expresión, hablaría de esos matices. Sin embargo, eso es una cuestión de buenos modales. En cambio, la libertad de expresión es un derecho esencial y regulado por la ley, y el monopolio de la violencia legítima pertenece al Estado. Mientras enfrente haya asesinos armados, los escritores y los dibujantes con poco tacto se juegan la vida por la libertad de todos, y la posibilidad de hacer un chiste es la medida de la civilización. ~

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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